8 de septiembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios - domingo XXIII -Ciclo A

       

        “Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: No lo permita Dios, Señor. Eso no puede pasarte”. Este diálogo entre Jesús y Pedro deja entender que la predicación de Jesús con su anuncio del Reino de Dios suscitaba fuertes reticencias entre los oyentes, y que Jesús decidió preparar a sus discípulos para los padecimientos y muerte violenta que le esperaban en Jerusalén, pero  insinuando también la victoria final, su resurreción del sepulcro. Jesús no escogió el camino de la cruz como un valor en sí mismo, sino que le interesaba ante todo y sobre todo mantenerse fiel a la misión que el Padre le había confiado para bien de los hombres. Y esta fidelidad comportaba también asumir el aparente fracaso humano que se cernía en el horizonte, es decir el rechazo de parte de quienes no aceptaban su mensaje, rechazo que se plasmó en la cruz.

            La actitud de Pedro ante el anuncio de la pasión muestra la dificultad de aceptar el fracaso del ministerio de Jesús. El apóstol que ha seguido a Jesús dejándolo todo, se resiste en aceptar que, para llevar a cabo su misión, Jesús deba abrazar el camino de la cruz. La reacción de Jesús ante las palabras de Pedro sorprenden por su dureza: “Quítate de mi vista, satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios”. Jesús invita a adoptar parámetros nuevos, a seguir un camino que va en una dirección muy distinta de la habitual entre los hombres. Sin duda resulta duro tener que aceptar que pueda haber vocaciones o misiones que generen dolor y sufrimiento para quienes tratan de llevarlas a cabo, cuando en realidad están orientadas al bien de los demás.

         En esta linea, la primera lectura de hoy nos ofrecía el perfil de un hombre extraordinario, el profeta Jeremías, que anunció de alguna manera la misión del mismo Jesús. Jeremías recibió de Dios el encargo de indicar las desgracias que estaban a punto de caer sobre el pueblo, invitando a la conversión. Aquel hombre sensible y bueno se vio rechazado por los suyos y se convirtió en el hazmerreir de la gente. Como él mismo confiesa, se sintió tentado a abandonar, a hacerse atrás, a no hablar más en nombre de Dios. Pero la Palabra de Dios, cual fuego ardiente en su interior, no le permitió callar, sino que le llevó a ser testigo fiel del Señor, a pesar de la reacción negativa del pueblo y las persecuciones que hubo de sostener. “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir”, se quejaba tristemente el profeta. Dios le había seducido por amor: ante este amor no pudo negarse, asumiendo el dolor y sufrimiento como consecuencias de su específica llamada, que es lo que hará después Jesús mismo.

            Jesús, con su ejemplo y con sus palabras enseña que la vida, desde el designio amoroso de Dios, es don de sí mismo a Dios y a los hermanos, comunión e intercambio en el amor. Esta verdad evangélica encuentra una confirmación en la psicología moderna, que invita a medir el desarrollo psíquico del hombre por el grado y la capacidad de la libre y generosa oblación de sí mismo. A más madurez humana corresponde más entrega, menos egoísmo. Es desde esta perspectiva que hemos de entender la invitación que Jesús dirige al que quiera seguirle: que se niegue a sí mismo, que carge con su cruz, que pierda su vida si quiere una vez por todas encontrarla, para no perderla definitivamente. Lo que Jesús propone es nada más y nada menos lo que él llevó a cabo en su vida y en su muerte. Y por el don de su Espíritu, asegura la capacidad perfecta en el darse; por él, siguiéndole a él, en comunión con él, podemos llegar a darnos a Dios totalmente.


            San Pablo está en la misma línea de Jesús cuando recomienda hacer de nuestros cuerpos una hostia viva, santa y agradable a Dios. El apóstol invita a crear algo nuevo, a dejar de conformarnos con el mal, a buscar lo bueno, lo que es agradable, lo perfecto. Desde esta perspectiva podemos dar a nuestra existencia el aspecto y el contenido de un culto razonable y espiritual rendido a Dios, de quien hemos recibido todo y que nos espera para hacernos participar en la plenitud de sus promesas en la realidad de Reino de los cielos.


2 de septiembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios. Domingo XXII - Ciclo A


         Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: No lo permita Dios, Señor. Eso no puede pasarte”. Este diálogo entre Jesús y Pedro deja entender que la predicación de Jesús con su anuncio del Reino de Dios suscitaba fuertes reticencias entre los oyentes, y que Jesús decidió preparar a sus discípulos para los padecimientos y muerte violenta que le esperaban en Jerusalén, pero  insinuando también la victoria final, su resurreción del sepulcro. Jesús no escogió el camino de la cruz como un valor en sí mismo, sino que le interesaba ante todo y sobre todo mantenerse fiel a la misión que el Padre le había confiado para bien de los hombres. Y esta fidelidad comportaba también asumir el aparente fracaso humano que se cernía en el horizonte, es decir el rechazo de parte de quienes no aceptaban su mensaje, rechazo que se plasmó en la cruz.

            La actitud de Pedro ante el anuncio de la pasión muestra la dificultad de aceptar el fracaso del ministerio de Jesús. El apóstol que ha seguido a Jesús dejándolo todo, se resiste en aceptar que, para llevar a cabo su misión, Jesús deba abrazar el camino de la cruz. La reacción de Jesús ante las palabras de Pedro sorprenden por su dureza: “Quítate de mi vista, satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios”. Jesús invita a adoptar parámetros nuevos, a seguir un camino que va en una dirección muy distinta de la habitual entre los hombres. Sin duda resulta duro tener que aceptar que pueda haber vocaciones o misiones que generen dolor y sufrimiento para quienes tratan de llevarlas a cabo, cuando en realidad están orientadas al bien de los demás.

            En esta linea, la primera lectura de hoy nos ofrecía el perfil de un hombre extraordinario, el profeta Jeremías, que anunció de alguna manera la misión del mismo Jesús. Jeremías recibió de Dios el encargo de indicar las desgracias que estaban a punto de caer sobre el pueblo, invitando a la conversión. Aquel hombre sensible y bueno se vio rechazado por los suyos y se convirtió en el hazmerreir de la gente. Como él mismo confiesa, se sintió tentado a abandonar, a hacerse atrás, a no hablar más en nombre de Dios. Pero la Palabra de Dios, cual fuego ardiente en su interior, no le permitió callar, sino que le llevó a ser testigo fiel del Señor, a pesar de la reacción negativa del pueblo y las persecuciones que hubo de sostener. “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir”, se quejaba tristemente el profeta. Dios le había seducido por amor: ante este amor no pudo negarse, asumiendo el dolor y sufrimiento como consecuencias de su específica llamada, que es lo que hará después Jesús mismo.

            Jesús, con su ejemplo y con sus palabras enseña que la vida, desde el designio amoroso de Dios, es don de sí mismo a Dios y a los hermanos, comunión e intercambio en el amor. Esta verdad evangélica encuentra una confirmación en la psicología moderna, que invita a medir el desarrollo psíquico del hombre por el grado y la capacidad de la libre y generosa oblación de sí mismo. A más madurez humana corresponde más entrega, menos egoísmo. Es desde esta perspectiva que hemos de entender la invitación que Jesús dirige al que quiera seguirle: que se niegue a sí mismo, que carge con su cruz, que pierda su vida si quiere una vez por todas encontrarla, para no perderla definitivamente. Lo que Jesús propone es nada más y nada menos lo que él llevó a cabo en su vida y en su muerte. Y por el don de su Espíritu, asegura la capacidad perfecta en el darse; por él, siguiéndole a él, en comunión con él, podemos llegar a darnos a Dios totalmente.


            San Pablo está en la misma línea de Jesús cuando recomienda hacer de nuestros cuerpos una hostia viva, santa y agradable a Dios. El apóstol invita a crear algo nuevo, a dejar de conformarnos con el mal, a buscar lo bueno, lo que es agradable, lo perfecto. Desde esta perspectiva podemos dar a nuestra existencia el aspecto y el contenido de un culto razonable y espiritual rendido a Dios, de quien hemos recibido todo y que nos espera para hacernos participar en la plenitud de sus promesas en la realidad de Reino de los cielos.

26 de agosto de 2017

Meditando la Palabra de Dios - Domingo XXI c.A

             
           ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre? Y vosotros, ¿Quién decís que soy yo? Mateo ha conservado en su evangelio estas dos preguntas que, un día, Jesús planteó a sus discípulos. Estas preguntas no son expresión de una simple curiosidad. Al plantear estas preguntas a sus discípulos lo que Jesús persigue es una cuestión personal de gran importancia; les invita una vez por todas a definirse, a tomar postura en relación con su persona. Y con el pasar de los siglos estas preguntas no han perdido actualidad. Por esto, cada vez que la liturgia proclama este texto, con razón podemos considerar que Jesús nos interpela para que demos una cumplida respuesta y reafirmemos nuevamente nuestra opción.

            Para responder a Jesús en aquel momento, los discípulos recordaron varias opiniones que se habían difundido entre la gente acerca de la persona del Maestro, y que respondían a la mentalidad de la época: Hay quien piensa que tú eres Juan el Bautista, o Elías, o Jeremías u otro de los profetas, que habrían resucitado. Si tuviéramos que enumerar hoy todas las opiniones y juicios que se han formulado acerca de la persona de Jesús sería algo difícil y extenuante. La figura de Jesús ha sido examinada desde todos los ángulos posibles de la ciencia y del saber humanos: desde los trabajos llevados a cabo con rigurosa crítica científica hasta la literatura popular y devota, pasando por los intentos de denigrar y despreciar la figura del Maestro de Nazaret. Aún hoy día, hay muchas personas que no saben quien es Jesús. Otros han oido hablar de él pero no les interesa. Algunos afirman que fue un personaje importante en la historia pero ignoran su mensaje. Otros, lo consideran como un lider y un hombre extraordinario. Otros, finalmente, han creído en él, siguen su doctrina, sus huellas, se consideran sus discípulos, han aprendido a conocerle y amarle.

            Pero lo que realmente interesa no es tanto lo que puedan decir los demás sobre Jesús sino la respuesta personal que cada uno de nosotros puede dar. Sería conveniente que hoy nos preguntásemos: ¿Qué decimos nosotros acerca de Jesús, quien es Jesús para nosotros? O concretando un poco más: ¿Quién es Jesús para mi? Fíjemonos que no se trata de una cuestión puramente formal. De la respuesta a la pregunta aparecerá la fe en Jesús y en su mensaje que está en nosotros, y nuestra vida entera recibirá una orientación precisa. Son muchos los que a lo largo de la historia, al concretar su actitud respecto a Jesús, ha sabido dar a su existencia una forma concreta y precisa.

            Pedro, hablando en nombre de los demás apóstoles, no duda en afirmar: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo·. Y Jesús le hace notar que eso no se lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino el Padre que está en el cielo. Es decir, Jesús indica a Pedro que reconocerle como Mesías es un don que ha recibido por voluntad del mismo Dios. Salvando las debidas distancias, podemos decir algo parecido de nosotros. En efecto, si creemos en Jesús, si hemos sido bautizados en la fe de Jesús de Nazaret y hemos sido incorporados en la Iglesia de los creyentes, esto es un don, es una llamada gratuita que Dios ha querido otorgarnos. Pero el mismo tiempo, nuestra fe no es algo automático,  como una fuerza que nos arrastra incluso a pesar nuestro. Dios nos ofrece la fe, nos invita a hacerle confianza, pero al mismo tiempo pide y espera nuestra respuesta personal, libre y generosa. Dios nos pide una respuesta parecida a la que dio María al ser llamada para ser la Madre virgen del Hijo de Dios hecho hombre, que mereció el elogio: Dichosa tú que has creído.


            Por el don de la fe nosotros hemos aprendido a Jesús a través del testimonio de la Escritura, que escuchamos en cada celebración litúrgica y que es objeto del magisterio constante de la Iglesia. El Jesús que hemos aprendido en esta escuela no puede ser sino Jesús crucificado, escándalo para los que siguen la ley y locura para los que siguen la razón. Es esta la fe que vivieron los primeros discípulos, después de las experiencias pascuales, y por la que no dudaron soportar incluso persecuciones y muerte. Esta es la fe que ha ido madurando lentamente a través de los siglos, que ha ido expresándose en formas y fórmulas distintas para abrir a los creyentes toda la riqueza del mensaje de Dios. Esta es la fe que se ha ido plasmando en la vida hecha de amor, verdad, justicia y fidelidad de innumerables multitudes que han querido vivir según el Evangelio. Jesús nos inter-pela continuamente: ¿Quién dices tú que soy yo? Ojalá que nosotros respondiésemos en el mismo tenor que utiliza el apóstol Pedro: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo.