23 de julio de 2016

DOMINGO XVII DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo C-


            “Señor, enséñanos a orar”. Los apóstoles veían como a menudo Jesús dedicaba largos momentos a la oración, y movidos por su ejemplo se atreven a hacerle esta petición. La oración es uno de los componentes esenciales de toda forma religiosa. Jesús nace en el pueblo judío, un pueblo que siempre ha sabido orar, pues ha cultivado de modo especial la oración. Y de Jesús, la Iglesia cristiana ha aprendido a orar, como también los apóstoles aprendieron del Señor a orar. Pero en nuestra actual civilización, serpentea el deseo de aparcar el sector religioso considerándolo como innecesario para la vida cotidiana. En consecuencia, también la plegaria, a menudo substituida por el frio y protocolario minuto de silencio, va perdiendo importancia en el aprecio público. Más aún, a veces se tiene la impresión de que llegamos incluso a sentir vergüenza de orar en público.

            Jesús accede al deseo de los apóstoles. En primer lugar les enseña una forma de plegaria, que es el núcleo de la oración cristiana: el Padre nuestro. Después, por medio de dos parábolas, la del hombre que llama al amigo en horas intempestivas y la del padre que satisface las necesidades de su hijo, subraya dos características de la plegaria cristiana: la necesidad de orar sin desfallecer y la confianza en el amor que Dios nos tiene, para terminar con la solemne afirmación: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quién pide recibe, quien busca halla y al que llama se le abre”. Una lectura superficial de las palabras de Jesús podrían hacer pensar que la finalidad de la oración es simplemente un medio para arrancar de Dios la satisfacción de nuestras necesidades, o de nuestros deseos. La esencia íntima de la oración se halla en su dimensión de diálogo: el hombre se dirige a Dios con total confianza para exponer su situación, para descansar en su benevolencia, como respuesta a la amistad con Dios.

La primera lectura de hoy recordaba el diálogo que Abrahán mantuvo con Dios con el fin de salvar a los habitantes de Sodoma y Gomorra del castigo inminente que se cernía sobre ellas. Dios se presta a la insistencia de Abrahán, reduce sus exigencias porque, en el fondo, es Dios mismo el primer interesado en salvar. Aparentemente todo termina en la nada: Abrahán no ha obtenido el resultado de sus insistencias y las ciudades son castigadas. Todas las plegarias son aceptadas por Dios pero no obtienen su efecto si el objeto humano de las mismas no se presta a colaborar libremente con la gracia. Las Sodomas y Gomorras de entonces y las de hoy pueden ser salvadas si realmente hay en ellas el mínimo de justos requerido.

            La órmula de plegaria que Jesús propone a los suyos resume los temas principales que convienen a la oración cristiana. Tres de ellos se refieren sobre todo a Dios: Reconocer a Dios como Padre, santificar su nombre y buscar su reino; y tres están más a nivel humano: pedir el sustento necesario, el perdón de las ofensas y ser preservados de la tentación. Por si no bastase el hecho de haber recibido el Padre nuestro del mismo Jesús, su importancia queda subrayada por el hecho de estar presente en toda celebración eucarística, así como en la oración de la mañana y en la de la tarde en la Liturgia de las horas. Además, el pueblo creyente ha utilizado siempre esta forma de plegaria cada vez que desea entrar en contacto con el Dios de Jesucristo.


            La oración, incluso entre cristianos, a veces ha sido entendida como un medio idóneo para modificar, según las propias ideas, el curso de los acontecimientos de la vida de los individuos y de la misma comunidad. Interpretar así las palabras de Jesús no es correcto. Sabemos que Dios está siempre junto a nosotros, para darnos ánimo, confianza para afrontar las dificultades de la existencia coridiana, para sugerirnos las soluciones mejores, pero no para dispensarnos de nuestra responsabilidad, no para evitarnos el trabajo y la lucha. Las gracias, los favores, los milagros que de vez en cuando Dios dipensa son signos proféticos para asegurarnos de su presencia activa y amorosa, pero no para librarnos de nuestros deberes.

16 de julio de 2016

Domingo XVI del Tiempo Ordinario -Ciclo C-


            “Dios me ha nombrado ministro, asignándome la tarea de anunciaros a vosotros su mensaje completo: el misterio que Dios ha tenido escondido desde siglos y generaciones y que ahora ha revelado a sus santos”. San Pablo, escribiendo a los Colosenses, recuerda el misterio que Dios ha querido revelar a los hombres, y que, al llegar la plenitud de los tiempos se ha concretado en la persona de Jesús, constituído Señor y Cristo, principio de salvación para los hombres, esperanza de gloria para todo el que cree. Este misterio ha sido anunciado primero por los apóstoles, y ahora lo es por medio de la Iglesia que continua ofreciendo a todos la posibilidad de salvación.

            Acoger el mensaje de Dios, el misterio que puede darnos la salvación. He aquí el priblema, he aquí una realidad que no siempre ha sido fácil y que en estos tiempos se está manifestando cada vez más difícil. Porque por mucho que se predique la buena nueva, si los hombres no abren su corazón y su espíritu, todo es en vano. El anuncio de la palabra es necesario, imprescindible, pero es igualmente necesario disponerse para que esta palabra, cual semilla en tierra fértil, pueda germinar y dar fruto abundante. La primera lectura y el evangelio, mediante los ejemplos de hospitalidad que ofrecen, invitan a reflexionar sobre esta acogida del misterio de Dios.

            El libro de Génesis ha evocado la escena del encinar de Mambré, en la que el patriarca Abrahán, sentado junto a su tienda, ve llegar a tres desconocidos, les sale al encuentro y los convence para que se detengan, a fin de poderlos agasajar según las más exquisitas normas de la hospitalidad oriental. La escena termina con la promesa del hijo que tanto deseaba el anciano patriarca. Conviene subrayar la disponibilidad de Abrahán ante la intervención divina representada por aquellos tres personajes. La promesa que Abrahán recibe encuentra tierra abonada en el espíritu generoso y acogedor del patriarca.

            El evangelio ha evocado otro ejemplo de acogida: el episodio de Jesús en casa de Marta y María. Lucas introduce, en el relato de la subida de Jesús a Jerusalén, esta parada en la casa de las dos hermanas. Marta, del mismo modo como lo había hecho Abrahán, acoge gozosa al huesped y se ocupa en preparar todo lo necesario, mientras María, sentada a los pies del Maestro, busca alimentarse con su palabra. La escena quiere indicar a los discípulos el primado absoluto que debe tener la escucha en la fe de la Palabra del Señor, primado subrayado por el elogio que Jesús hace de María: “Sólo una cosa es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y no se la quitarán”. Sólo el que sabe escuchar lo que Dios dice estará en disposición de poder realizar su voluntad.

            Pero el elogio que Jesús hace de María no lleva consigo una depreciación de la actitud de Marta y de su prontitud en acogerle, ni una criti­ca a la hospitalidad atenta y solícita que Marta ofrece al Señor. El reproche o mejor la advertencia que Jesús hace a Marta, no se refiere a la hospitalidad en sí misma, sino más bien a la ansiedad y la preocupación por las cosas temporales, que le podría llevar a posponer, si no incluso olvidar, lo único necesario que aparece indicado en la actitud de María. Por su parte, la acogida en la fe de la palabra del Señor, que caracteriza a María, no excluye la disponibilidad al servicio generoso.

            Jesús continua haciéndose encontradizo y quiere entrar en nosotros, en nuestra casa, para ser acogido y hospedarse. Algunos no le dejan entrar o porque es un desconocido para ellos, o porque, conociéndolo, temen sus exigencias. Otros lo acogen con alegría, pero luego lo dejan solo para dedicarse a sus actividades. Abrahán y María, los dos que han escogido la mejor parte, nos muestran como hemos de acoger al Señor, de modo que podamos tener parte 

10 de julio de 2016

Feliz dia de San Benito Patrón de Europa -11- Julio



El 11 de julio la Iglesia celebra la fiesta de san Benito, declarado Patrono de Europa por Pablo VI. Nació en Nursia en el año 480, y tras recibir una buena formación en Roma, se retiró a una vida ascética en soledad, para pasar después a vivir con un ermitaño en Subiaco. En el año 529 fundó un monasterio en Monte Casino y escribió su célebre Regla, dechado de moderación y equilibrio, por lo que es venerado como padre de la vida monástica en Occidente.
Es el “hombre santo” que formó una verdadera revolución en la puesta en marcha en Occidente de un estilo de vida cristiano que perdura en nuestros días, ha dado a la Iglesia cantidad de hombres influyentes, tanto en el gobierno, como pioneros fueron en las artes. De él salió una impresionante estela de monjes que terminaron por influir en el mundo científico y en el saber teológico. Estos monjes fueron guías y maestros de pueblos en todos los campos del saber. De hecho, todos los monasterios que fundó y han seguido su Regla,  han sido a través de la historia,  centros de cultura y espiritualidad en toda Europa, primero y en todo el mundo después.