24 de diciembre de 2016

NOCHE SANTA -Ciclo A-


             “No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”. Estas palabras que el evangelista san Lucas pone en boca del ángel que se dirige a los pastores recuerdan los antiguos y solemnes oráculos que aparecen en la Biblia, sobre todo en el Antiguo Testamento. Ante todo la invitación a no temer. Entre los antiguos, la presencia, la cercanía de la divinidad suscitaba temor. Nuestro Dios no es así. Cuando Dios se acerca a los hombres no es para su mal, sino para su bien. Dios viene para salvar y no queda lugar para el temor, la duda o la zozobra.

          El objeto del mensaje es la noticia de que ha nacido un niño. En efecto cada nacimiento de un niño es una noticia buena porque supone que inicia una nueva vida. Pero el pueblo escogido se esperaba un nacimiento que sería el nacimiento por excelencia. Isaías lo ha dicho en la primera lectura. El profeta habla del nacimiento de un niño, llamado a sentarse en el trono de David, para ser principe de paz, para consolidar la justicia y el derecho. Este nacimiento es comparado a una luz que disipa las tinieblas, que abre horizontes, que causa alegría. Las palabras del ángel están en perfecta consonancia con la antigua promesa de Isaías.

       Pero el ángel precisa: “Ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor”. Seguramente aquellos pobres pastores oyeron el mensaje, comprendieron que se les invitaba a la alegría, pero sin llegar a profundizar el sentido de lo que se les anunciaba. A lo largo de la Escritura aparecen a menudo los términos: Salvador, Mesías y Señor. Pero su auténtico sentido, su dimensión teológica propia la adquirirán únicamente después de otra noche, la noche en que este niño que ahora nace, romperá las tinieblas de la muerte e inaugurará una nueva vida con su resurrección. Lucas pone en boca del ángel en la noche de navidad lo que será el credo de la Iglesia desde sus primeros momentos: Creemos que Jesús ha venido al mundo para ser Salvador, para llevar a término todo cuanto la Escritura prometía para el Ungido, el Mesías, para ser el Señor vencedor de la muerte y del pecado.

         Aunque los pastores no pudieron entender en todo su sentido esta lección de teología, algo muy concreto asumieron y aceptaron el signo pobre y humilde que les da el ángel, que es ver en un recién nacido, envuelto en pañales la prueba de que Dios se había acordado de ellos. Un signo pobre y humilde cierto, pero que les lleva a una fe inicial, que no les deja quietos sino que les impulsa a moverse, a acercarse a Belén para terminar dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían visto y oído.

       También para nosotros en esta noche brilla una luz: como ha dicho san Pablo en la segunda lectura, ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres. Recordemos su navidad en la humildad y pobreza, de modo que nos permita esperar su aparición gloriosa al final de nuestra existencia, para entrar con él en su reino de luz y de paz. Como a los pastores, no basta escuchar el mensaje, la buena noticia: hemos de ponernos en movimiento como ellos, empezando un nuevo modo de vivir. Como nos decía san Pablo, conviene renunciar a una vida sin amor, gastada en deseos mundanos, para empezar a llevar una vida sobria, honrada y religiosa, para ser el pueblo dedicado a las buenas obras, que Jesús ha obtenido con su entrega total a la voluntad del Padre.


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