21 de octubre de 2016

XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


       A algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:  Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. La parábola del fariseo y del publicano es sencilla en su estructura, pero densa de contenido. Sin duda, cuando fue pronunciada, debió parecer desconcertante para sus oyentes, dado que ponía en entredicho el modo de pensar de la gente corriente.

            Los fariseos eran un grupo religioso, formado por hombres que habían entregado su vida a Dios y a la observancia de su ley, que estudiaban con amor y meticulosidad. En principio, modelos de piedad, de oración y de fidelidad, eran admirados por el pueblo sencillo, que conocía su esfuerzo para ser fieles a las exigencias del servicio de Dios.

Los publicanos, en cambio, estaban al servicio de los romanos y se dedicaban a percibir las contribuciones que el pueblo debía al estado. El sistema fiscal del momento permitía que los publicanos, que tenían que pagar una cantidad fija al erario del estado, se ingeniasen para recoger el dinero del pueblo, lo que suponía que a menudo recogían más de lo que después pagaban.

            Un fariseo y un publicano. He aqui los protagonistas de la parábola. Los dos suben al templo de Jerusalén para orar.

            El fariseo da gracias a Dios por su vida, pues medita constantemente en la ley de Dios, trata de evitar el pecado, cumple con los ayunos prescritos y paga los diezmos. Está convencido de que Dios no puede desconocer que él es un justo y por esta razón deberá premiarlo. Con todo, la oración del fariseo, como afirma Jesús, no es aceptada por Dios, por confiar únicamente en sus obras. Su acción de gracias no expresa dependencia de Dios, sino proclamación de sus derechos. No necesita a Dios, no le pide nada, se basta a sí mismo, y, precisamente por esto, se permite el lujo de despreciar al publicano.

            La oración del publicano, en cambio, brota de su convicción de pecador, es como un grito de desesperación ante su propia impotencia y pobreza. Cierto que era posible para él una conversión, pero humanamente era muy improbable, pues significaba perder su trabajo, su medio de subsistencia. Por lo tanto a este hombre no le queda otra cosa que ponerse en manos de Dios. Esta es la actitud que Jesús pide a sus oyentes.

            Es interesante fijarse en la conclusión que propone Jesús: El fariseo, el «justo», no queda justificado pero si el publicano. El trágico error del fariseo es pensar que su vida perfecta, sus obras irreprensibles, causen su salvación futura. Pretende salvarse, y con sus obras exige a Dios el premio final. Se olvida que todo es gracia. Que el único que salva es Dios. Hay una diferencia enorme entre «ser justos» y «ser justificados». El cristiano no puede pretender ser un justo, perfecto, intachable. Ha de sentirse pecador, como nos repite incansablemente el Papa Francisco, ha de experimentar que ha sido perdonado, que si hace obras buenas, las hace en virtud de la gracia de Dios, no por sus propias fuerzas. Esto nos recuerda otra frase de Jesús cuando dice que, después de haber cumplido con su deber, el buen siervo afirma: Soy un siervo inútil: he hecho lo que debía.

            En la segunda lectura, Pablo completa el mensaje del publicano. En el ocaso de su vida recuerda todo lo que ha tenido que soportar para ser consecuente con la fe en Jesús que ha abrazado. Pero a sus ojos, todo esto no es un título ante Dios. Se pone en confianza en sus manos, espera la corona que, en frase de san Agustín, corona no sus propias obras, sino la gracia que de Dios ha recibido.
                 

14 de octubre de 2016

XXIX Domingo del Tiempo Ordinario


           “Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar”. San Lucas, en el evangelio de hoy, evoca con sobrios rasgos las dos figuras de una viuda y de un juez, que sirven a Jesús para proponernos su mensaje. De la viuda sólo dice que estaba convencida del derecho que le asistía y que por esta razón reclamaba con insistencia ante el juez injusto, pero una vez recordada su perseverancia, desaparece de la escena. En cuanto al juez, Jesús lo califica de injusto, dado que su actuación no era según conciencia sino según capricho, evitando así que se le pueda interpretar como imagen del Dios al que van dirigidas nuestras plegarias. Jesús afirma que si un hombre sin conciencia, en una determinada situación, es capaz de actuar rectamente y satisfacer las peticiones que se le hacen según justicia, mucho más nuestro Dios escuchará a quienes le gritan día y noche, y hará justicia sin tardar a quienes le interpelan sin desanimarse.

            Jesús quiere dejar claro que es necesario orar, sin desanimarse nunca, porque nuestro Dios, que es justo, está siempre dispuesto a escucharnos. Pero cada día resulta más difícil orar a Dios y aún más hablar de oración en nuestro mundo dominado por la técnica. Nuestra sociedad, al poner su confianza en las enormes posibilidades de la humanidad, se siente autorizada a prescindir cada vez más de Dios. Y a medida que se va diluyendo la figura de Dios, disminuye la necesidad de orar. Por otra parte, ante tantas y tan graves catástrofes que se abaten tan a menudo sobre los más inocentes de la tierra, es posible pensar que Dios queda lejos de la problemática de los humanos. Y hay quien puede razonar: Si Dios no responde es o porque no escucha o porque es impotente para atender nuestras súplicas. Las consecuencias de un tal razonamiento serían destructivas.

            Aunque, en otro pasaje, Jesús afirma que el Padre conoce nuestra realidad antes de que se la presentemos en la plegaria, a pesar de ello, invita a orar, a dialogar con él para entender sus designios, su voluntad de salvación. La oración constante a la que invita Jesús, la oración que practicó el mismo Jesús y que practica la Iglesia, es respuesta a la Palabra que Dios nos dirige. Hoy Jesús insiste en la necesidad de no desfallecer nunca en este diálogo con Dios por medio de la oración.

            Pero también es necesario purificar nuestro concepto de Dios y superar la imagen de alguien siempre dispuesto a satisfacer nuestros  caprichos, como si debiera estar haciendo milagros constantemente para suplir los esfuerzos que no hemos hecho. La fe en Dios no puede disminuir la responsabilidad del hombre de intervenir en el universo, que Dios mismo propuso al género humano desde la creación. Lo que hemos de pedir a Dios por medio de la oración es la voluntad, la fuerza, la valentía y el tesón para llevar a cabo la misión que los humanos recibimos de Dios para edificación de un mundo más equilibrado.

            El evangelio de hoy termina con una extraña pregunta que se hace Jesús mismo: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”. He aquí una cuestión importante y de suma actualidad. El problema de la plegaria que Jesús recomienda está estrechamente ligado al tema de la fe. Si no creemos en Dios, no nos será posible orar. Y creer no es simplemente aceptar unas ideas abstractas e indefinidas. Creer es dar la mano, creer es estar dispuesto a trabajar, a colaborar con Dios y con los hombres para llevar a cabo la vocación de la humanidad trabajar para mejorar este mundo. Cuando Jesús vuelva tal como ha prometido, cuando nos encontremos con él, ya sea al final de nuestra vida, ya al final de los tiempos, ¿habremos sido fieles como la viuda en la plegaria, en la confianza indefectible, sin dejarnos desanimar cuando la respuesta de Dios a nuestras peticiones se ha hecho esperar?. Dios ha sido, es y será siempre fiel. ¿Y nosotros? Toca a cada uno de nosotros dar la respuesta.

30 de septiembre de 2016

SOMINGO XVII DEL TIEMPO ORDINARIO -C-

          

     “¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes?”. La primera lectura ha recordado el lamento del profeta Habacuc que, contemplando las desgracias que se abatían sobre su pueblo, se dirige a Dios, preguntando el por qué de la triste experiencia que le es dado vivir. Después de Habacuc, miles y millones de personas han repetido este angustioso “por qué”, cada vez que contemplaban como sufren los inocentes, como la justicia es conculcada, en lugar de contruir codo a codo un mundo de rostro más humano. Nuestro deseo no halla siempre una respuesta capaz de dar al espíritu, sino la paz verdadera, al menos un cierto consuelo, pero el profeta que recibió de Dios un oráculo esperanzador: “El justo vivirá por su fe”. El que se atreva a creer, el que no dude en poner su confianza en Dios, verá la salvación prometida.

            Pero la experiencia enseña que no siempre es fácil vivir de sola fe, porque necesitamos disipar la oscuridad que nos rodea y llegar a poseer la razón de los acontecimientos de cada día. Y así puede ocurrir  que la llama de la fe vaya apagándose, que el ardor inicial se enfríe, que la crisis se insinúe. Desde esta perspectiva ayudan los consejos que san Pablo daba a su discípulo Timoteo, que debía pasar un momento de dificultad. Le recuerda el don recibido de Dios, le invita a avivarlo, a despertar del sopor y prepararse de nuevo para el combate. Las palabras del apóstol recuerdan que, si bien existe la posibilidad de un debilitarse en la fe recibida, existe también seguridad de que es posible empezar de nuevo, fortalecidos por la gracia del Espíritu Santo que habita en nosotros.

            En el evangelio, los apóstoles dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. Los apóstoles habían convivido con Jesús, fueron testigos de sus milagros, escucharon sus enseñanzas, pero a pesar de todo son conscientes de la debilidad de su fe y le piden ayuda. Como hace a veces, Jesús no da una respuesta directa a la cuestión planteada, sino que se entretiene en exponer dos parábolas.

            En primer lugar, Jesús les dice: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería”. La parábola corresponde al género literario de la paradoja, bastante común entre los orientales y que conviene saber interpretar. Jesús nunca hizo milagros de este tipo y sus signos  tienden siempre a confirmar sus palabras, nunca a suscitar el entusiasmo de los presentes. Jesús quiere decirnos con esta parábola que la fe, por pequeña que sea, cuando es viva y se convierte en el motor que mueve a las personas, puede obtener resultados de otra manera difíciles de imaginar. Nada es imposible para el que cree. Esta es la primera lección de Jesús a sus apóstoles, y a través de ellos, a nosotros mismos.

            Jesús añade una segunda parábola, la del criado que cumple con su deber y que, según las costumbres de la época, no puede exigir ningún agradecimiento por el trabajo realizado. La parábola hay que colocarla en el contexto de la petición de los apóstoles y quiere recordar que la fe, esta fe que los apóstoles tienen ya en modo incipiente, esta fe que puede obtener grandes resultados, en el fondo es algo gratuito, es puro don de Dios. Y si nos preguntamos sobre el origen y la razón de este don, hay que decir que es fruto del amor que Dios nos tiene y que espera una respuesta radical, sin reservas ni pausas, como manifestación del amor que responde al amor.
             Jesús concluye: “Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”. Con estas palabras indica que espera de nosotros una disponibilidad total para convertirnos en instrumentos de su voluntad, para hacer llegar a nuestros hermanos la salvación que Dios quiere dar a manos llenas. En este contexto, creer es abrirse a Dios y a su proyecto de salvación, y contando con su ayuda y no con nuestras propias fuerzas, decidirnos a seguir el camino que Jesús nos ha trazado.