Yo, en cambio,
os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad
por los que os persiguen y calumnian. Jesús proclama hoy un aspecto típico,
característico de la fe cristiana, como es el amor a los enemigos. Es éste uno
de los puntos más difíciles del mensaje del Evangelio, porque, en efecto, todos
llevamos escrito en las fibras de nuestro ser el instinto de la defensa, que
nos lleva a reaccionar vivamente delante de la injusticia de cualquier tipo que
se nos puede hacer. A veces, los que queremos considerarnos cristianos,
tratamos de acomodar de alguna manera la exigencia de Jesús, cuando, ante una
realidad de ofensa o de injusticia, afirmamos, creyendo ser verdaderamente
generosos: Yo perdono, pero no olvido. Pero si somos sinceros con nosotros
mismos, hemos de reconocer que esta actitud no va de acuerdo con lo que dice
Jesús, que invita a hacer el bien e
incluso a orar por quienes nos hacen sufrir. Jesús no sólo nos lo ha enseñado
con sus palabras, sino sobre todo con su ejemplo: clavado en la cruz, decía al
Padre: “Perdónalos, que no saben lo que hacen”.
La
reacción violenta, expresada por el odio y la venganza, ante una ofensa
recibida, aparece en la historia del hombre desde sus comienzos. Para poner un
cierto freno a la venganza incontrolada, aparece ya en la antiguedad una ley,
la ley del talión, universal en el mundo de entonces y recogida en casi todas
las legislaciones de aquel tiempo, que la misma Biblia expresa con la frase
famosa: “Ojo por ojo, diente por diente”. Una ley dura, si se quiere, pero que
intentaba moderar la crueldad innata en el hombre.
La primera lectura de hoy, sacada del
libro del Levítico, que recoge la legislación más antigua de Israel, propone con toda claridad el
precepto del amor al hermano, es decir a todos los miembros del pueblo de
Israel. Este precepto intentaba educar al hombre de cara a las ofensas que la
vida pueda ofrecer. La tendencia humana a la rebaja, en la tradición rabínica,
completó el precepto divino con un complemento humano: amarás al prójimo y
aborrecerás al enemigo.
Ante
esta situación, que podemos decir de sentido común, Jesús proclama
solemnemente: “Yo, en cambio, os digo”. Y razona de manera irrefutable: “Si
amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? Si saludáis sólo a vuestros
hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? Los paganos, los que no creen en Dios,
hacen ya ésto”. En cambio, nosotros, si de veras queremos seguir a Jesús, hemos
de ser diferentes. Y la razón es, sencillamente, porque estamos llamados a ser
hijos de Padre que está en el cielo, que hace salir su sol y manda su lluvia, a
todos, buenos y malos. Hemos de ser perfectos como nuestro Padre es perfecto.
San Pablo, en la segunda lectura,
abundando en el mismo sentido, afirma que, por el hecho de haber sido
bautizados, somos templo de Dios, que el Espíritu de Dios vive, actúa en
nosotros. Destruir o profanar un templo, morada de la divinidad, se ha
considerado siempre un delito enorme. Si acogemos en nuestro corazón el odio,
el aborrecimiento, el desprecio, o incluso la indiferencia hacia aquellas
personas que nos han ofendido, maltratado, calumniado, ponemos en entredicho
nuestra condición de hijos de Dios, expulsamos de nosotros el Espíritu de Dios,
profanamos su templo, que somos nosotros.
Es dura esta doctrina, dijeron una
vez los judíos, al escuchar a Jesús. Quizá también en nosotros apunta un
razonamiento semejante. Es dura ciertamente la invitación a amar a quien nos ha
ofendido, pero Jesús nos ha dejado, en primer lugar, su ejemplo y nos da en sus
sacramentos la fuerza necesaria para imitarle y para enseñar a aquellos que no
creen la fuerza del Evangelio. Mirad como aman, se decía de los primeros
cristianos, cuando eran perseguidos y maltratados. Ojalá en un mundo en el que
no falta la injusticia y el odio pueda decirse lo mismo de nosotros, que
pretendemos ser cristianos: que sabemos amar como Jesús nos enseñó.