29 de junio de 2015
ARTÍCULOS: San Bernardo y "El Cantar de los Cantares"
ARTÍCULOS: San Bernardo y "El Cantar de los Cantares": SERMÓN 20 DE SAN BERNARDO Nació en Borgoña (Francia) el año 1090. Fue el principal propulsor de la reforma cisterciense, promotor de la...
27 de junio de 2015
DPMINGO XIII (Ciclo B)
“Dios
no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Dios creó al hombre para
la inmortalidad”. Así de claro habla el autor del libro de la Sabiduría , un judío del
siglo primero antes de la era cristiana, que conocía bien tanto el contenido de
la revelación mosáica del pueblo judío, como la cultura helenística de los
pueblos vecinos. Es realmente importante subrayar esta presentación positiva
del Dios en el que creemos, como autor y amigo de la vida. Y también es hora de
desechar como falsa la imagen que, demasiadas veces, se ha propuesto de Dios
como un ser celoso de sus privilegios, sólo preocupado en imponer mandatos,
sanciones o condenas a los pobres mortales. Nuestro Dios no es Dios de muerte,
de sufrimiento, de dolor o angustia, sino un Dios de vida. Y aunque pueda
parecer contradictorio, esta verdad aparece proclamada definitivamente en la imagen de Jesús clavado en la cruz, que
está proclamando que él se dejó crucificar para vencer a la muerte, al dolor, a
la enfermedad, para darnos una esperanza segura de vida que no puede ser
destruida por la muerte.
En este mismo sentido hemos de entender
el relato que hoy nos propone el evangelista san Marcos, al evocar a dos
personas angustiadas que se acercan a Jesús: una pobre mujer enferma que padecía
flujos de sangre, y a un preocupado padre que temía perder a su hija. Los dos casos
trascienden la anécdota concreta de
aquellos personajes y muestran a Jesús como el enviado de Dios venido para
anunciar a su pueblo la superación tanto de la enfermedad como de la muerte. En
esta misma línea Jesús no dudará, un día, en afirmar categóricamente: “El que
cree en mí tiene vida eterna”. Pero el mensaje de Jesús no es una panacea fácil
para resolver los pequeños problemas de cada individuo, sino que se refiere a
la salvación de toda la humanidad, y permanece válido para todos los que tienen
fe, que creen de verdad en las palabras de Jesús.
Es instructivo acercarse a los dos
personajes que centran hoy el relato evangélico. En primer lugar, la mujer que,
preocupada por la enfermedad que le aquejaba y, seguramente, recordando lo que
se contaba de aquel Maestro, se atreve a pensar que tocando el vestido de Jesús
podría verse curada. Y armándose de valor alarga la mano hasta tocar la ropa
del Maestro: se realiza el prodigio y Jesús le dice: “Hija, tu fe te ha curado.
Vete en paz y con salud”. En segundo lugar, el padre, personaje importante en
la sinagoga local, que angustiado por la inminente muerte de su hija, no duda
en salir en busca de Jesús, el cual le dice simplemente: “No temas, basta que
tengas fe”. Y por haber creído en las palabras de Jesús pudo abrazar de nuevo a
su hija viva y curada.
Pero creer no es fácil. Lo sabemos
todos por experiencia. Más aún: creer es difícil, porque creer significa darse,
entregarse, hacer confianza, lanzarse al vacío, convencidos y seguros de que
Dios nos recibirá en sus manos, nos acogerá y nos salvará. La fe no se vende ni
se compra, no existen fórmulas para explicarla o recomendarla. Se trata de una
aventura personal, arriesgada sin duda, pero grávida de consecuencias. Tanto
que de nuestra fe depende en realidad el mismo sentido de toda nuestra
existencia.
Las enseñanzas de la Palabra de Dios que se nos
proponen hoy podrían parecer una broma del mal gusto a la luz de las noticias
que los medios de comunicación ofrecen continuamente. Vivimos en un mundo
caduco, imperfecto, en el que lo negativo deja sentir con fuerza su presión,
pero es en medio de este mismo mundo perecedero y fugaz que la voz de Dios nos
llama a la vida y a la esperanza. El gran don de la vida que disfrutamos tiene
fijado ciertamente el término ineludible que es la muerte. Y la muerte va
acompañada por la enfermedad, el dolor y el sufrimiento, que ensombrecen el
paso de nuestra vida presente. Y estos rasgos negativos, a pesar de todos los
adelantos de la ciencia, han jugado, juegan y continuarán jugando un papel
importante en el esfuerzo del hombre por someter y dominar la tierra y
contribuir en la evolución de la misma creación. Ante esta realidad,
cimentados sobre nuestra fe en Jesús,
no hemos de resignarnos a perderlo todo, sino que esperamos, más allá
del umbral de la muerte, una nueva realidad, que asegurará una continuidad en
nuestra historia. Hoy se nos invita a creer decididamente en Jesús, que entregó
su vida para obtener la victoria sobre el pecado y la muerte, diciendo a todos
los hombres y mujeres del mundo que la vida que Jesús ofrece no acaba, sino que
continúa más allá de la muerte y de la enfermedad.
20 de junio de 2015
DOMINGO XII (Ciclo B)
“Maestro, ¿no te importa que nos
hundamos?”. El grito, que una fuerte tormenta en el pequeño lago de
Galilea, arrancó de los angustiados discípulos
de Jesús, se ha repetido infinidad de veces, todas las veces que los
humanos se han visto amenazados pensando que llegaban a su fin. Es el grito que
resuena siempre que pensamos que Dios duerme y no se da cuenta de nuestros
trabajos y luchas. Jesús, como recuerda san Marcos, después de dejar a la
multitud que le había escuchado, decidiendo pasar a la otra orilla del lago
junto con sus discípulos, habiendo quedado dormido durante el viaje, es
despertado por los discípulos sobresaltados por una inesperada y violenta
tempestad. De pie, Jesús se dirige al viento y al mar y sobreviene una gran
calma. El hecho era insólito y su importancia queda reflejada en la reflexión
final: “¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”.
En la mentalidad del pueblo de
Israel se entendía la potencia de Dios dominando y poniendo límites a las aguas
revueltas. En los textos bíblicos, junto al mar como símbolo del mal, las
tempestades y las olas evocaban las tentaciones del justo. Jesús se impone con
autoridad al viento y al mar: de esta manera aparece como el Hijo de Dios, el
salvador, que va a inaugurar la nueva creación. Al describir el gesto de
levantarse del sueño, el evangelista utiliza el mismo término que utilizará
después para hablar de la resurrección. La tempestad calmada es una alusión al
gesto definitivo de la Pascua, cuando, despertándose del sueño de la muerte, Jesús
inicia la nueva creación, después de haber vencido el pecado, el dolor y la
muerte.
Pero no es éste el único mensaje de
la tempestad calmada. Marcos ha subrayado el miedo y la zozobra de los
discípulos ante los elementos desencadenados. La angustia les lleva a despertar
a Jesús, cuya presencia en medio de ellos, aunque dormido, no les bastaba. De
ahí la recriminación de Jesús: “¿Por qué sois cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. En
efecto, no obstante las repetidas enseñanzas, confirmadas con los signos y
milagros, los discípulos demuestran una grave falta de fe. No han entendido que
la presencia de Jesús es garantía suficiente de salvación, más aún, la
desconfianza que manifiestan indica cuanto les costará entender que la
salvación realizada por Jesús no elimina de por sí las pruebas y dificultades.
Más aún, la salvación sólo podrá ser una realidad en la medida que Jesús acepte
la gran tentación, la gran prueba de su pasión y muerte, contando únicamente
con Dios y su potencia. El evangelista, al presentarnos la tempestad
calmada invita a una fe total en Jesús,
una fe que ha de abrazar toda la vida del creyente, para permitirle así superar
cualquier tipo de miedo y de angustia ante las dificultades que amenazan
arrollar nuestra misma existencia.
Y lo que se afirma del creyente hay
que entenderlo también de la Iglesia. Vivimos en un mundo que sufre las
consecuencias de la injusticia, del odio y de la violencia. La voz de la
Iglesia, como testigo de Jesús y de su mensaje, no siempre es escuchada; más
aún, su prestigio parece que vaya debilitándose. No es de extrañar pues que, a
menudo, nos asalte el temor y la zozobra, y con los discípulos gritemos: “Maestro,
¿No te importa que nos hundamos?”. Y Jesús repite siempre la misma respuesta: “¿Por
qué sois cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”.
El mismo mensaje lo encontramos en
la segunda lectura: el apóstol Pablo, escribiendo a los Corintios, ha recordado
cual es el motivo que sustenta toda su actividad: su fe en el amor que Jesús ha
manifestado muriendo en la cruz por todos los hombres, para que tengan vida y
la tengan en abundancia. Este amor impulsa a Pablo a darse totalmente, a vivir,
no para sí mismo, sino para Jesús. Pablo desea que todos los que, por el
bautismo, han participado en la vida de Jesús, se comporten de tal manera que
dejen vivir en si mismos al que por nosotros murió y resucitó, no siguiendo ya
sus propios criterios o intereses, sino conformándose con Jesús.
Una vida semejante solo es posible
en la medida en que el cristiano, por la fe, acepte el misterio pascual de Jesús,
misterio que entraña muerte y resurrección. Tratemos pues de conocer a Jesús no
con criterios humanos sino entrando en el misterio de la fe, de tal manera que
su vida llegue a ser nuestra vida, y así podamos obtener frutos de salvación y
ser en Jesús una criatura nueva.
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