30 de abril de 2016

DOMINGO VI DE PASCUA -Ciclo C-



    "Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables”. Con estas palabras los responsables de la naciente Iglesia ponían término a un un problema serio que se había planteado con la evangelización de los no judíos y que encerraba serias consecuencias para el futuro del anuncio de la Buena Nueva de Jesús. En efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre para salvar a la humanidad, había nacido en Israel, y había asumido las características de aquel pueblo. Jesús nació y vivió como judío y los valores culturales y religiosos de Israel jugaron un papel importante en su vida y  también en la actividad de sus primeros discípulos.

            Pero la fuerza del Evangelio empezó a propagarse entre los paganos, hubo quien pretendió imponer a los que se convertían del paganismo la práctica de la ley mosaica. De haber prevalecido esta pretensión el futuro de la Iglesia hubiera quedado hipotecado. La reunión de Jerusalén ratificó el abandono de costumbres y leyes judías, garantizando así la libertad cristiana. Así la Iglesia pudo cumplir la misión propia que se le había asignado para ofrecer a todos el don de la salvación.

            Este episodio de la historia cristiana debería initarnos a revisar nuestra mentalidad, para salvaguardar la verdadera libertad cristiana y saber dejar sin nostalgias cuanto pueda ser caduco por no ser esencial. No siempre se ha hecho así y la Iglesia ha sufrido por ello, al dar importancia a elementos accidentales, descuidando la esencia del mensaje de Jesús. Ésto puede ayudar a entender mejor lo que Jesús proclama con énfasis en el evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Estas palabras de Jesús son una magnífica aunque exigente definición del discípulo de Jesús. Los cristianos hemos sido escogidos para amar y para dar testimonio del mandamiento del amor en medio del mundo.

            Vivimos en un mundo en el cual reina el egoismo, el odio entre hermanos, las guerras que matan, las violencias que desgarran, el hambre que destroza tantas vidas, las enfermedades que desfiguran cuerpos y almas, y tantas y tantas injusticias que provocan lágrimas y sufrimientos innecesarios. A lo largo de la historia, los cristianos a menudo hemos olvidado la misión que nos ha sido confiada de ser heraldos del amor. Muchas veces, por defender ciertos modos de opinar, por querer que los demás sigan nuestra propia interpretación del evangelio, hemos conculcado el precepto del amor, hemos elevado murallas que separan en lugar de remover obstáculos y crear espacios abiertos, en los que, fundamentados en la verdad y el amor, podamos trabajar todos juntos para llegar a la unidad del espíritu en el vínculo de la paz.

            Ser heraldos del amor de Jesús es un ideal exigente pero no imposible, en cuanto contamos con el Espíritu de Jesús que se nos da como don. “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”, dice Jesús. Encontramos a veces personas quemadas por las dificultades de la vida, que se sienten incapaces de esperar, que se resisten a creer que quede aún la posibilidad de algo nuevo, positivo. Hemos de vencer nuestra desconfianza y apostar por ser cristianos y por lo tanto de seguir el camino que Jesús nos ha señalado, de asumir las exigencias del bautismo que hemos recibido, de dejarnos guiar por el Espíritu que puede enseñárnoslo todo y recordarnos todo lo que Jesús predicó y prometió. La paz que Jesús nos ofrece nos asegura la fuerza para ser testigos del verdadero amor entre los hombres nuestros hermanos, para vivir en toda su plenitud y significado la libertad con que Jesús nos ha libertado con su muerte y su ressurrección.

23 de abril de 2016

DOMINGO V DE PASUA -Ciclo C-


“Ésta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado”. Este fragmento del Apocalipsis, que leemos en este domingo, es un mensaje de esperanza, destinado a hacer comprender cuánto Dios quiere realizar en bien de la humanidad, para lo que reclama y espera nuestra colaboración. La nueva creación aparece como obra llevada a cabo por el mismo Dios, como expresión de su amor por la humanidad, como superación de todo lo caduco y adverso que pueda oscurecer la vida en esta tierra. Dios quiere renovar el mundo, la vida, los hombres y para ellos ha puesto en marcha el misterio de Jesús, que es el principio que hace posible toda renovación. Sería una equivocación pensar que esta nueva realidad vendrá de golpe, sin esfuerzo de nuestra parte. Nada más lejos de la realidad. Las otras dos lecturas ayudan a entender la dinámica de esta obra renovadora de Dios.

            Cuando Judas sale del cenáculo para entregar a los sacerdotes y demás autoridades judías al Maestro, éste, consciente de lo que le espera, trata de explicar a los apóstoles la auténtica dimensión de lo que se avecina: será entregado en manos de sus enemigos, juzgado y torturado, para terminar clavado en la cruz, en la que consumará su vida y su ministerio. Jesús interpreta estos hechos de modo muy diferente de como los veríamos nosotros. La pasión de Jesús no es un final ignominioso sino el paso de la muerte a la vida. Como hombre temblará ante esta hora, y en la oración del huerto llegará a pedir que aparte este cáliz: pero acepta el designio del Padre y se abandona en sus manos, porque está seguro de que el Padre le ama con un amor capaz de triunfar incluso sobre la misma muerte y, al mismo tiempo sabe que su entrega es necesaria para la salvación de los hombres, por quienes se ha hecho hombre. Esta entrega sin límites confirma la palabra con que Jesús indica la novedad que puede y debe cambiar al mundo, el gran don que Dios hace a la humanidad: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado”.

            La muerte de Jesús en la cruz crea una situación nueva para aquellos que han creído en él. Han sido escogidos, llamados para transformar el mundo, como levadura que ha de hacer fermentar la masa, no como individuos aislados, sino como grupo compacto, como Iglesia, cuerpo de Jesús. Y como única fuerza para llevar a cabo esta tarea se les da el mandamiento del amor: “Amaos unos a otros”. El nuevo mandamiento del amor es la fuerza que les ayudará a contemplar y asumir el escándalo de la cruz, así como las dudas de la resurrección. Por esta fuerza habrán de lanzarse a la predicación del mensaje de Jesús, sabiendo, como Pablo y Bernabé decían a las comunidades que habían organizado, que hay que pasar muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios.


            Es para renovar el mundo que Jesús dice: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros”. Desde una lógica humana, el concepto de mandamiento no encaja demasiado con el del amor, ya que el amor entraña libertad, espontaneidad. Nadie, ni el más potente dictador de la historia, ha imaginado que podía imponer el amor por ley, por norma, porque el amor no puede ser una obligación impuesta desde fuera. Pero Jesús se atreve a decirnos que nos deja el mandamiento del amor. Y añade una precisión importante: “Como yo os he amado”. Nuestro Dios no nos hace violencia, no nos fuerza con armas o con condicionamientos psicológicos: simplemente nos deja su ejemplo, marcha ante nosotros con su amor, nos señala un camino, respetando nuestra libertad. Si queremos ser sus discípulos hemos de vivir según esta norma, siguiendo este ejemplo. Entonces, y solo entonces podrá aparecer esta realidad nueva que Jesús ha venido a inaugurar entre los hombres. 


16 de abril de 2016

DOMINGO IV DE PASUA -Ciclo C -



       “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen”. La imagen del pastor aparece a menudo en el Antiguo Testamento para mostrar el interés y el cuidado con que Dios se ocupa de su pueblo. Y la Iglesia, desde los primeros siglos ha visto plasmada en este símbolo la realidad del misterio pascual de Jesús, que dio su vida por sus ovejas. Sin embargo es necesario recordar que el Pastor bíblico no asemeja en nada a las dulzonas representaciones a que estamos acostumbrados, mostrando un hombre de bucles dorados llevando entre sus brazos una blanca oveja. Nuestro Pastor es algo mucho más serio y exigente.

            El fragmento del evangelio de san Juan que leemos hoy contiene unas afirmaciones densas de contenido. Tres se refieren a las ovejas: escuchan mi voz - me siguen - no perecerán para siempre, y tres que se refieren al pastor: Las conozco - les doy la vida eterna - nadie las arrebatará de mi mano. Estas sentencias definen la relación entre Jesús y quienes creen en él.

            En primer lugar se afirma que las ovejas escuchan la voz del Pastor. En la Escritura, escuchar significa algo más que el hecho material de oir una palabra pronunciada. Se puede oir sin escuchar. Escuchar en sentido bíblico lleva consigo una aceptación, significa responder a la palabra pronunciada. Quien quiere ser oveja de Jesús cree en su palabra, se compromete a seguirlo, no se deja engañar por las voces de otros que intentan hacerse pasar por pastores pero que no son sino ávidos mercenarios que sólo desean aprovecharse de las incautas ovejas. Y el que sigue a Jesús, el que le da la mano y se fía de sus palabras, no se perderá, pues es Dios mismo que garantiza el éxito de esa confianza.

            Y Jesús, para confirmar esta confianza dice que él conoce a sus ovejas. De nuevo hay que recurrir a la Biblia para comprender toda la fuerza del término conocer. No se trata de un conocimiento superficial, anecdótico, sino que reclama una relación, una comunidad de vida hecha de amor y donación mutua. Jesús nos conoce porque nos ha llamado a la vida, nos mantiene en la existencia y quiere completar esta obra ofreciéndonos la vida eterna, aquella vida que permanece más allá de la muerte. Por esto, nadie ni nada puede arrebatar de la mano de Jesús, de la mano del mismo Padre, a quienes, por gracia de Dios, han sabido responder a la invitación del Pastor supremo.

            La lectura del Apocalipsis repite el mismo mensaje en una visión rica de imágenes y colorido. Una multitud inmensa, de toda nación, raza, pueblo y lengua, revestida con blancos ropajes, sigue al Cordero que es a la vez pastor, hacia las fuentes de aguas vivas, después de haber superado las tribulaciones de la vida en virtud de la sangre derramada por Jesucristo.

            Aceptar el mensaje de Jesús Buen Pastor no es una invitación a vivir una experiencia de idilio bucólico, sino a participar en un rudo combate que supone confrontarse constante con la palabra de Dios, aceptando la renuncia de cuanto se opone a la misma, ser testigo fiel y audaz, por la fuerza y la valentía que comunica el mismo Espíritu Santo, sin temer incluso, cuando se presente, la persecución. En este caminar no estamos solos: Jesús, a la vez Cordero y Pastor, nos guía, nos señala el camino, nos conforta.

            Una última reflexión: Hablar de pastores y rebaños encierra un peligro, ya que es fácil relacionar el término “pastor” conun cierto  autoritarismo y el término “rebaño” entenderlo en modo peyorativo, como si se tratase de conculcar el valor de la persona. Nuestro Pastor no busca dominar: se entrega para salvar. Ser oveja de Jesús no es renunciar a la razón o a la personalidad, sino que es respuesta hecha de amor y entrega libre al designio de salvación querido por Dios Padre, que no busca otra cosa que el bien y la felicidad de todos los hombres.