14 de enero de 2017

JORNADAS DE PASTORAL DIOCESANA (TOLEDO) 13/1/2017

 LA CENTRALIDAD DE LA PALABRA DE DIOS EN LA ORDEN CISTERCIENSE

INTRODUCCIÓN

Desde que el monje se levanta hasta que se entrega al reposo, no deja de escuchar y leer casi continuamente, Palabra de Dios.
El dinamismo de la Palabra de Dios, arranca de su encuadre  litúrgico. En la Liturgia se realiza la obra de nuestra redención; se hace actual el misterio salvífico en cada hombre, pero para ello, Dios necesita nuestra colaboración, el encuentro tiene que ser de dos y existir el diálogo, es decir, Palabra y respuesta a la Palabra. Por esto, necesitamos sintonizar con la acción de Dios que se realiza en nosotros, escuchar Su Palabra que nos dirige y meditarla y poder de este modo, responderle.
La Palabra de Dios, no es algo que Dios dijo un día hace ya mucho tiempo y ha quedado escrita, no, no es esto, en la Escritura, Dios se revela a Sí mismo y manifiesta Su voluntad[1]; en ella, el Padre “sale amorosamente al encuentro de Sus hijos”[2]. Dios, Cristo, el Verbo-Palabra de Dios hecho carne es el contenido formal de la Escritura-Palabra de Dios. Cristo es el lazo que une todos los acontecimientos de la Historia Sagrada, la que sólo en Él encuentra su explicación, culmen y su desarrollo[3].
La dinámica de esta Palabra, Su autoridad y virtud, se revela sobre todo en la acción litúrgica. Si la lectura del Antiguo Testamento en la sinagoga, preparaba a la venida del Mesías, la lectura del Antiguo y Nuevo Testamento en la liturgia, está orientada a desplegar todas las virtualidades del día inaugurado por Cristo, de la realidad, que comenzando en Él, terminará su función en el último día, en que vendrá por segunda vez. En este día el Cuerpo Místico de Cristo alcanzará su plenitud y la humanidad redimida será ya una sola cosa en Cristo[4].
La Iglesia –y también cada uno de sus miembros- camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumpla en ella las palabras de Dios”[5]. Si escuchamos, meditamos, oramos con la Palabra de Dios, Ésta nos hará crecer y progresar interiormente “hasta alcanzar la medida de Cristo en Su plenitud”[6], y es que esta Palabra revitaliza toda la persona, produce en nosotras y en cada hombre que la interiorice una transformación radical en todo el ser humano.

I-ORACIÓN, CORAZÓN DE LA ESPIRITUALIDA MONÁSTICA

      Como para tantos otros aspectos de la espiritualidad monástica, así para el específico de la oración, los monjes no nos han dejado –por lo menos hasta el siglo XII- en relación con la importancia que tuvo en sus vidas, exposiciones sistemáticas ni tratados doctrinales. Sin embargo, estudiando la oración en la tradición monástica, observamos la centralidad de la Palabra de Dios en ella y la importancia de la Palabra en la vida de los monjes[7]. Y ésta es la herencia que nos han dejado y que nosotras, custodiamos. A esta forma de vivir y experimentar lo que la Palabra de Dios nos dice, se le ha llamado “Teología Monástica”; es decir, ese modo de vivir escuchando, meditando, acogiendo la Palabra de Dios que se hace vida, y todo esto, en el claustro monástico. Es lo que yo llamo “Teología Vivida”, o “Teología de la Experiencia”.

I.1- Oración y Palabra de Dios

      Un elemento primordial de la oración está constituido por la memorización de muchos pasajes de la Escritura.
      Las frecuentes citas, alusiones y resonancias bíblicas que se encuentran en gran parte de las antiguas fuentes monásticas, muestran la centralidad de la Palabra de Dios en la formación espiritual de los primeros monjes. Particularmente la oración de éstos, y la nuestra hoy en día está totalmente penetrada por la Palabra de Dios.
      La oración profunda con la Palabra, supone:
      -Dios que busca al hombre a través de Su Palabra, es decir, es el Señor el que sale a nuestro encuentro, Aquel que “nos ha amado primero”[8].
      -El hombre busca a Dios, lo que constituye una exigencia profunda de nuestro corazón. “Buscar a Dios” es precisamente parte importante de nuestro carisma benedictino-cisterciense; y esa “búsqueda” se realiza mediante la Palabra que el Señor nos ha dado.
      -La consecuencia: Es una vida de diálogo entre Dios y el hombre, entre la Palabra de Dios, el Señor Jesús, y esa misma Palabra inscrita en el corazón. Se culmina en una común-unión entre el espíritu de la Palabra Encarnada (Cristo Resucitado por Su Espíritu) y el corazón humano.
      En la oración el monje está en continua escucha de la Palabra de Dios y en ella toma conciencia de su vida de fe, de esperanza y de caridad[9], engloba todo su ser.
      Nosotros que no sabemos rezar (como nos dice San Pablo), rezamos utilizando la misma Palabra de Dios que nos permite entender de qué está hecho nuestro, “mi” corazón, pues nadie mejor que Él para saber, mejor que yo, lo que llevo dentro de mi interior. Esta Palabra de Dios en mí, me enseña a aprender la forma de ver de Dios y a la vez, se aprende lo que debe decirse a Dios.
      En toda la tradición monástica, emerge de forma clara la gran importancia de los salmos, ya que es una parte sobresaliente en el rezo del Oficio cotidiano, pero la Escritura está presente en todas sus partes. Está es acogida en su unidad, que culmina y se realiza en Cristo. Los salmos nos ayudan a encontrar para revivir, reexperimentar en nosotros lo que sucedió en Él: encontrarlo, recibir Su Espíritu, entrar en comunión con Su Cuerpo Místico todo entero. Esta unidad de la Escritura es también vista, en íntima relación con la vida de la Iglesia. A este criterio debe reducirse el valor teológico de la lectio divina, tan fundamental dentro de la tradición monástica y un elemento retomado y primordial en San Benito, y que con Gregorio Magno llega a ser un método de la teología espiritual según la cual, la Biblia se lee en sentido objetivo, es decir, con los ojos iluminados por el carisma profético o por el Misterio de la Historia Sagrada que tendrá que cumplirse hasta el regreso glorioso de Cristo[10].

I.2- La “lectio divina”

      Es una lectura espiritual de la Escritura, lectura sapiencial, sin prisas; el que la practica escucha, saborea y admira. Es una gracia de Dios que da y que es necesario pedir, ya que es Él el que abre nuestra mente a la comprensión de la Escritura[11].
Una buena definición de ésta, nos la da Bouyer al decir que es “una lectura personal de la Palabra de Dios, durante la cual uno se esfuerza por asimilar la sustancia; una lectura en la fe, en espíritu de oración creyendo en la presencia actual de Dios, que nos habla en el texto sagrado, mientras el monje se esfuerza por estar también él presente, en espíritu de obediencia, de completo abandono tanto a las promesas como a las exigencias divinas”[12]. “Debemos intentar penetrar en la Palabra de Dios y comprenderla de tal modo, que se nos presente como nueva y cargada de fruto cada día”[13].
      En la oración el monje, como ya apunté, está en continua escucha de la Palabra de Dios y en ella toma conciencia de su vida de fe, de esperanza y de caridad[14]. “Desbordante de acción de gracias, el corazón consagrado por la Palabra es santuario de oración y de eucaristía perpetuas”[15].
      Una lectio divina asiduamente practicada, lleva al alma que la realiza a obtener una cultura que no es para nada superficial, sino que es completa, perfecta, profunda, divina y sin más límites que la infinita ciencia y sabiduría de Dios[16].
      Propiamente en el contexto monástico benedictino-cisterciense, el monje benedictino Dom García Colombás, escribiendo sobre San Benito y la lectio, dice al respecto: “…La Lectio divina es, ante todo, el estudio atento de la ciencia espiritual; tiene su fin en la propia formación del monje, es el alimento de su entendimiento y de su corazón, el medio más adecuado de mantener en él, siempre encendido, el entusiasmo por la vida espiritual, mas al propio tiempo que estudio, es según la tradición, una verdadera meditación y la más alta contemplación”[17]. Por eso mismo, San Benito nos exhorta a consagrarnos a la lectura varias horas al día.

 II- ORACIÓN MONÁSTICA, PALABRA DE DIOS, S. BENITO

      Al hablar de oración monástica, no nos referimos necesariamente a una oración distinta que la que hace cualquier otro cristiano. El monaquismo, tiene como un fin primordial, la vida contemplativa, y hasta tal punto es esencial la oración en nuestra vida, que constituye nuestra razón de ser en la Iglesia.
      Nosotras escuchamos a Dios, vivimos de Su Palabra, es decir, es una actitud contemplativa que nace del amor, de un intenso y continuo deseo de Dios, de escucha amorosa  al Señor. Y esto trae como consecuencia, una mayor sensibilidad a la Palabra, y, por eso, al mismo Dios. Es esta precisamente la primera palabra de S. Benito en su Regla: “Ausculta”[18]. (“Escucha hijo, los preceptos del Maestro”[19], y el Maestro es el Señor a través de Su Palabra).
      En la oración monástica, la oración auténtica es la que celebra la Palabra de Dios, sea en la liturgia o en lo más hondo del corazón. Orar sin la Palabra es una ilusión. La relación entre Palabra y oración nos hacen constatar lo que el monje vive en su búsqueda de Dios[20].
      El ejemplo de S. Benito y la Regla, nos ofrecen indicaciones para dar un testimonio de fidelidad inquebrantable a la Palabra de Dios, meditada acogida y hecha oración. Esto exige conservar silencio y una actitud de adoración en presencia del Señor. Así es, la Palabra de Dios revela Sus profundidades a quien está atento a la acción misteriosa del Espíritu.
      La familiaridad con la Palabra, que la Regla garantiza, reservándole un amplio espacio en el horario cotidiano, crea confianza, excluye falsas seguridades y arraiga en el alma el total señorío de Dios. Así, el monje excluye interpretaciones de conveniencia o instrumentalizadas de la Escritura, y adquiere una conciencia clara y profunda de la debilidad humana, en donde resplandece la fuerza de Dios. Nosotras, monjas cistercienses,  nos inspiramos en la Sagrada Escritura para nuestro coloquio con Dios[21].
La Escritura, a pesar de estar escrita en nuestro pobre lenguaje humano incapaz de expresar con perfección el lenguaje divino, no produce el efecto que cualquier otra palabra, sino que nos pone en contacto con Dios que se nos revela y dirige Su mensaje a quien le escuche. La Palabra de Dios, al mismo tiempo que nos descubre las maravillas divinas y une al hombre con Dios, ilumina nuestra existencia. Es el Señor Jesús mismo quien nos ha partido el pan de la Palabra para que el corazón se inflame y arda, para que se iluminen los ojos del corazón. Y junto a la Palabra nos da Su Espíritu, el Consolador, que nos enseña todo[22]. En nuestra vida, la Palabra es la que nos ayuda a tomar decisiones, a discernir aquello que debemos hacer según la voluntad divina, cuando hay un problema individual o comunitario, nos dala solución para afrontarlo y solucionarlo. Todo lo que nos sucede, adquiere sentido a la luz de Dios. San Juan Crisóstomo, ya nos advierte que si nos dedicamos a una lectura atenta y orante de la Palabra, siempre se percibe el fruto.


III- LA ORACIÓN EN LA REGLA DE S. BENITO

      Según la Regla de S. Benito, la vida monástica se equilibra y se desarrolla en torno a la escucha de la Palabra de Dios, a la recitación de los salmos, oración interior, trabajo, relaciones fraternas… Toda la organización de la jornada culmina en el Opus Dei, al que “nada se debe anteponer”[23].
      En la Regla vemos que el oratorio está pensado solamente para la oración[24]; el silencio debe reinar en él[25]; el que lo desee puede permanecer en él después del Oficio[26] y entrar durante la jornada[27]. Este clima de silencio y recogimiento favorece la escucha de la Palabra y de una vida en presencia de Dios.
      Benito pone en las manos del monje ese gran libro de oración que es el Salterio, más aún, la Sagrada Escritura en Su totalidad. Ella es la luz divina y divinizante[28], la voz de Dios que nos llama[29], El remedio[30], la ley divina[31], es también una norma rectísima que guía nuestra vida[32]. Por tanto, la Palabra es el primer elemento en la oración y en la lectio. Las palabras que leemos en la Escritura son un importante apoyo para entablar un diálogo con el Señor. Ya sea en la liturgia o en la oración personal, el monje se deja interpelar por la voz de Dios que le habla en la Escritura, que le exhorta, le ilumina.  El monje ora habitualmente con la Palabra de Dios (según nos enseña el Catecismo Monástico Cisterciense). El capítulo 7º de la Regla nos describe este diálogo continuo con Dios al que la Escritura nos invita y que Ella realiza en nosotros. Nuestra  vida y oración deben estar plenamente modelados por Ella, llegando nosotros a ser “exégesis viva de la Palabra de Dios”[33].
      El monje así, se impregna de las palabras de la Escritura y conserva en su memoria las palabras inspiradas (los términos de “acordarse”, “pensar en”, está ligado a palabras de la Escritura), permanece en diálogo con Dios y con sus hermanos los hombres.
      La Regla nos pide que “nuestra mente concuerde con lo que dice nuestra boca”[34]. Debemos dejarnos penetrar por la Escritura, por los salmos muy particularmente y dejarnos transformar por Ella hasta que palabras y corazón, concuerden (19, 7 concordare). La acción litúrgica es el momento apropiado, definitivo para la presencia de Dios. El primer grado de humildad y los siguientes nos lo recuerdan. El monje no se limita a escuchar la Escritura, responde a estas palabras y hace suyo lo que dice el profeta[35], hace suyas las palabras de la Escritura en nombre de los que sufren[36]. El monje medita sin cesar en su espíritu[37], repetirá en su corazón a todas horas[38] los versículos de los salmos, hasta que pueda decir en su corazón: “Señor, soy un pecador” (7, 65 dicens in corde semper). Si leemos atentamente la Regla, vemos que los términos “siempre” y “acordarse” aparecen veintiuna veces en el texto y están siempre ligados a versículos bíblicos que evocan a Dios o el juicio.
      Cesáreo de Arlés (en su Sermón 7, 1), nos dice que leyendo la Biblia, nos abrimos a la misericordia de Dios; esto nos vale sobre todo para los salmos. Y nos recomienda después, meditar estos salmos en una oración silenciosa e interior para que la misericordia de Dios pueda penetrar en nuestro corazón (Sermón 76, 1).
      En Benito la liturgia es nuclearmente, alabanza (cinco veces en la Regla), la oración del corazón, debe expresarse tanto como por la acción de gracias, como por la súplica. Pero esta oración personal debe ser una prolongación de la liturgia y debe estar inspirada por la Escritura[39].


CONCLUSIÓN

      S. Benito coloca unas bases sólidas para la vida espiritual del monje. Insiste sobre la oración del corazón que nace y se desarrolla en la liturgia y en la lectura de la Sagrada Escritura.
      Podemos encontrar –entre otras muchas- una serie de orientaciones útiles que existen en la Regla:
      -Para nuestras comunidades, conviene, en primer lugar, conceder a la liturgia y a la Escritura todo el lugar que le corresponde.
      -Valorizar la oración de los salmos como lugar de la presencia de Cristo[40].
      -Captar toda la importancia del lugar y del momento –principalmente a continuación de la celebración del Oficio- para meditar la Palabra recibida y dejarse transformar por Ella.
      -Recurrir a la oración breve sacada de la liturgia y de la Escritura.
      -Reconocer delante de Dios nuestra pobreza y miseria y dejarnos guiar por la Regla de S. Benito, para alcanzar, bajo la conducción de la Escritura, una profunda vida espiritual.
      Liturgia y Palabra de Dios se convierten para nosotras mismas y para todos los buscadores de Dios, en lugares de intensa experiencia espiritual y también en un lugar de encuentro con los demás hombres[41].
      Toda nuestra vida está impregnada por la Palabra de Dios que debe ser nuestro alimento diario y cotidiano en donde debemos nutrirnos. Tanto en el Oficio Divino como en la lectio, el elemento principal es la Palabra que Dios nos dirige a través de la Escritura. No podemos buscarle en otro sitio o vanos serán nuestros esfuerzos, nuestra oración personal debe ser animada por la Escritura que nos revela el verdadero rostro de Dios, de un Dios que nos ama y quiere ser correspondido.
No quiero olvidar hoy al grandísimo Cardenal Cisneros, ya que este año celebramos el Quinto Centenario de su muerte.
La Biblia políglota complutense es el nombre que recibe la primera edición  políglota de una  Biblia  completa. Iniciada y financiada por el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517).
El nacimiento de la imprenta en la década de 1450 se aprovechó enseguida para la publicación de la Biblia. Con grandes gastos personales, el cardenal Cisneros compró muchos manuscritos e invitó a los mejores teólogos de la época para trabajar sobre la ambiciosa tarea de compilar una enorme y completa Biblia políglota para «reavivar el decaído estudio de las Sagradas Escrituras».

Marina Medina Postigo
Monasterio de la Santa Cruz
2017





[1] Cf. Dei Verbum, nº 1.
[2] Dei Verbum, nº 21.
[3] Agustín Romero, Cuadernos Monásticos 131 (1973) 231.
[4] Ibidem, 233.
[5] Dei Verbum, nº 8.
[6] Ef 4, 13.
[7]Cr. Cuadernos de “Vetera Christanorum” 18, Istituto di Letteratura Cristiana Antica, Università degli Studi, Bari 1982, p. 54.
[8] 1 Jn 4, 10.
[9] Cr. Cuadernos de “Vetera Christanorum” 18, Istituto di Letteratura Cristiana Antica, Università degli Studi, Bari 1982, p. 66.
[10] Cf. B. Calati, ¡Historia salutis! Saggio di metodologia Della spiritualità monastica, Vita Monástica 13 (1959) 3-4; Id, La” lectio divina” nella tradizione monastica benedettina, Benedictina 28 (1981) 407-  438.
[11] Cf. Lc 24, 45.
[12] L. Bouyer, Parola, Chiesa e Sacramenti nel Protestantesimo en el Cattolicesimo, Ediciones Morcelliana, Brescia 1962, p. 17.
[13] Conversaciones sobre Monaquismo, Edición de la Federación de Monjas Cisterciense de España, Tarragona 1980, p. 41.
[14] Cr. Cuadernos de “Vetera Christanorum” 18, Istituto di Letteratura Cristiana Antica, Università degli Studi, Bari 1982, p. 66.
[15] Juan María De La Torre, Filocalía de los Padres Népticos, Tomo I, Ediciones Monte Casino, Zamora 2016, p. 85.
[16] Sighard Kleiner, En la unidad del Espíritu Santo. Conversaciones sobre la Regla de San Benito, Ediciones Claretianas, Madrid 1997, p. 169.
17 Luis María de Lojendio,  La oración benedictina, Ediciones Monte Casino, Zamora 1983, p. 135.
  [18]Cf. Ignacio Aranguren, Realización humana de una vida en exclusiva para la oración, Cistercium 131 (1973) 182-183.
[19] Pról. 1.
[20] Cf. Jean DE La Croix Robert, Vida monástica: ¿Vida de oración?, Cistercium 168 (1985) 58.
[21] Cf. Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II al Abad del monasterio de Subiaco con ocasión del XV centenario de su fundación, Vaticano 1999.
[22] Cf. Juan María De La Torre, Filocalía de los Padres Népticos, Tomo I, Ediciones Monte Casino, Zamora 2016, p. 82. 83.
[23] RB 43, 3.
[24] RB 52, 2.
[25] RB 52, 2.
[26] RB 52, 3. 5.
[27] RB 52, 4.
[28] Pról. 9.
[29] Pról. 9.
[30] RB 28, 3.
[31] RB 53, 9; 64, 9.
[32] RB 73, 3.
[33] Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini (30 de septiembre de 2010), 83: AAS 102 (2010), 754.
[34] RB 19, 9.
[35] RB 7, 50. 52. 54.
[36] RB 7, 38.
[37] RB 7, 11.
[38] RB 7, 18,
[39] Cf. Aquinata Böckmann, La oración según la Regla de San Benito, Cuadernos Monásticos 89 (1989) 198-207.
[40] Institutio Generalis Liturgiae Horarum, 19.
[41] Cf. Aquinata Böckmann, La oración según la Regla de San Benito, Cuadernos Monásticos 89 (1989) 207-208.

MEDITANDO LA PALABRA DE DIOS- T.O.- Ciclo II -


          “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua para que sea manifestado”. Juan el Bautista ha sido escogido para que sus contemporáneos pudieran acoger el Mesías prometido que estaba por llegar. Juan ha sido llamado a ser testigo de la Verdad, para ayudar a los hombres a salir de su egoísmo y ambición para abrirse y acoger la Verdad que está por llegar. Juan sólo piensa en anunciar al Mesías anunciado, y al principio lo hace sin conocerlo, lo que tiene su mérito; después, tal como él mismo dice, una vez que ha visto descender el Espíritu sobre Jesús, insiste con vehemencia que éste es el Hijo de Dios. Por defender este mensaje de Verdad contra viento y marea, Juan no dudará en dar hasta su vida y su cabeza rodará por  denunciar las irregularidades de la vida de Herodes.

            Esta página del evangelio es una llamada seria para nosotros que queremos ser cristianos en este inicio del siglo XXI. Plantea una vez más la realidad, el acontecimiento que es Jesús, el Mesías. Como cristianos confesamos que el hombre Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios hecho hombre, venido al mundo para ofrecer a los hombres un mensaje nuevo, mensaje que contiene una promesa de salvación, fruto del amor que Dios tiene a los hombres, que no duda en llamarlos a ser sus hijos y prometerles, para después de la muerte, una vida que no conocerá término, que llevará a su plenitud los deseos del espíritu humano.

            La figura de Jesús emerge en el panorama de nuestro mundo pero hay modos y modos de aceptar a Cristo. Hay quien le reconoce como hombre extraordinario, como pensador genial, incluso como profeta. Pero esto no basta. Él desea ser reconocido como Salvador, como Redentor, como Hijo del Padre, como Dios. Porque Él es la Palabra por medio de la cual se hizo todo y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. Él es el centro de la historia, nos ha llamado a la vida, nos conoce, nos ama, es amigo y compañero de nuestra vida. Pero es también el hombre que asumió la realidad de la vida humana, la dimensión del trabajo; él se hizo pobre, pequeño y humilde, él fue oprimido y paciente, él experimentó el dolor y el sufrimiento. Y todo esto lo hizo por nosotros, por nuestra salvación.
           
Pero es necesario admitir que incluso entre los que se reconocen como cristianos hay muchos que se resisten a dar crédito a la fe de tantas generaciones que lo proclaman muerto en la cruz y resucitado de entre los muertos. Esta historia de la victoria pascual de Jesús, de su resurrección después de haber estado en el sepulcro, hace reir a los que se creen sabios, y como en tiempos de Pablo repiten: “De este tema ya te oiremos otro día”. Pero sin fe en la victoria sobre la muerte no hay cristianismo posible.

            Sin duda creer en Jesús no siempre es fácil; porque no basta aceptar su mensaje con la mente; hay que llevarlo a la vida y ésto a menudo es duro, exige decisión y generosidad. Pero si queremos ser cristianos hemos de decidirnos en este sentido, y, como él mismo dice, cargar con la cruz cada día y seguirlo. Y cargar la cruz quiere decir buscar el bien y la verdad, la justicia y la paz, mantener el respeto hacia los demás, no rehuir los compromisos adquiridos, no anteponer nuestros caprichos a los mandamientos de Dios, que en el fondo no son sino las condiciones mínimas para que la vida en este mundo no sea una selva en la que prevale la ley del más fuerte.


            Dios nos ha llamado por nombre para que llevemos a cabo una misión concreta, cada uno la suya, pero todos dentro del plan de salvación dispuesto por Dios. Jesús ha sido llamado para ser el Siervo de Yahvé, Juan para ser Precursor, Pablo para ser apóstol de Jesucristo, cada uno de nosotros para ser discípulos de Jesús, hijos de Dios, anunciadores del la Buena Nueva del evangelio con nuestra vida. Como Jesús, como Juan, como Pablo, asumamos nuestra llamada y seamos fieles colaboradores de la gracia de Dios, para que gozar para siempre de la paz que Dios ofrece a los que creen en él.

8 de enero de 2017

FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR (A)


        “Fue Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara”. San Mateo ha evocado hoy la escena del bautismo de Jesús realizado por Juan el Bautista, en las orillas del Jordán. Juan, llamado el Bautista, invitaba a sus contemporáneos a reconocer sus pecados para prepararse espiritualmente y acoger al enviado de Dios, el Mesías, que estaba por llegar para la salvación de los hombres. Y como signo de esta conversión les proponía una ablución con agua, un bautismo, en las aguas del río, que era solamente un anuncio de la obra del Mesías. Y un día, Juan vio comparecer a Jesús de Nazaret ante él pidiendo ser bautizado. Una vez cumplido el gesto ritual, Juan, como cuenta san Mateo, contempló como se abría el cielo y el Espíritu de Dios se posaba sobre Jesús, mientras la voz del Padre proclamaba: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto”. De este modo Dios manifestaba que el hombre Jesús, el Hijo de María, era su Hijo, el enviado de Dios, que quería y podía ofrecer a los hombres la posibilidad de la salvación.

            Nosotros, los hombres y mujeres de todos los tiempos, hemos recibido de Dios la vida, con todo lo que comporta: inteligencia, voluntad, libertad, capacidad de las más variadas iniciativas. El creador del universo ha querido confiar su obra a los humanos para que, cada uno a su manera, contribuyan a su crecimiento y evolución. Pero a Dios le pareció poco todo eso, y decidió darnos lo mejor de sí mismo, invitándonos a participar de su misma vida y poder ser sus hijos por adopción. Para ello envió a su mismo Hijo para que se hiciese hombre y compartiese en todo nuestra condición humana, excepto el pecado. de Dios, y por medio del rito de nuestro bautismo nos ha dado esta posibilidad de que seamos reconocidos como hijos de Dios.

            Pero no se recibe el bautismo sólo para ser etiquetados exteriormente como miembros de la Iglesia, hijos de Dios, o cristianos. El bautismo pide por su misma esencia que vivamos como creyentes, que seamos y nos manifestemos como lo que somos, es decir como hijos de Dios. En esta perspectiva Jesús es para nosotros el modelo que hemos de imitar para vivir como hijos de Dios. De él decía hoy san Pedro que pasó haciendo el bien, es decir que, en toda su vida, buscó con tenacidad lo que es bueno, lo que es verdadero, justo y noble. Los evangelios recuerdan que Jesús repetía: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. Y este mandamiento lo concretaba más al proponer a los suyos como regla de vida: “No hagáis a los demás lo que no queréis que os hagan a vosotros”. Todo un programa de vida, de actuación.

            Pero cabe preguntarse hasta qué punto los cristianos hemos sido fieles a la voluntad de Jesús. Un repaso de la historia muestra que dos mil años de cristianismo no han logrado cambiar a la humanidad. El egoísmo, la ambición, el odio, la violencia continuan desgarrando las relaciones de los hombres, la convivencia entre los pueblos. Y tantas otras lamentables realidades que han dejado sus huellas en la vida de los pueblos. La consideración de este panorama trágico puede hacer pensar que la salvación prometida por Dios es una quimera, y que no ha servido de nada que Dios nos haya llamado a ser sus hijos.


            Dios, en su Hijo Jesucristo, ha venido a ofrecer la salvación a los hombres, pero Dios no salva a la fuerza. Dios respeta la libertad del hombre y en la medida en que éste cierra sus oídos y sus ojos, endurece su voluntad, pone obstáculos a la gracia de Dios, todo queda paralizado. Nadie gana en generosidad a Dios, siempre dispuesto a derramar sus gracias, sus bendiciones sobre los hombres; pero desea, espera, solicita de parte nuestra un mínimo de aceptación, de consentimiento. Hoy es un día propicio para reflexionar sobre nuestro bautismo y renovar nuestras disposiciones para abrirnos a Dios y tratar de vivir no según nuestros caprichos y antojos, sino de acuerdo con la voluntad de Dios que es nuestro Padre, para demostrar día a día que aceptamos ser hijos de Dios y lo demostramos con nuestro modo de obrar, buscando el bien, la verdad, el amor, la justicia y la paz.