30 de diciembre de 2016

SANTA MARÍA MADRE DE DIOS


           “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor el Señor se fije en ti y te conceda la paz”. La costumbre quiere que, al inicio del nuevo año nos felicitemos mútuamente, deseándonos que nos sea propicio el año que empieza. También la liturgia quiere de alguna manera seguir esta costumbre y por esta razón se lle hoy un fragmento del libro de los Números que recuerda la solemne bendición que los sacerdotes de Israel, por encargo de Dios, pronunciaban sobre el pueblo. Bendecir significa invocar el nombre de Dios sobre el pueblo para su bien. La bendición del Señor nos recuerda cual ha sido, es y será la actitud de Dios para con nosotros: El Señor fija su mirada sobre nosotros, nos mira complacido, nos promete su protección, su favor, su paz. Dios quiera que podamos vivir este año que empieza con el convencimiento que Él nos ama y que quiere acompañarnos con su favor para colaborar en la edificación de un mundo en el que triunfen la justicia, el derecho, la libertad y la paz.

        Dios ha bendecido al hombre desde la creación y esta bendición constante ha encontrado su plenitud en la gran manifestación de amor y paz que ha sido la encarnación del Hijo de Dios. En la segunda lectura el Apóstol Pablo ha insistido en que Jesús, la Palabra hecha carne, ha asumido toda la realidad de la naturaleza humana precisamente para traer a los hombres la liberación de la ley del pecado y de la muerte, y, comunicándonos su Espíritu, dándonos la posibilidad de llamarnos y ser verdaderamente hijos de Dios y herederos de la vida eterna. Por esto podemos dirigirnos a Dios, sin temor, invocándole como Padre.

            San Pablo, al evocar el nacimiento de Jesús, ha recordado discretamente a la mujer de la que quiso nacer el Hijo de Dios, a la que con pleno derecho llamamos la Madre de Dios, Santa María Virgen. Es precisamente junto a María que los pastores de los que habla el Evangelio han encontrado al recién nacido del que les había hablado el ángel en la noche de Navidad. María, que al anuncio del ángel, abriéndose completamente a la acción del Espíritu concibió al Verbo, que en su día fue llamada por su prima santa Isabel "dichosa, porque había creído en la Palabra del Señor", la vemos hoy en actitud contemplativa, meditando en su corazón el misterio que estaba viviendo.

La maternidad de María, como enseña la tradición de la Iglesia,  es ciertamente un don divino, pero al mismo tiempo es una aventura hecha de fe y de amor, una aventura que ha conocido momentos de gran alegría, pero que no ha evitado la turbación, la dificultad, el no entender siempre las palabras o las acciones de su Hijo, el dolor finalmente que supuso estar al pie de la Cruz en el momento de la oblación suprema de Jesús. Pero en toda esta aventura resuena siempre el "fiat", el "hágase en mi" del momento de la anunciación. María nos invita a ser como ella fieles a la Palabra recibida y a no hacernos atrás en los momentos de dificultad, de obscuridad, de cruz.

            Los pastores que, después de haber recibido el anuncio del ángel, se apresuraron a constatar personalmente lo que se les había dicho acerca del Salvador, del Mesías, que viene a traer la paz a los hombres que ama el Señor, pero hallaron únicamente un signo, pobre, humilde, un niño envuelto en pañales. No obstante, aceptan el signo en la fe, y cuentan lo que se les había dicho de aquel niño, dando gloria y alabanza por todo lo que habían visto y oído.

            También nosotros, cristianos del siglo XXI, hemos visto el signo de nuestra celebración, hemos oído la Palabra de Dios. Indudablemente este signo es poca cosa si lo comparamos con todos los deseos y aspiraciones que alberga nuestro corazón. Imitemos a María, meditando en nuestro corazón las obras de Dios, imitemos a los pastores, volviendo a nuestras casas, aceptando en la fe cuanto se nos ha dicho, alabando y dando gracias a Dios, convencidos que, con su bendición, nos acompañará durante este año que hoy empieza.



25 de diciembre de 2016

FELIZ NAVIDAD

     
          “En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre”. San Juan, en el prólogo de su evangelio, lleva a su lector al principio, antes del comienzo de los tiempos, para decir que la Palabra ha existido siempre, que Palabra está junto a Dios, porqué es Dios. Desde estas alturas inalcanzables, Juan baja a un nivel más asequible, cuando afirma que aquella Palabra se ha abajado, se hizo carne, o mejor se hizo hombre como nosotros. Y utilizando una imagen muy gráfica para gente que vivía en el desierto o en la estepa, que acompañaba a sus ganados en la búsqueda de pastos, pero que dice bien poco a los hombres de la era espacial: acampó entre nosotros, plantó su tienda entre nosotros.
            Indudablemente estamos en el ámbito de la fe. Creer es fiarse de quien nos habla, es asumir lo que se nos propone aunque no se acabe de ver claro. Si se viese claro ya no sería fe. Hemos de creer pues lo que nos dice Juan y entender que sus palabras no intentan trasladarnos a un mundo ajeno a la realidad en la que vivimos. Juan intenta explicarnos la aventura de esa Palabra que estaba junto a Dios, porque era Dios, y que por medio de ella se hizo todo lo que existe, porque en ella había vida y la vida era luz para los hombres. Con otras palabras, la realidad que llamamos universo depende de esa Palabra, pues ella fue que la creó, la iluminó, le dio vida.

            A continuación recalca la relación que existe entre esta Palabra y los hombres a los cuales iba dirigida: “Al mundo vino y en el mundo estaba y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron”. Juan quiere decir que Israel, aunque esperaba al Mesías, cuando llegó no lo recibió. Y no lo recibió porque le faltaba una actitud de humilde apertura. El Mesías que se les presentó no encajaba en el proyecto que se habían hecho, no respondía a lo que ellos querían. Y vino el rechazo. Lo que se dio en Israel entonces, ha continuado dándose en los siglos siguientes. Aún hoy, son legión en el mundo los que o no han oído hablar de la Palabra, o no han querido acogerla, o la han combatido, o, simplemente, quieren ignorarla, porque sus exigencias son incómodas. Estamos ante el problema siempre actual de la fe y de la incredulidad, de la aceptación y del rechazo.

            Pero Juan deja abierta la posibilidad de que algunos, que de hecho han sido muchos a lo largo de los siglos, hayan recibido esta Palabra, se hayan abierto a ella, y así hayan recibido el poder de ser hijos de Dios, en la medida en que creen en su nombre. Estas reflexiones del evangelista invitan a plantearnos la realidad de nuestra fe cristiana. Creer en Jesús no quiere decir simplemente repetir con los labios el símbolo de la fe. Creer en la Palabra significa abrir nuestro corazón al mensaje que ofrece, dejar nuestros planteamientos egoístas y ambiciosos para acoger la ley del amor que es, en resumen, el contenido fundamental del evangelio de Jesús.


            Si la Palabra ha acampado entre nosotros, si Dios ha querido hacerse hombre es para enseñarnos a valorar lo que significa ser hombre, lo que representa cada hombre y cada mujer de cualquier raza, lengua, pueblo, cultura o mentalidad. La Navidad que celebramos nos haga más sensibles a los hermanos que tenemos al lado. Es con nuestro amor, con nuestra dedicación al prójimo que llevaremos a cabo la labor evangelizadora que Jesús ha venido a iniciar en este mundo. Queda mucho por hacer, pero si todos nos apuntamos con decisión y entusiasmo, Jesús continuará haciendo maravillas.

24 de diciembre de 2016

NOCHE SANTA -Ciclo A-


             “No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”. Estas palabras que el evangelista san Lucas pone en boca del ángel que se dirige a los pastores recuerdan los antiguos y solemnes oráculos que aparecen en la Biblia, sobre todo en el Antiguo Testamento. Ante todo la invitación a no temer. Entre los antiguos, la presencia, la cercanía de la divinidad suscitaba temor. Nuestro Dios no es así. Cuando Dios se acerca a los hombres no es para su mal, sino para su bien. Dios viene para salvar y no queda lugar para el temor, la duda o la zozobra.

          El objeto del mensaje es la noticia de que ha nacido un niño. En efecto cada nacimiento de un niño es una noticia buena porque supone que inicia una nueva vida. Pero el pueblo escogido se esperaba un nacimiento que sería el nacimiento por excelencia. Isaías lo ha dicho en la primera lectura. El profeta habla del nacimiento de un niño, llamado a sentarse en el trono de David, para ser principe de paz, para consolidar la justicia y el derecho. Este nacimiento es comparado a una luz que disipa las tinieblas, que abre horizontes, que causa alegría. Las palabras del ángel están en perfecta consonancia con la antigua promesa de Isaías.

       Pero el ángel precisa: “Ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor”. Seguramente aquellos pobres pastores oyeron el mensaje, comprendieron que se les invitaba a la alegría, pero sin llegar a profundizar el sentido de lo que se les anunciaba. A lo largo de la Escritura aparecen a menudo los términos: Salvador, Mesías y Señor. Pero su auténtico sentido, su dimensión teológica propia la adquirirán únicamente después de otra noche, la noche en que este niño que ahora nace, romperá las tinieblas de la muerte e inaugurará una nueva vida con su resurrección. Lucas pone en boca del ángel en la noche de navidad lo que será el credo de la Iglesia desde sus primeros momentos: Creemos que Jesús ha venido al mundo para ser Salvador, para llevar a término todo cuanto la Escritura prometía para el Ungido, el Mesías, para ser el Señor vencedor de la muerte y del pecado.

         Aunque los pastores no pudieron entender en todo su sentido esta lección de teología, algo muy concreto asumieron y aceptaron el signo pobre y humilde que les da el ángel, que es ver en un recién nacido, envuelto en pañales la prueba de que Dios se había acordado de ellos. Un signo pobre y humilde cierto, pero que les lleva a una fe inicial, que no les deja quietos sino que les impulsa a moverse, a acercarse a Belén para terminar dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían visto y oído.

       También para nosotros en esta noche brilla una luz: como ha dicho san Pablo en la segunda lectura, ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres. Recordemos su navidad en la humildad y pobreza, de modo que nos permita esperar su aparición gloriosa al final de nuestra existencia, para entrar con él en su reino de luz y de paz. Como a los pastores, no basta escuchar el mensaje, la buena noticia: hemos de ponernos en movimiento como ellos, empezando un nuevo modo de vivir. Como nos decía san Pablo, conviene renunciar a una vida sin amor, gastada en deseos mundanos, para empezar a llevar una vida sobria, honrada y religiosa, para ser el pueblo dedicado a las buenas obras, que Jesús ha obtenido con su entrega total a la voluntad del Padre.