El que acepta mis
mandamientos y los guarda, ese me ama; al que me ama, lo amará mi Padre, y yo
también lo amaré y me revelaré a él. Con estas afirmaciones, Jesús relaciona dos conceptos que tienen poco
de común: amor y mandamientos. El amor, de por sí, tiene exigencia de libertad.
Amamos a quien queremos amar y nadie puede obligarnos a amar a la fuerza a una
determinada persona. Del mismo modo el amor, el amor auténtico, no puede
comprarse con dinero. Pero Jesús establece una relación estrecha entre el amor,
amarle a él, y la aceptación teórica y práctica de sus mandamientos. Por otra
parte, la noción de mandamiento, de precepto, supone una cierta imposición desde
fuera, conduce al terreno de la ley, de la norma y entraña de alguna manera una
disminución de la libertad de la persona. Así, amor y mandamientos parecería
que estan en contraposición.
Pero en el fondo esta antítesis
apuntada entre amor y mandatos tiene una salida correcta, que, sin forzar
ninguno de los dos términos, permite ver como encajan y se complementan. El
amor es de por si libre, ciertamente. Pero al mismo tiempo es cierto también
que entre dos personas que se aman, si el amor es auténtico, existe una sincera
voluntad de complacer al otro, de evitar cuanto pueda desagradarle, de buscar
todo lo que puede satisfacerle. En este sentido, Jesús que nos ofrece su amor,
que nos invita a vivir y crecer en el amor, nos indica qué hemos de hacer para
permanecer en su amor y agradarle: cumplir sus mandamientos. Él mismo nos dice
de que mandamientos se trata: amar a Dios con todas nuestras fuerzas, y al
prójimo como a nosotros mismos, o mejor, como él nos ha amado.
Hay que reconocer que la propuesta es
árdua. Reclama un esfuerzo no fácil de parte nuestra. Pero no nos deja solos, a
merced de nuestra debilidad. Viene en nuestra ayuda. Nos ofrece su Espíritu, el
Espíritu del Padre, el Espíritu de la verdad, que, cual defensor y ayuda,
estará junto a nosotros, vivirá con nosotros. Nosotros, los que, después de
tantos siglos, hemos creído en Jesús por la palabra de los apóstoles, no
estamos en condiciones de inferioridad respecto a la generación que vió y palpó
al Jesús, resucitado de entre los muertos. No estamos huérfanos ni
desamparados: el vacío dejado por la presencia del Jesús en carne, ha sido
colmada por la presencia del Espíritu. Es el Espíritu que nos enseña que Jesús
está con el Padre, nosotros con Jesús y él con nosotros.
La primera lectura ha evocado un
ejemplo de la actividad del Espíritu. El diácono Felipe, en fuerza del
Espíritu, predicó el mensaje de Jesús entre los samaritanos. El Espíritu obraba
signos y enfermos y poseídos eran curados. La alegría inundaba aquellas
multitudes, que, bautizados en nombre de Jesús, recibieron después el Espíritu
Santo, por la imposición de las manos de los apóstoles Pedro y Juan. El
Espíritu continua trabajando en la Iglesia, la asamblea de los creyentes, si
bien no de la misma forma externa cómo lo hacía en los primeros momentos. Es en
virtud del mismo Espíritu que, en cada celebración eucarística, proclamamos el
mensaje pascual, que es Jesús resucitado, entramos en comunión con él y
recibimos la fuerza del mismo Espíritu, que confirma nuestra unidad eclesial y
nos prepara para dar testimonio de nuestra fe en la vida de cada día.
San Pedro, en la segunda lectura, habla
hoy de esta faceta del ser cristianos, es decir de estar siempre prontos para
dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pidiere. La experiencia
enseña que, cuando llegan las contradicciones, cuando las pruebas nos ahogan,
cuando nos damos cuenta que la realidad está lejos del proyecto que nos
habíamos prefijado, la fe y la esperanza se convierten en un bagaje pesado, y
nos asalta el deseo de prescindir de ellas. O también puede suceder que la
confesión de nuestra fe nos haga sentir ridículos ante quienes se enfrentan con
la vida al margen de toda fe o creencia. En estas circunstancias la palabra de
San Pedro nos recuerda cómo Jesús asumió la muerte, compendio y terminación de
todo sufrimiento. Murió en la carne, que es cómo decir aceptó el fracaso desde
el punto de vista humano, pero volvió a la vida por el Espíritu. Quienes
confesamos hoy a Jesús resucitado, fortalecidos por el Espíritu que nos
comunica, sepamos dar razón de nuestra esperanza, de modo que los misterios que
celebramos transformen nuestra vida y se manifiesten en nuestras obras.