“Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía
antes que yo. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua para que sea
manifestado”. Juan el Bautista ha sido escogido para que sus contemporáneos
pudieran acoger el Mesías prometido que estaba por llegar. Juan ha sido llamado
a ser testigo de la Verdad, para ayudar a los hombres a salir de su egoísmo y
ambición para abrirse y acoger la Verdad que está por llegar. Juan sólo piensa
en anunciar al Mesías anunciado, y al principio lo hace sin conocerlo, lo que
tiene su mérito; después, tal como él mismo dice, una vez que ha visto
descender el Espíritu sobre Jesús, insiste con vehemencia que éste es el Hijo
de Dios. Por defender este mensaje de Verdad contra viento y marea, Juan no
dudará en dar hasta su vida y su cabeza rodará por denunciar las irregularidades de la vida de
Herodes.
Esta página del evangelio
es una llamada seria para nosotros que queremos ser cristianos en este inicio
del siglo XXI. Plantea una vez más la realidad, el acontecimiento que es Jesús,
el Mesías. Como cristianos confesamos que el hombre Jesús de Nazaret es el Hijo
de Dios hecho hombre, venido al mundo para ofrecer a los hombres un mensaje
nuevo, mensaje que contiene una promesa de salvación, fruto del amor que Dios
tiene a los hombres, que no duda en llamarlos a ser sus hijos y prometerles,
para después de la muerte, una vida que no conocerá término, que llevará a su
plenitud los deseos del espíritu humano.
La figura de Jesús emerge
en el panorama de nuestro mundo pero hay modos y modos de aceptar a Cristo. Hay
quien le reconoce como hombre extraordinario, como pensador genial, incluso
como profeta. Pero esto no basta. Él desea ser reconocido como Salvador, como
Redentor, como Hijo del Padre, como Dios. Porque Él es la Palabra por medio de
la cual se hizo todo y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. Él es el
centro de la historia, nos ha llamado a la vida, nos conoce, nos ama, es amigo
y compañero de nuestra vida. Pero es también el hombre que asumió la realidad
de la vida humana, la dimensión del trabajo; él se hizo pobre, pequeño y
humilde, él fue oprimido y paciente, él experimentó el dolor y el sufrimiento.
Y todo esto lo hizo por nosotros, por nuestra salvación.
Pero es necesario admitir que incluso entre los que se reconocen como
cristianos hay muchos que se resisten a dar crédito a la fe de tantas
generaciones que lo proclaman muerto en la cruz y resucitado de entre los
muertos. Esta historia de la victoria pascual de Jesús, de su resurrección
después de haber estado en el sepulcro, hace reir a los que se creen sabios, y
como en tiempos de Pablo repiten: “De este tema ya te oiremos otro día”. Pero
sin fe en la victoria sobre la muerte no hay cristianismo posible.
Sin duda creer en Jesús no
siempre es fácil; porque no basta aceptar su mensaje con la mente; hay que
llevarlo a la vida y ésto a menudo es duro, exige decisión y generosidad. Pero
si queremos ser cristianos hemos de decidirnos en este sentido, y, como él
mismo dice, cargar con la cruz cada día y seguirlo. Y cargar la cruz quiere
decir buscar el bien y la verdad, la justicia y la paz, mantener el respeto
hacia los demás, no rehuir los compromisos adquiridos, no anteponer nuestros
caprichos a los mandamientos de Dios, que en el fondo no son sino las
condiciones mínimas para que la vida en este mundo no sea una selva en la que
prevale la ley del más fuerte.
Dios nos ha llamado por
nombre para que llevemos a cabo una misión concreta, cada uno la suya, pero todos
dentro del plan de salvación dispuesto por Dios. Jesús ha sido llamado para ser
el Siervo de Yahvé, Juan para ser Precursor, Pablo para ser apóstol de
Jesucristo, cada uno de nosotros para ser discípulos de Jesús, hijos de Dios,
anunciadores del la Buena Nueva del evangelio con nuestra vida. Como Jesús,
como Juan, como Pablo, asumamos nuestra llamada y seamos fieles colaboradores
de la gracia de Dios, para que gozar para siempre de la paz que Dios ofrece a
los que creen en él.
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