16 de septiembre de 2016

DOMINGO 25 DEL TIEMPO ORDINARI0 (Ciclo C)

     
 “Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido”. La parábola del administrador infiel que Jesús propone hoy, aunque está encuadrada en el ambiente socio-económico de aquellos tiempos, puede adap`tarse bien a nuestro tiempo y a nuestra sociedad. El propietario de una hacienda se ve obligado a despedir al gestor de la misma a causa de sus irregularidades administrativas.  Para todos, se quiera o no, llegará también el momento en que se nos pedirá el balance de nuestra existencia, de cuanto hemos realizado mientras hemos disfrutado del don de la vida en esta tierra. Y esta reflexión debería reavivar nuestro sentido de responsabilidad: hemos sido creados por Dios para llevar a cabo una misión concreta como colaboradores de Dios en el conjunto de la historia del universo. Tiene su importancia ser conscientes del papel que se nos ha confiado en esta aventura.

             El panorama que la noticia del despido planteó a aquel empleado, agudizó su picaresca y le indujo a urdir una última jugada a costa de su amo, para que una vez caído en desgracia, los deudores beneficiados por su fraude le ayudaran. No deja de sorprender cómo Jesús concluye a la parábola, ya que el amo felicita al administrador injusto, por la astucia con que había procedido. Ni el amo de la parábola ni Jesús que la cuenta podían aprobar el fraude del gestor, pero el evangelista deja entrever que poseían el humorismo suficiente para apreciar la habilidad demostrada por aquel individuo y sacar conclusiones válidas para todos.

             Jesús constata que los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz. Esta afirmación contiene una útil advertencia acerca de la precariedad del momento presente, mientras esperamos que se nos pida el balance de nuestra gestión en esta vida. Quienes hemos recibido el don de la fe no podemos reducir nuestro cristianismo a concretas prácticas religiosas, dejando de lado todos los demás campos. No basta pertenecer al pueblo de Dios, a la estirpe de Abrahán o a la Iglesia, pues en lo que atañe la salvación no existen seguridades basadas en presuntos derechos adquiridos. Quien quiera tener parte en el Reino de Dios ha de esforzarse en aceptar con la práctica de cada día el mensaje de Jesús, colaborando al máximo en el plan de Dios sobre el mundo y sobre cada uno de nosotros.

            El gestor infiel, ejemplo de los hijos de este mundo, demostró ser hábil para procurarse amigos de cara al futuro con bienes que no eran suyos, que eran fruto de la injusticia. Jesús invita a los, hijos de la luz, a ser hábiles, decididos y audaces para utilizar los bienes que, de alguna manera se nos han confiado en esta vida, a fin de dar testimonio de amor a los hermanos, y en consecuencia a Dios, y preparar así el momento de nuestro encuentro con él.

            Es significativo que san Lucas, al hablar del dinero y de los bienes materiales, les aplique el término “injusto”. Da la impresión que, para el evangelista, las riquezas a menudo son fruto de injusticia o, en todo caso pueden convertirse en instrumento de opresión. Los bienes materiales son lo suficientemente ambiguos para poner en peligro un servicio justo a Dios y a los hermanos. Jesús invita a comprender que, para nosotros, cristianos, el uso de la riqueza material debe orientarse siempre al bien de los hermanos. No basta dar simplemente lo superfluo. Se nos invita a considerarnos administradores de lo que se nos ha confiado en vista a crear una verdadera comunidad, en la que todos reciban lo que es necesario para una vida digna y equilibrada.


            “No podéis servir a Dios y al dinero”. Así concluye Jesús su discurso. El modo cómo administremos los bienes materiales de que disponemos condiciona de alguna manera a nuestra relación con Dios: Si no fuisteis de fiar en el dinero injusto, ¿quien os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar lo ajeno, ¿lo vuestro quien os lo dará? No existe un prontuario que proponga formulas capaces para resolver estas delicadas cuestiones. Teniendo en cuenta nuestra propia situación, tatemos de encontrar la respuesta más ajustada, de manera que nuestra vida muestre que somos hijos de la luz, hábiles, decididos y audaces en el servicio de Dios y de los hermanos.

10 de septiembre de 2016

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo C-


“Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Las tres parábolas que propone el evangelio de este domingo, la de la oveja perdida, la de la moneda extraviada y la del llamado hijo pródigo, subrayan la misericordia divina y la alegría festiva que supone la recuperación de los descarriados. Y esto se explica porque Dios es misericordioso y siempre está dispuesto a perdonar generosamente. El término perdón no goza hoy de buena reputación, y perdonar de corazón se considera con frecuencia como debilidad. Por esta razón, el tema no se puede liquidar alegremente, sino que conviene examinarlo con atención por su importancia en nuestra vida cotidiana.

            Las tres parábolas suponen la existencia de un gesto inicial que rompe el equilibrio: una de las cien ovejas se aparta de las demás; una moneda, de un montón de diez, se extravía; el hijo menor, recoge su parte de herencia y parte hacia un país lejano. Estas tres imágenes distintas encubren una realidad que se repite constantemente en la  Escritura, realidad que el hombre moderno difícilmente acepta y asume: la realidad del pecado. La Escritura, guste o no guste, habla de que el hombre, ser creado por Dios, dotado de libertad, inteligencia y voluntad, es capaz de no aceptar su condición de criatura, de rechazar el amor que Dios le ofrece, de dedicarse a construir su propia vida y la del mundo que lo circunda prescindiendo de Dios y de su amorosa  voluntad. Este conjunto de decisiones y realidades es lo que existe bajo el concepto de pecado.

            Y ante la actitud de pecado y que todos, por desgracia, podemos asumir libremente, Jesús anuncia otra actitud, la de Dios, que se proclama dispuesto a perdonar siempre, sin límites. Esta afirmación  invita a purificar la imagen que podemos tener de Dios. En efecto, el Dios cristiano no es un juez obsesionado por la observancia de leyes y normas. Dios se presenta como el dueño de las ovejas para el cual la descarriada vale tanto, si no más, como las noventa y nueve que han permanecido tranquilas; o como la mujer para la que una moneda no le parece nimiedad y se afana en remover todo hasta encontrarla; o como Padre que, entristecido por la fuga del hijo querido, sólo espera su regreso, no para llenarle de reproches, sino para abrazarlo conmovido, para reintegrarle en el pleno uso de sus derechos de hijo.

            Este don magnífico del perdón de Dios, cargado de respeto y amor hacia el que se ha desviado o apartado, no significa que la misericordia divina anule la justicia, que la indulgencia signifique licencia para toda clase de abusos. El perdón de Dios, ilimitado, generoso hasta lo indecible, sólo es operante cuando de parte del hombre se da el reconocimiento de su mal paso, cuando tiende los brazos hacia el amor de Dios. Este aspecto no se aprecia en las parábolas de la oveja o de la moneda, pero brilla con todo su fulgor en la historia del hijo pródigo. En cuanto éste cae en la cuenta que ha herido al amor del padre o, simplemente, cuando echa de menos el abundante pan de la casa paterna, al primer gesto de cambio de actitud, el perdón lo invade, lo penetra, lo acompaña, lo transforma.


            San Pablo, en la segunda lectura, ofrecía un ejemplo vivo de esta realidad cuando declaraba, que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y que él era el primero. Y resumía su experiencia reconociendo que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente, pero Dios tuvo compasión de él, dándole la fe y el amor en  Jesús, para ser modelo para todos los que creerán en él. Pero es necesario afirmar también que la realidad del perdón cristiano no ha de ser entendida como un salvaconducto que permita a los malvados continuar destruyendo, matando, aniquilando sin freno. El mismo amor que constituye la esencia del perdón, no solamente no excluye, sino que a veces reclama sanciones y normas serias para impedir abusos y ayudar al desviado a encontrar el buen camino. 

3 de septiembre de 2016

Domingo XXIII del tiempo Ordinario


           “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío”. Estas condiciones que Jesús  propone a quien quiera seguirle, son exigentes e incómodas, aptas para desanimar al más decidido. Si Jesús busca seguidores dispuestos a asumir la realidad del Reino para anunciarla a los demás, al mismo tiempo no duda en indicar las normas necesarias, sin rebajas ni acomodaciones, pues no desea alimentar ilusiones que a la primera dificultad se hundirán con estrépito. Los humanos, a menudo, queremos indicar cómo seguir a Jesús, sin darnos cuenta de que de hecho proyectamos nuestra propia idea en lugar de asumir la de Jesús.
            Lucas habla de una multitud que seguía a Jesús, escuchando sus enseñanzas y admirando los signos que las confirmaban. Pero Jesús era consciente de que el entusiasmo de aquella gente carecía de solidez, pues era superficial e inestable. Para disipar todo equívoco y clarificar la situación, Jesús expone las condiciones necesarias para ser de verdad sus discípulos. Sus palabras debieron sonar duras y exigentes a quienes las oyeron; el paso de los siglos no ha mitigado esta dureza; pero hemos de entender que son palabras que continuan teniendo hoy toda su validez para quien desee seguir a Jesús y ser cristiano.

            En primer lugar, Jesús pone como condición indispensable para seguirle posponer todo afecto por legítimo que sea: la enumeración empieza por los padres, sigue por los esposos, hijos y hermanos, para terminar diciendo: “e incluso a sí mismo”. Cabe preguntarse: ¿Cómo puede atreverse Jesús a pedir todo ésto, él que, en otras ocasiones, ha afirmado con insistencia: “Amaos unos a otros como yo os he amado”; o también: “En esto reconocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros”. Pero precisamente, para poder llevar a cabo el gran precepto del amor que Jesús encomienda a los suyos, hace falta preferirle por encima de todo, purificar el corazón de todo inpedimento y estar disponible, para poder ser llenado y poseído por Aquel que no ha dudado dar su vida por nosotros.

            No basta esta exigencia a nivel de los afectos más entrañables y añade: “Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío”. Jesús invita a quien pretende seguirle a orientar su vida por encima de todo lo mundano y terreno, para poder apreciar el único valor supremo, más allá de los valores caducos. Llevar su cruz quiere significar estar en comunión estrecha con Jesús y estar dispuesto a dar la vida por Jesús. Llevar su cruz, es decir la cruz que se nos ha asignado. Entristece ver que a menudo nos inventamos cruces, hechas a nuestro antojo, evadiéndonos de la cruz que la vida y las circunstancia nos han deparado. Aunque no es fácil, sólo aprendiendo a llevar la propia cruz, con alegría, con generosidad, alcanzamos la paz y la serenidad.

            Para insistir en su pensamiento, Jesús propone las parábolas  del que quiere construir una torre y la del rey que proyecta salir a guerrear con otro soberano. Jesús recuerda que para nosotros en la vida todo tiene un precio. Es decir, que el mismo don que Dios ofrece gratuitamente exige una disposición para acogerlo debidamente. El discípulo de Jesús está llamado a ponderar constantemente las exigencias de la llamada y preguntarse hasta qué punto ha respondido y cuanto le queda aún por llevar a cabo. El que decida permanecer junto a Jesús ha de consentir a relativizarlo todo para dejar el primer puesto Él.


            Todo el evangelio es radical cuando se lee con el corazón abierto y sin prejuicios. Cuando decidimos amar por encima de todo otro amor a Dios, nos comprometemos a llevar la cruz por encima de todos los demás ideales por seductores que sean, a fin de estar libre y disponible y así poder seguirle hasta el final. La llamada de Jesús lleva la radicalidad al extremo cuando afirma sin tapujos: “El que no renuncia a todos sus bienes, (tanto materiales como espirituales), no puede ser discípulo mío”. A cada uno de nosotros toca dar la respuesta.