Empezó Jesús a explicar a sus
discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho. Pedro se lo llevó
aparte y se puso a increparlo: No lo permita Dios, Señor. Eso no puede pasarte”.
Este diálogo entre Jesús y Pedro deja entender que la predicación de Jesús con
su anuncio del Reino de Dios suscitaba fuertes reticencias entre los oyentes, y
que Jesús decidió preparar a sus discípulos para los padecimientos y muerte
violenta que le esperaban en Jerusalén, pero insinuando también la victoria final, su
resurreción del sepulcro. Jesús no escogió el camino de la cruz como un valor
en sí mismo, sino que le interesaba ante todo y sobre todo mantenerse fiel a la
misión que el Padre le había confiado para bien de los hombres. Y esta
fidelidad comportaba también asumir el aparente fracaso humano que se cernía en
el horizonte, es decir el rechazo de parte de quienes no aceptaban su mensaje,
rechazo que se plasmó en la cruz.
La
actitud de Pedro ante el anuncio de la pasión muestra la dificultad de aceptar el
fracaso del ministerio de Jesús. El apóstol que ha seguido a Jesús dejándolo
todo, se resiste en aceptar que, para llevar a cabo su misión, Jesús deba
abrazar el camino de la cruz. La reacción de Jesús ante las palabras de Pedro
sorprenden por su dureza: “Quítate de mi vista, satanás, que me haces tropezar;
tú piensas como los hombres, no como Dios”. Jesús invita a adoptar parámetros
nuevos, a seguir un camino que va en una dirección muy distinta de la habitual
entre los hombres. Sin duda resulta duro tener que aceptar que pueda haber
vocaciones o misiones que generen dolor y sufrimiento para quienes tratan de
llevarlas a cabo, cuando en realidad están orientadas al bien de los demás.
En
esta linea, la primera lectura de hoy nos ofrecía el perfil de un hombre
extraordinario, el profeta Jeremías, que anunció de alguna manera la misión del
mismo Jesús. Jeremías recibió de Dios el encargo de indicar las desgracias que
estaban a punto de caer sobre el pueblo, invitando a la conversión. Aquel
hombre sensible y bueno se vio rechazado por los suyos y se convirtió en el
hazmerreir de la gente. Como él mismo confiesa, se sintió tentado a abandonar,
a hacerse atrás, a no hablar más en nombre de Dios. Pero la Palabra de Dios,
cual fuego ardiente en su interior, no le permitió callar, sino que le llevó a
ser testigo fiel del Señor, a pesar de la reacción negativa del pueblo y las
persecuciones que hubo de sostener. “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir”,
se quejaba tristemente el profeta. Dios le había seducido por amor: ante este
amor no pudo negarse, asumiendo el dolor y sufrimiento como consecuencias de su
específica llamada, que es lo que hará después Jesús mismo.
Jesús,
con su ejemplo y con sus palabras enseña que la vida, desde el designio amoroso
de Dios, es don de sí mismo a Dios y a los hermanos, comunión e intercambio en
el amor. Esta verdad evangélica encuentra una confirmación en la psicología
moderna, que invita a medir el desarrollo psíquico del hombre por el grado y la
capacidad de la libre y generosa oblación de sí mismo. A más madurez humana
corresponde más entrega, menos egoísmo. Es desde esta perspectiva que hemos de
entender la invitación que Jesús dirige al que quiera seguirle: que se niegue a
sí mismo, que carge con su cruz, que pierda su vida si quiere una vez por todas
encontrarla, para no perderla definitivamente. Lo que Jesús propone es nada más
y nada menos lo que él llevó a cabo en su vida y en su muerte. Y por el don de
su Espíritu, asegura la capacidad perfecta en el darse; por él, siguiéndole a
él, en comunión con él, podemos llegar a darnos a Dios totalmente.
San
Pablo está en la misma línea de Jesús cuando recomienda hacer de nuestros
cuerpos una hostia viva, santa y agradable a Dios. El apóstol invita a crear
algo nuevo, a dejar de conformarnos con el mal, a buscar lo bueno, lo que es
agradable, lo perfecto. Desde esta perspectiva podemos dar a nuestra existencia
el aspecto y el contenido de un culto razonable y espiritual rendido a Dios, de
quien hemos recibido todo y que nos espera para hacernos participar en la
plenitud de sus promesas en la realidad de Reino de los cielos.
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