2 de septiembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios. Domingo XXII - Ciclo A


         Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: No lo permita Dios, Señor. Eso no puede pasarte”. Este diálogo entre Jesús y Pedro deja entender que la predicación de Jesús con su anuncio del Reino de Dios suscitaba fuertes reticencias entre los oyentes, y que Jesús decidió preparar a sus discípulos para los padecimientos y muerte violenta que le esperaban en Jerusalén, pero  insinuando también la victoria final, su resurreción del sepulcro. Jesús no escogió el camino de la cruz como un valor en sí mismo, sino que le interesaba ante todo y sobre todo mantenerse fiel a la misión que el Padre le había confiado para bien de los hombres. Y esta fidelidad comportaba también asumir el aparente fracaso humano que se cernía en el horizonte, es decir el rechazo de parte de quienes no aceptaban su mensaje, rechazo que se plasmó en la cruz.

            La actitud de Pedro ante el anuncio de la pasión muestra la dificultad de aceptar el fracaso del ministerio de Jesús. El apóstol que ha seguido a Jesús dejándolo todo, se resiste en aceptar que, para llevar a cabo su misión, Jesús deba abrazar el camino de la cruz. La reacción de Jesús ante las palabras de Pedro sorprenden por su dureza: “Quítate de mi vista, satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios”. Jesús invita a adoptar parámetros nuevos, a seguir un camino que va en una dirección muy distinta de la habitual entre los hombres. Sin duda resulta duro tener que aceptar que pueda haber vocaciones o misiones que generen dolor y sufrimiento para quienes tratan de llevarlas a cabo, cuando en realidad están orientadas al bien de los demás.

            En esta linea, la primera lectura de hoy nos ofrecía el perfil de un hombre extraordinario, el profeta Jeremías, que anunció de alguna manera la misión del mismo Jesús. Jeremías recibió de Dios el encargo de indicar las desgracias que estaban a punto de caer sobre el pueblo, invitando a la conversión. Aquel hombre sensible y bueno se vio rechazado por los suyos y se convirtió en el hazmerreir de la gente. Como él mismo confiesa, se sintió tentado a abandonar, a hacerse atrás, a no hablar más en nombre de Dios. Pero la Palabra de Dios, cual fuego ardiente en su interior, no le permitió callar, sino que le llevó a ser testigo fiel del Señor, a pesar de la reacción negativa del pueblo y las persecuciones que hubo de sostener. “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir”, se quejaba tristemente el profeta. Dios le había seducido por amor: ante este amor no pudo negarse, asumiendo el dolor y sufrimiento como consecuencias de su específica llamada, que es lo que hará después Jesús mismo.

            Jesús, con su ejemplo y con sus palabras enseña que la vida, desde el designio amoroso de Dios, es don de sí mismo a Dios y a los hermanos, comunión e intercambio en el amor. Esta verdad evangélica encuentra una confirmación en la psicología moderna, que invita a medir el desarrollo psíquico del hombre por el grado y la capacidad de la libre y generosa oblación de sí mismo. A más madurez humana corresponde más entrega, menos egoísmo. Es desde esta perspectiva que hemos de entender la invitación que Jesús dirige al que quiera seguirle: que se niegue a sí mismo, que carge con su cruz, que pierda su vida si quiere una vez por todas encontrarla, para no perderla definitivamente. Lo que Jesús propone es nada más y nada menos lo que él llevó a cabo en su vida y en su muerte. Y por el don de su Espíritu, asegura la capacidad perfecta en el darse; por él, siguiéndole a él, en comunión con él, podemos llegar a darnos a Dios totalmente.


            San Pablo está en la misma línea de Jesús cuando recomienda hacer de nuestros cuerpos una hostia viva, santa y agradable a Dios. El apóstol invita a crear algo nuevo, a dejar de conformarnos con el mal, a buscar lo bueno, lo que es agradable, lo perfecto. Desde esta perspectiva podemos dar a nuestra existencia el aspecto y el contenido de un culto razonable y espiritual rendido a Dios, de quien hemos recibido todo y que nos espera para hacernos participar en la plenitud de sus promesas en la realidad de Reino de los cielos.

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