“Te doy gracias, Padre, Señor de
cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se
las has revelado a la gente sencilla”. Estas palabras que el evangelista Mateo
pone en labios de Jesús dejan entrever las dificultades que encontraba en su
ministerio, ya que de hecho ha obtenido un fracaso entre los sabios y entendidos
de Israel, es decir las autoridades religiosas del pueblo. Hablar de un fracaso
de Jesús puede parecer una exageración, y, sin embargo, una lectura atenta del
evangelio permite constatar cómo Jesús, en varios momentos de su existencia, tuvo
conciencia de que su obra no era aceptada
por aquellos a quienes se dirigía, y que muchos de los llamados se hacían
sordos a su palabra y oponían una resistencia real y decidida al mensaje que
se les ofrecía. Las autoridades religiosas de Israel, que eran conocedores, al
menos teóricamente, de la Ley y de los profetas, habrían debido interpretar el
mensaje que suponía el ministerio del Maestro de Nazaret en el conjunto, pero
no lo hicieron, y así quedaron fuera del camino proclamado por Jesús, que
pasaba a ser herencia de la gente sencilla.
En
la primera lectura de hoy, el profeta Zacarías hablaba del rey que estaba por
venir y que sería un rey justo y victorioso, pero al mismo tiempo modesto,
montando un pollino, no un caballo
arrollador. Porque en los planes de Dios, la venida de Jesús, la Palabra
hecha carne, no había de ser como una marcha triunfal, acompañada de victorias
sobre sus contrarios, sino un pasar sencillo pero firme, lento pero eficaz,
silencioso pero capaz de transformar el mundo y los hombres. Si nos fijamos
bien Jesús mismo lo indicó en la escena de las tentaciones en el desierto: Jesús
quiere seguir los senderos señalados por el Padre, no los que propone el
tentador: y así rechaza convertir las piedras en pan, dominar por la fuerza el
mundo o maravillar a las multitudes con gestos extraordinarios.
Desde
esta perspectiva, no puede sorprender la afirmación que Jesús hace hoy en el
evangelio: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Salta a la
vista la diferencia entre Jesús y el modo como se comporta con nuestro mundo.
Los hombres buscan ser potentes dominadores de sus hermanos, se busca la
influencia y la sujección sobre todos, y para ello no se duda en jugar con los
bienes naturales, especulando sobre el hambre, la miseria y la misma dignidad
de millones de hombres y mujeres. Cuando Dios creó el mundo, dice el libro de
Génesis que Dios consideróa muy bueno todo lo que había hecho. Pero intervino
el hombre y desbarató la obra de Dios de tal manera que Dios, para rehacerla,
tuvo que enviar a su propio Hijo, y lo dejó en manos de estos mismos hombres
que intentaron aniquilarlo, obteniendo en cambio la salvación del mundo. Jesús
se ofrece a todos y en especial a los que sufren: “Venid a mí todos los que
estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Mi yugo es llevadero y carga
ligera”.
Jesús, al expresarse de este modo,
no pretende suprimir cualquier obligación moral. Jesús no ha venido a predicar
un anarquismo de costumbres éticas, una permisividad ilimitada, a declarar
lícito lo que es intrinsecamente contrario a la ley de Dios. Así Jesús insiste
con especial firmeza en recordar los mandamientos de Dios, que no son
caprichos de la divinidad para fastidiar a los humanos, sino son normas básicas
para la convivencia de los hombres. En efecto, los mandamientos no son un intento de esclavizar al hombre
conculcando su dignidad y su libertad. Los mandamientos son una ayuda para
evitar que la sociedad se convierta en una selva cruel y despiadada en la que
prevalezca la ley del más fuerte. El yugo de la ley de Jesús, que ha de
aceptarse y vivir en el amor, no es un yugo pesado y agobiante. Se trata de un
yugo llevadero, de una carga ligera, en cuanto invita de hecho a imitarle, a
seguirle, a amarle a él y por él al Padre, y por él a los hermanos. Es
importante recordar ésto en el momento en que vivimos, en el que parece que el
aprecio de la dignidad del hombre requiera suprimir cualquier esfuerzo moral, y
en cambio dar rienda suelta a los instintos naturales, como si eso fuera
muestra de respeto por la libertad de cada ser humano. Abrámonos al Espíritu de
Dios, para que nos haga aceptar el yugo ligero que Jesús propone y de esta
manera poder participar en la redención que ha venido a ofrecer a todos los
hombres.
J.G.