7 de noviembre de 2015

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)


“Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, a los que lo esperan, para salvarlos”. El autor de la carta a los Hebreos recuerda hoy que Jesús, asumiendo personalmente toda la angustia humana y sufriendo en la cruz, abríó a los hombres el camino de la salvación. Cada vez que los cristianos celebramos la Eucaristía hacemos memoria de que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, padeció y fue crucificado, murió y fue sepultado para resucitar al tercer día, y todo ésto por nosotros y por nuestra salvación. Pero no resulta fácil a la mentalidad de hoy entender esta afirmación de nuestra fe, porque en la medida en que se va perdiendo el concepto de pecado como gesto libre y responsable del hombre que se separa a Dios, es difícil entender la necesidad de una redención y, en consecuencia, el hecho de que el mismo Hijo de Dios se hiciera hombre para entregarse por nosotros.

Hoy en el evangelio, Jesús no duda en criticar el modo de comportarse de los escribas o maestros de la ley, que dedicaban su vida al estudio de la ley de Dios y por ello tenían fama de ser hombres  religiosos. La descripción que Jesús hace de los defectos de esos hombres deja entrever, junto a una cierta superficialidad en su modo de comportarse, expresada por sus ropajes, por la afición a las reverencias en público, por el empeño en ocupar los primeros puestos en sus reuniones, un aspecto mucho más grave como puede ser que, con el pretexto de su vida de oración y estudio, tratasen de sacar provecho de los bienes de las viudas, imagen de las personas pobres y desprotegidas en el ambiente social de aquel momento. Jesús no les reprocha su dedicación peculiar a Dios y a sus intereses, sino comportamiento, que en abierta contradicción con sus principios, abusa de su condición de amigos de Dios para obtener beneficios materiales.

            Esta página del evangelio contiene una seria advertencia, válida también para nosotros, que hemos aceptado el evangelio de Jesús. Si hemos sido llamados a ser testigos de Jesús hemos de cumplir nuestra misión con nuestro modo de ser, de hablar, de actuar. Pero si nuestra condición de cristianos se redujera únicamente a manifestaciones exteriores de religiosidad discutible, sin que el evangelio penetre en nuestra vida real, disponiéndonos a una entrega sincera, estaríamos fuera del camino justo. Toda manifestación externa sólo es válida en la medida en que esté motivada por profundas convicciones. De lo contrario mereceríamos el epíteto de hipócritas que el mismo Jesús aplicó a los hombres religiosos de su tiempo.

            En contraste con la crítica de los letrados, sorprende la alabanza de la pobre viuda, que echa en el cepillo del templo una mínima cantidad pero que para ella suponía cuanto tenía para vivir. A la ostentación de los escribas, Jesús opone la pureza de intención de la viuda, que no se distinguía en medio de la masa anónima del pueblo despreciado. La pobre y desconocida viuda se fía tanto de Dios en medio de su miseria que es capaz de renunciar incluso a la necesario para la vida, dando así testimonio de una fe profunda. La viuda pobre representa la verdadera respuesta que Dios espera de nosotros: una donación total y sin condiciones a Dios como expresión de fe vivida profundamente, y no solamente proclamada por los labios.

            La actitud de esta mujer refleja de alguna manera la de otra viuda, recordada por la primera lectura. En un momento difícil de su ministerio, el profeta Elías es enviado a una viuda que vive angustiada por la miseria. Cuando se disponía a preparar la última comida para sí y para su hijo, aceptando con fe humilde y sincera la palabra del profeta como la de un enviado de Dios, se abandona en las manos de Dios, y no duda en servir a Elías.



            Hemos sido llamados a hacer de nuestra vida un servicio a Dios a imitación de Jesús, sin condiciones ni contrapartidas. La actitud interesada de los letrados indica el peligro que hay que evitar, mientras el ejemplo de las dos pobres viudas muestran cómo Dios espera de nuestra generosidad una entrega total, sin condiciones.

31 de octubre de 2015

DOMINGO XXXI - Fiesta de todos los Santos


           “La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios por los siglos de los siglos”. El libro del Apocalipsis, en la primera lectura, evocaba el servicio cultual que tiene lugar en la presencia de Dios por parte de todos los que han recibido de él la salvación y han sido admitidos a participar de su santidad. Con la palabra santidad, la Biblia intenta decir de alguna manera lo indecible de Dios, indicando que éste está muy por encima de todo lo normal y caduco que forma el universo en que vivimos. Pero esta santidad Dios no se la reserva como algo propio y exclusivo, y por eso encontramos en la Biblia la invitación: “Sed santos como yo soy santo”. Es en este sentido que Juan, el discípulo amado, afirma hoy: “Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos”.


            Consciente de esta realidad, la Iglesia de los creyentes, muy pronto aplicó el epíteto de santo a aquellos bautizados que habían vivido su unión con Jesús de forma plena no dudando incluso en ofrecer su misma vida para confesar su fe, como fueron los mártires. Cuando la Iglesia alcanzó su pleno reconocimiento en el mundo civil y político, el epíteto de santo se extendió también a otros cristianos en los que se había manifestado de un modo especial la imagen del mismo Jesús, hombres y mujeres de toda edad y condición.
            El culto a los mártires primero y después el de los demás santos llamados confesores, se localizaba sobre todo en el lugar de su sepultura, sobre el cual muy pronto se edificaban iglesias o basílicas, en las que se congregaban los fieles para la celebración de la eucaristía y de los demás sacramentos. Era toda la familia de los creyentes que se reunía alrededor del recuerdo de aquel hermano o hermana que había dado un válido testimonio de su fe. Su aniversario se celebraba precisamente o el mismo día de la muerte o el de su sepultura, y se le llamaba día de su nacimiento para la vida eterna. La muerte de estos santos se entendía como una entrada en la Jerusalén del cielo de la que habla tanto el libro del Apocalipsis, en la cual los santos actúan de intercesores ante Dios en favor del resto de los hermanos que continúan su lucha en el mundo. De este modo se fueron disponiendo los calendarios que establecían a lo largo del año las diversas celebraciones.           

En Roma y a comienzos del siglo VII, el papa Bonifacio IV quiso dedicar el espléndido edificio circular que existe en el corazón de la ciudad eterna, conocido como el Panteón, a Santa María y a todos los santos mártires, y el aniversario de esta dedicación tenía lugar cada año el día 13 de mayo. En el siglo VIII y en Inglaterra aparece una nueva celebración en honor de todos los santos que tenía lugar el dia 1 de noviembre, y que se extendió rápidamente por el imperio carolingio y más tarde por todo el occidente latino. En el siglo XI, a esta celebración gozosa de los que habían participado plenamen-te en la victora de Jesús, se añadió al día siguiente y, por obra del abad san Odilón de Cluny, la conmemoración de todos los fieles difuntos. Es necesario evitar una contraposición entre estas dos celebraciones como si a los difuntos no tuviesen nada en común con los santos. Los santos son los que han sido oficialmente presentados como tales, pero entre los que llamamos difuntos con toda seguridad figuran personajes de una santidad extraordinaria, a pesar de que no hayan sido proclamados tales.
            Como dice el prefacio de hoy, caminemos alegres y guiados por la fe por la senda que los santos nos han indicado, en espera de gozar con ellos de la gloria que Dios ha prometido a todos los que lo amen y vivan según su voluntad.

24 de octubre de 2015

DOMINGO XXX DEL TIEMPO ODINARIO (Ciclo B)


        “¿Que quieres que haga por ti? Maestro, que pueda ver”. En el relato que Marcos ha dejado de la curación de Bar Timeo, el ciego de Jericó, puede apreciarse un esbozo del itinerario que todos hemos de recorrer para llegar a la plenitud de la vida de la fe, a través de las dudas y de las esperanzas, de las dificultades y de las llamadas de la gracia. Marcos recuerda que Bar Timeo, además de estar privado de la vista, era débil e indigente y andaba escaso de medios de subsistencia. Por eso lo describe sentado al borde del camino, pidiendo limosna, esperando encontrar algún caminante que, conmovido de su desgracia, le diese unas monedas para comer. Sólo el que es consciente de su miseria, de sus límites, puede esperar poder superarlos y llegar a la plenitud.

Pero el evangelista deja entender que el deseo del ciego no quedaba circunscrito a sus necesidades materiales. En el alma de aquel hombre ardía el deseo de superar sus límites, pues no se conformaba con sus tinieblas. Y así cuando oye que está por llegar Jesús, el maestro de Nazaret del que se contaban gestas admirables, su esperanza estalla con indomable fuerza y grita con toda su fuerza: “Hijo de David, ten compasión de mí”. En su grito hay algo más que el ansia de recurrir al curandero de turno, haciendo suyas las tradiciones y enseñanzas que había podido recibir los sábados en la Sinagoga. Va más alla de la persona física de Jesús, y apela a la misión de aquel hombre enviado por Dios.

Pero su entusiasmo no es compartido por los presentes, que le invitan a callar. Pero contra la voluntad de quienes le quieren silencioso en su miseria, Bar Timeo no cede, grita e insiste y su perseverancia obtiene que Jesús, que pasa, se detenga y diga: “Llamadlo”. Ahora aparecen almas buenas que le dicen al ciego: “Animo, levántate, que te llama”. Quizás eran los mismos que poco antes querían que callase, pero que ahora le animan, para aparecer ellos bajo nueva luz ante el Maestro.

Marcos constata que el ciego deja el manto. En la Biblia con el término “manto” se indica a menudo el reducido ajuar que podía poseer un pobre. Deja el manto como si quisiera cortar con todo su pasado. Da un salto, expresión de alegría y de disponibilidad ante Jesús. “¿Que quieres que haga por ti? Maestro, que pueda ver”. El ciego, consciente de su limitación, se atreve a pedir la luz para sus ojos, pero sin duda desea también dejar las tinieblas de la falta de fe, para abrirse a nuevos horizontes.

Jesús, sin gestos solemnes capaces de suscitar la maravilla de los presentes, simplemente y casi excusándose dice: “Anda, tu fe te ha salvado”. Fijémonos bien: Dios ha actuado porque el hombre ha creído. La explicación del milagro hay que buscarla en la fe del pobre ciego, en la confianza, quizá titubeante, de aquel hombre que ha vivido en la oscuridad y el sufrimiento. A menudo cuando nos quejamos de que Dios no escucha nuestras plegarias, que parece sordo a nuestras súplicas, conviene recordar la palabra de Jesús: ”Tu fe te ha curado”.

Que la petición del ciego era algo más que un deseo de obtener la curación física, lo demuestra Marcos al decir que, inmediatamente, se puso a seguir a Jesús. El ciego se convierte en testigo decidido de la magnificencia de Dios que ha experimentado en sí mismo. El que que ha obtenido que los ojos de su espíritu recuperen la vista no puede dejar de ponerse al seguimiento de Jesús, ser de los suyos, acompañarle en su caminar aunque sea en dirección al calvario, a la cruz. Si queremos aprovecharnos de la gracia del paso de Jesús cerca de nosotros imitemos a Bar Timeo, diciendole, convencidos de nuestra ceguedad e impotencia, pero con confianza ilimitada: “Señor, que puedar ver”.