"Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que
las indispensables”. Con estas palabras los responsables de la naciente Iglesia
ponían término a un un problema serio que se había planteado con la
evangelización de los no judíos y que encerraba serias consecuencias para el
futuro del anuncio de la Buena Nueva de Jesús. En efecto, el Hijo de Dios, al
hacerse hombre para salvar a la humanidad, había nacido en Israel, y había
asumido las características de aquel pueblo. Jesús nació y vivió como judío y
los valores culturales y religiosos de Israel jugaron un papel importante en su
vida y también en la actividad de sus
primeros discípulos.
Pero
la fuerza del Evangelio empezó a propagarse entre los paganos, hubo quien
pretendió imponer a los que se convertían del paganismo la práctica de la ley
mosaica. De haber prevalecido esta pretensión el futuro de la Iglesia hubiera
quedado hipotecado. La reunión de Jerusalén ratificó el abandono de costumbres
y leyes judías, garantizando así la libertad cristiana. Así la Iglesia pudo
cumplir la misión propia que se le había asignado para ofrecer a todos el don
de la salvación.
Este episodio de la
historia cristiana debería initarnos a revisar nuestra mentalidad, para
salvaguardar la verdadera libertad cristiana y saber dejar sin nostalgias
cuanto pueda ser caduco por no ser esencial. No siempre se ha hecho así y la
Iglesia ha sufrido por ello, al dar importancia a elementos accidentales,
descuidando la esencia del mensaje de Jesús. Ésto puede ayudar a entender mejor
lo que Jesús proclama con énfasis en el evangelio de hoy: “El que me ama
guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en
él”. Estas palabras de Jesús son una magnífica aunque exigente definición del
discípulo de Jesús. Los cristianos hemos sido escogidos para amar y para dar
testimonio del mandamiento del amor en medio del mundo.
Vivimos en un mundo en el
cual reina el egoismo, el odio entre hermanos, las guerras que matan, las
violencias que desgarran, el hambre que destroza tantas vidas, las enfermedades
que desfiguran cuerpos y almas, y tantas y tantas injusticias que provocan
lágrimas y sufrimientos innecesarios. A lo largo de la historia, los cristianos
a menudo hemos olvidado la misión que nos ha sido confiada de ser heraldos del
amor. Muchas veces, por defender ciertos modos de opinar, por querer que los
demás sigan nuestra propia interpretación del evangelio, hemos conculcado el
precepto del amor, hemos elevado murallas que separan en lugar de remover
obstáculos y crear espacios abiertos, en los que, fundamentados en la verdad y
el amor, podamos trabajar todos juntos para llegar a la unidad del espíritu en
el vínculo de la paz.
Ser heraldos del amor de Jesús
es un ideal exigente pero no imposible, en cuanto contamos con el Espíritu de
Jesús que se nos da como don. “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”,
dice Jesús. Encontramos a veces personas quemadas por las dificultades de la
vida, que se sienten incapaces de esperar, que se resisten a creer que quede
aún la posibilidad de algo nuevo, positivo. Hemos de vencer nuestra
desconfianza y apostar por ser cristianos y por lo tanto de seguir el camino
que Jesús nos ha señalado, de asumir las exigencias del bautismo que hemos
recibido, de dejarnos guiar por el Espíritu que puede enseñárnoslo todo y recordarnos
todo lo que Jesús predicó y prometió. La paz que Jesús nos ofrece nos asegura
la fuerza para ser testigos del verdadero amor entre los hombres nuestros
hermanos, para vivir en toda su plenitud y significado la libertad con que Jesús
nos ha libertado con su muerte y su ressurrección.