“Para vivir en libertad,
Cristo nos ha liberado. Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo
al yugo de la esclavitud.
Hermanos,
vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche la
carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor”. Con estas palabras
el apóstol San Pablo recomienda a los hombres y mujeres de todos los tiempos el
gran don de la libertad, tema de gran actualidad, deseo por
el que han luchado y luchan los hombres, deseosos de acabar con cualquier tipo
de esclavitud. Pero San Pablo no habla de una libertad genérica, que fácilmente
puede transformarse en libertinaje y confusión, sino de una libertad muy
concreta cuyas características están bien definidas.
En efecto, Jesús no nos ha liberado para que hagamos nuestro capricho, para
dar rienda suelta a nuestro egoísmo, para imponer a los demás nuestro punto de
vista al precio que sea, sino una libertad cuyo principio fundamental es el
amor, que exige el respeto del otro, de sus derechos, de sus necesidades. El
que quiere ser libre ha de imitar a Jesús, que, habiendo amado a los suyos, los
amó hasta el extremo y no dudó en asumir libremente su misma muerte por
nosotros. Esta libertad cristiana se realiza en el Espíritu de Dios que hemos
recibido y que nos lleva a seguir la voluntad de Dios antes que los deseos de
la carne o la voluntad de nuestros instintos.
Según el apóstol, Jesús, al perdonar nuestro pecado e invitarnos a vivir
como hijos de Dios en el amor, nos ha liberado del peso de la ley, que denuncia el pecado y condena al pecador.
El amor, a la vez que nos hace libres del pecado, nos hace siervos de nuestros
hermanos. Por esto Pablo recordaba que la ley encuentra su plenitud en esta
afirmación: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Pablo no es un idealista que
ignora la realidad de la vida. Cuando afirma que hemos sido librados de la
carne y del pecado, no quiere decir que no tengamos que luchar contra ellos,
sino que por la fuerza del Espíritu de Jesús, podemos vencerlos y, aunque sea
con esfuerzo, podemos vivir según el amor.
En la misma linea del
discurso de Pablo conviene entender las palabras de Jesús que propone hoy el
evangelio. Lucas ha recogido cuatro breves escenas que definen la actitud que
corresponde a quienes aceptan comprometerse con Jesús y con su Evangelio. En la
primera escena, Jesús reprende a Santiago y Juan, que, indignados porque en una
aldea de Samaría no les quisieron dar alojamiento, pretendían hacer bajar fuego
del cielo. Jesús ha venido a ofrecer a los hombres la gracia y la paz, y no
entran en sus métodos la violencia o la constricción. No es Jesús quien ha de
juzgar a los hombres: el juicio corresponde a Dios, y tendrá lugar al final,
dejando suficiente espacio para la conversión.
Esta actitud hecha de paciencia y
mansedumbre, contrasta con la respuesta dada a quienes manifiestan su deseo de
ponerse a disposición de Jesús. Al primero, que proclama su voluntad de seguir
al Maestro donde vaya, Jesús le recuerda que el Hijo del hombre no tiene donde
recostar su cabeza. Su misión no es establecer un refugio seguro y cómodo, sino
un darse sin medida para el bien de los demás. Ser discípulo de Jesús exige
renunciar a la seguridad material, pues somos extranjeros y peregrinos, que no
tenemos aquí ciudad permanente. El segundo personaje, llamado por Jesús: “Sígueme”,
solicita que se le permita enterrar a su padre, una de las típicas
manifestaciones de la piedad filial recomendada por la Ley. El tercero pide,
antes de seguir al Señor, poder despedirse de sus familiares. Pero Jesús, en
los dos casos es tajante: “Deja que los muertos entierren a los muertos”, dice
a uno: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no sirve”, dice al
otro.
La libertad de hijos de
Dios que Jesús nos ha alcanzado exige de nuestra parte una actitud decidida y
generosa. Dejemos pues atrás el pasado sin nostalgias, y sigamos a Jesús, sin
detenernos en cálculos mezquinos, en el camino que lleva al Reino.