“No perdáis la
calma, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas
estancias. ¿Si no fuera así, os habría dicho que me voy a prepararos sitio”. El evangelista
pone en labios de Jesús el discurso que tuvo en la cena en la noche del Jueves
Santo, y es un texto que respira un clima de despedida. Jesús invita, ante todo,
a no perder la calma ante los acontecimientos que se avecinan, a no desmayar en
la fe en Dios y en la fe en el mismo Jesús: ¡Es tan fácil hacerse atrás cuando
las cosas no salen como deseamos o no responden a lo que nos habíamos figurado!
Haciendo intervenir en dos ocasiones a los apóstoles, a Tomás y a Felipe
concretamente, el evangelista confiere una viveza extraordinaria al discurso de
Jesús, con el que se está despidiendo de los suyos. Jesús ha venido para
revelar el Padre a los hombres, y ahora, una vez terminada su misión, regresa
al Padre, no para olvidarse de los suyos, sino para preparar un lugar para los
que han aceptado su mensaje, a fin de que estén siempre con él. Hay un camino
que permite seguir a Jesús, que permite llegar al lugar preparado, un camino
que lleva a la verdad y a la vida. Los apóstoles deberían conocerlo, ya que es Jesús
mismo.
Entre
lineas es fácil entender que Jesús está pidiendo a los suyos su colaboración:
que continuen la obra que ha él ha empezado: les dice que mantengan la fe en
Dios y la fe en él, que den testimonio del Padre, que sigan el camino que es él
mismo. Jesús se va, pero de alguna manera se queda y, a través de sus
discípulos continuará su obra de salvación. El evangelista añade aquí algo que
puede sorprender: “El que cree en mí, también él hará la obras que yo hago, y
aun mayores”. Continuar la obra de Jesús en todo el mundo, hacerla llegar hasta
los confines del orbe, a lo largo de la historia, sin ceder a las presiones de
amigos o de enemigos, manteniendo con fidelidad el mensaje: he aqui la obra
que, de alguna manera, se puede decir que es más grande que la obra llevada a
cabo por Jesús en sus andanzas por tierras palestinas.
La
dimensión real de la obra que Jesús ha encomendado a sus discípulos, es decir a
la Iglesia, la ha descrito de modo poético y solemne la segunda lectura. El
autor de la carta recoge una serie de imágenes que en el Antiguo Testamento se
predicaban del pueblo de Israel, para aplicarlas ahora a la Iglesia, a la
familia de los salvados, al nuevo pueblo que los apóstoles, anunciando a Jesús,
han reunido para enseñarles el camino de la salvación. El apóstol presenta a la
Iglesia como una construcción, que tiene por cimiento la piedra viva que es Jesús,
desechada por los hombres, pero escogida por Dios, y, edificada con todos los
que hemos sido escogidos para ser también piedras vivas. Lo que se construye es
un edificio sagrado, un templo del Espíritu, en el cual estamos llamados a
ejercer un sacerdocio sagrado que ofrece sacrificios espirituales aceptos a
Dios. Somos una raza elegida, un sacerdocio real, una nacion consagrada, un
pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que nos ha hecho salir
de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa.
Estas
imágenes, aptas para comprender la dignidad de nuestra condición de cristianos,
no han de hacernos olvidar la realidad humana de la Iglesia. Sería un error
pensar que el nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia, sea una sociedad
perfecta, en la que han dejado de existir el pecado y la injusticia. La primera
lectura evoca un ejemplo eloquente. En los primeros momentos despues de
Pentecostés, aun fresca la unción del Espíritu, hubo quejas y protestas entre
los discípulos: los de lengua griega criticaban a los de lengua hebrea,
echándoles en cara parcialidades en la distribución de alimentos a los
necesitados. A lo largo de la historia ha habido de todo: discusiones, cismas,
herejías, persecuciones e incluso guerras de religión. Pero a pesar de todo, o
mejor, precisamente por esta debilidad humana de la Iglesia, el mensaje de Jesús
está ahi, invitándonos a la conversión, a decidirnos de una vez a seguirle. Los
apóstoles en esta ocasión de esta controversia recuerdan los puntos básicos de
lo que ha de ser la obra de la Iglesia: dedicación a la oración y a al servicio
de la palabra, por una parte, y por otra el servicio en el amor de los
hermanos. Cada uno en el lugar que nos corresponde por vocación, vivamos la
realidad de la Iglesia, siguiendo el camino que Jesús nos ha trazado y que
conduce a la verdad y a la vida.
J.G.
No hay comentarios:
Publicar un comentario