8 de agosto de 2015

Domingo XIX del Tiempo Ordinario (ciclo B)


“¡Levántate, come!, que el camino es superior a tus fuerzas. Elías se levantó, comió y bebió, y, con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios”. La primera lectura evoca hoy una escena del ciclo del Profeta Elías. Aquel hombre que se distinguió por su vehemencia y vigor en la defensa de la fe en el único Dios de Israel, se nos presenta hoy cansado físicamente y moralmente deprimido, al constatar el aparente fracaso de su actividad profética. Pero Dios, que no abandona en la prueba a sus fieles servidores, prepara para Elías un alimento venido del cielo  que le da nueva fuerza y le hace capaz de llegar al monte de Dios,  donde verá confirmada su misión profética.

De modo semejante, llegada la plenitud de los tiempos, para dar un nuevo impulso de vida y de esperanza a la humanidad, cansada y desorientada, Dios envió a su mismo Hijo, que se presentó diciendo: “Yo soy el pan bajado del cielo”. Pero la afirmación de Jesús no convence a sus oyentes, más aún, les escandaliza hasta llegar a la murmuración crítica y la hostilidad. A las palabra de Jesús oponen su opinión sobre su persona: “¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice que ha bajado del cielo?”. Todos nosotros, cuando no estamos dispuestos a aceptar un razonamiento, por más pruebas o razones que se presenten, pasamos fácilmente al ataque personal, desprestigiando a quien lo propone, para quedar tranquilos en nuestra cómoda postura.

          Pero Jesús lleva la cuestión a un nivel más profundo: “Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que me ha enviado... Serán todos discípulos de Dios. Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí”. Creer es un don gratuito de Dios, y no  es lícito excusarnos diciendo que si Dios no nos concede el don de la fe estamos libres de toda responsabilidad. La fe es ciertamente un don, pero comporta también una responsabilidad de parte nuestra. Dicho de otra manera: no podemos encerrarnos en nuestra posición, culpando a Dios de nuestra resistencia a reconocer nuestra condición de criatura. Porque no siempre estamos dispuestos a escuchar, a abrirnos para cambiar, a dejarnos conducir por nuevos senderos.

          En este sentido vale la pena tener presente la recomendación que el apóstol Pablo hace en la segunda lectura, invitando a no poner triste al Espíritu Santo, a esta fuerza divina con que Dios nos ha marcado para el día de la liberación final. Hemos de ser dóciles a la acción divina, dejando de lado cualquier forma de amargura, de ira, de enfado, de toda maldad, es decir de oposición al mensaje que Jesús nos ha comunicado, no sólo con las palabras, sino entregándose por nosotros, en fuerza de su amor, como oblación y víctima de suave olor.

          Jesús sigue ofreciéndose a si mismo como pan de vida, pero no hay que entender sus palabras como intento de satisfacer necesidades corporales inmediatas. Jesús, para precisar su pensamiento, alude al mana que los israelitas recibieron de la bondad divina durante su experiencia por el desierto. No se trata de un pan material lo que Jesús ofrece. Jesús va más lejos, y no duda en afirmar que el que cree en sus palabras, el que le acepta como pan de vida tendrá vida eterna, y después de la muerte, participará en la resurrección en el último día. Jesús nos promete la vida si nos fiamos de él, para poder superar la gran prueba de la muerte, que cada día encontramos al alcance de nuestra mano.


Insiste Jesús: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá para siempre. Las palabras de Jesús no son una exhortación piadosa para consolarnos espiritualmente, sino que nos invitan a preguntarnos sobre el sentido de nuestra existencia y, sobre todo, a plantearnos el futuro que nos espera después de la prueba final de la muerte. Cierto que podemos conformarnos en asumir, más o menos estoicamente, nuestro paso por la vida, esplendida y trágica a la vez, aceptando que todo termine definitivamente cuando cerraremos los ojos corporales. Para el que no se conforme, Jesús le ofrece otra posibilidad. El precio es la fe en él. Cada uno de nosotros ha de decidir qué respuesta dar.

1 de agosto de 2015

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario (Ciclo B)


“Me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros”. Jesús dirige estas palabras a la multitud que lo busca, después de que ha comido y se ha saciado con la multiplicación de los panes y de los peces, pero que no ha entendido el significado del signo. Porque Jesús no ha venido para resolver concretos  problemas materiales, - precisamente para esto ha dado inteligencia a los hombres -, sino para ofrecerles un mensaje de salvación. Jesús invita a la gente a adaptarse a la nueva perspectiva que, como Hijo del hombre, ha venido a proponer a la humanidad.
Domingo

          Por esto, Jesús les propone hacer un esfuerzo para obtener un alimento que no perece, es decir trabajar en la obra de Dios, que no es otra cosa que creer en el enviado de Dios, Jesús el Cristo. Jesús no ha venido para pedir oraciones, abstinencias, mortificaciones u otras prácticas por el estilo, porque no busca una religiosidad externa, sino que quiere penetrar hasta el fondo del hombre. El evangelista Juan, al hablar de la necesidad de creer, precisa que creer es trabajar y esforzarse, porque la fe no siempre es fácil. Creer no consiste simplemente en una adhesión de la mente a unas verdades formuladas más o menos de modo abstracto: creer es aceptar la persona de Jesús, ponerse en sus manos, renunciar a todo para dejarse guiar e iluminar por Él.

Se ha dicho que creer es dar la mano, poniéndose a disposición de Dios. Para ello es preciso estar seguros de que Dios nos ama y que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene y necesitamos. Por otra parte, creer no es renunciar a la razón, no es abandonarse a un pasivismo fatalista, a un conformismo cómodo que evita asumir responsabilidades, con la excusa de que Dios correrá con la iniciativa. De hecho, sólo puede creer quien es consciente de su propia pobreza, de su indigencia, de sus propios límites, de las tinieblas que lo sumergen. Por eso creer es un trabajo y un trabajo no fácil. La experiencia personal lo enseña.

          “¿Qué signo haces?” le dicen a Jesús. Acaban de comer hasta saciarse y piden un signo. Y se les ocurre evocar al maná, al alimento que Israel recibió de la mano de Dios durante la travesía del desierto, mientras se iba formando como pueblo escogido. Es el tema que ha sido recordado en el fragmento del libro del Éxodo de la primera lectura. Con paciencia, Jesús  explica que el maná, llamado también pan del cielo, no era más que un signo que anunciaba el verdadero pan del cielo, que es Jesús: “Yo soy el verdadero pan de vida, que baja del cielo y da vida al mundo. El que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí no pasará nunca sed”.

          Es fácil juzgar a aquella gente que pide signos, pero que apenas obtienen uno, ya piden otro nuevo. También nosotros tenemos signos que nos invitan a la fe, pero no nos bastan, y buscamos algo más tangible, algo que nos convenza. En el fondo es que tenemos miedo de caer en manos de Dios, de dejarnos a nosotros mismos para ser de él, para dejar que conduzca nuestra vida, no según su antojo, sino en la medida de su amor, del amor de aquél que por nosotros no dudó en entregar a su propio Hijo, que acabó en la cruz, para nuestra salvación.


          El evangelista pone en labios de la multitud, como colofón del diálogo sostenido con Jesús, una magnífica plegaria: “Señor danos siempre de ese pan”. Probablemente aquella gente no era plenamente consciente de lo que significaban aquellas palabras, pero nosotros hemos de serlo. Este pan que necesitamos lo describe hoy San Pablo en el fragmento de la carta a los Efesios: Si hemos aprendido a Cristo, nos decía, si creemos en Él, no podemos seguir comportándonos como gentiles. Es necesario no dejarnos dominar por la vaciedad de criterios ni por el hombre viejo, que nos hace buscar únicamente el placer. Urge pues  abandonar el anterior modo de vivir, para renovarnos en la mente y en el espíritu, vestirnos de la nueva condición humana, creada por Jesús a imagen de Dios, según la justicia y la santidad verdaderas. 

25 de julio de 2015

DOMINGO XVII Tiempo ordinario (ciclo B)

      
      “Subió Jesús a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Levantó los ojos y al ver que acudía mucha gente, dice a Felpe: ¿Con qué compraremos panes para que coman éstos? Lo decía para tentarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer”. El evangelio de san Juan recuerda cómo Jesús, consciente de la situación de quienes le han seguido en aquel descampado, los hace sentar en el campo, toma unos panes y unos pocos peces que tenía a mano, dice la acción de gracias y los reparte a todos los presentes. Aquellos pocos panes y peces no sólo bastaron para satisfacer el hambre de aquella multitud, sino que sobraron doce canastas, como dice el evangelista.

          En este relato Jesús es el principal protagonista. La multitud, los discípulos, los mismos panes y peces multiplicados quedan en una discreta penumbra. Lo importante es proclamar que Jesús es el enviado de Dios que, en el cumplimiento de su misión, propone un signo, para que se acepte su mensaje y se actúe en consecuencia. Jesús no ha venido para multiplicar panes y peces para saciar a cinco mil hombres, porque su misión no es resolver los problemas del hambre del mundo, como tampoco es su misión curar a todos los enfermos, resucitar a todos los muertos. Sus signos, sus milagros como se les llama habitualmente, son simplemente gestos destinados a despertar la atención y disponer al espíritu para poder acoger su mensaje.

          La lectura del relato de la multiplicación de los panes y peces no agota el sentido del acontecimiento. Del mismo modo que Jesús siente piedad de aquellas cinco mil personas, que por querer escuchar sus enseñanzas han quedado sin provisiones, no puede quedar indiferente ante situaciones mucho más graves. En efecto, un grito angustiado resuena hoy en muchas partes del mundo. Hay hambre de pan y sed de agua, mueren muchas personas porque nadie les da aquel mínimo necesario para subsistir, a pesar de que muchos, países enteros, ricos y potentes, abundan en todo, e incluso lo malgastan. Pero para mantener un orden establecido, un orden que asegure el bienestar a unos pocos, se olvidan aquellos lamentos. Jesús no es indiferente al sufrimiento y a la necesidad de los hombres. Es en  este sentido hemos de entender la pregunta que hace a Felipe: “¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?”. Lo que dice Jesús va más allá de aquel preciso momento, tiene un alcance más amplio. Jesús trata de involucrar a sus discípulos, y en ellos a todos los que creerán en él en el futuro. Jesús quiere hacernos conscientes de los problemas planteados, como los problemas de la alimentación de la humanidad, cuestión de urgente actualidad, cuya solución depende ciertamente de medidas técnicas que entran de lleno en las capacidades del hombre, pero que requieren una buena dosis de amor a los semejantes y de espíritu de colaboración.

          Ante situaciones semejantes, el discípulo de Jesús, aunque de entrada sienta una real impotencia, en cuanto no puede solucionar nada por si mismo, por mucha buena voluntad que posea, si que puede ser fermento para sensibilizar a los demás, a la sociedad y lograr que lo que parecía imposible pueda llegar a ser una realidad. En una noche oscura, una cerilla encendida no resuelve nada. Si miles de personas encienden cada su cerilla, la tiniebla disminuye. Si cada uno de loa hombres y de las mujeres se deciden a aportar sus pequeños cinco panes, sin duda el Señor podrá intervenir de nuevo y hacer posible lo que antes parecía inalcanzable.

          En los domingos siguientes la liturgia nos invitará a leer y meditar el largo discurso del capítulo sexto del evangelio de san Juan,  en el que se nos hablará de Jesús como “pan de vida”, es decir, un pan capaz de suscitar y mantener vida en sentido espiritual: por la fe, primero, por el sacramento de la fe que es la Eucaristía, después. Sólo desde esta perspectiva se explica que Jesús haya aceptado el riesgo que supuso dar de comer a cinco mil personas, pues un gesto semejante podía suscitar reacciones populares desmesuradas, como indica el mismo evangelista al decir: “Iban a llevárselo para proclamarlo rey”. La misión de Jesús es de largo alcance y reclama nuestro compromiso para participar en la obra de salvación que el Padre le ha encomendado.