“Dios me ha nombrado ministro, asignándome la tarea
de anunciaros a vosotros su mensaje completo: el misterio que Dios ha tenido
escondido desde siglos y generaciones y que ahora ha revelado a sus santos”. San Pablo, escribiendo a los Colosenses, recuerda el misterio que Dios ha
querido revelar a los hombres, y que, al llegar la plenitud de los tiempos se
ha concretado en la persona de Jesús, constituído Señor y Cristo, principio de
salvación para los hombres, esperanza de gloria para todo el que cree. Este
misterio ha sido anunciado primero por los apóstoles, y ahora lo es por medio
de la Iglesia que continua ofreciendo a todos la posibilidad de salvación.
Acoger el mensaje de Dios, el
misterio que puede darnos la salvación. He aquí el priblema, he aquí una
realidad que no siempre ha sido fácil y que en estos tiempos se está
manifestando cada vez más difícil. Porque por mucho que se predique la buena
nueva, si los hombres no abren su corazón y su espíritu, todo es en vano. El
anuncio de la palabra es necesario, imprescindible, pero es igualmente
necesario disponerse para que esta palabra, cual semilla en tierra fértil,
pueda germinar y dar fruto abundante. La primera lectura y el evangelio,
mediante los ejemplos de hospitalidad que ofrecen, invitan a reflexionar sobre
esta acogida del misterio de Dios.
El libro de Génesis ha evocado la
escena del encinar de Mambré, en la que el patriarca Abrahán, sentado junto a
su tienda, ve llegar a tres desconocidos, les sale al encuentro y los convence
para que se detengan, a fin de poderlos agasajar según las más exquisitas
normas de la hospitalidad oriental. La escena termina con la promesa del hijo
que tanto deseaba el anciano patriarca. Conviene subrayar la disponibilidad de
Abrahán ante la intervención divina representada por aquellos tres personajes.
La promesa que Abrahán recibe encuentra tierra abonada en el espíritu generoso
y acogedor del patriarca.
El evangelio ha evocado otro ejemplo
de acogida: el episodio de Jesús en casa de Marta y María. Lucas introduce, en el
relato de la subida de Jesús a Jerusalén, esta parada en la casa de las dos
hermanas. Marta, del mismo modo como lo había hecho Abrahán, acoge gozosa al
huesped y se ocupa en preparar todo lo necesario, mientras María, sentada a los
pies del Maestro, busca alimentarse con su palabra. La escena quiere indicar a
los discípulos el primado absoluto que debe tener la escucha en la fe de la
Palabra del Señor, primado subrayado por el elogio que Jesús hace de María: “Sólo
una cosa es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y no se la quitarán”.
Sólo el que sabe escuchar lo que Dios dice estará en disposición de poder
realizar su voluntad.
Pero el elogio que Jesús hace de
María no lleva consigo una depreciación de la actitud de Marta y de su prontitud
en acogerle, ni una critica a la hospitalidad atenta y solícita que Marta
ofrece al Señor. El reproche o mejor la advertencia que Jesús hace a Marta, no
se refiere a la hospitalidad en sí misma, sino más bien a la ansiedad y la
preocupación por las cosas temporales, que le podría llevar a posponer, si no
incluso olvidar, lo único necesario que aparece indicado en la actitud de
María. Por su parte, la acogida en la fe de la palabra del Señor, que
caracteriza a María, no excluye la disponibilidad al servicio generoso.
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