“Como bajan la lluvia y la nieve del cielo y no vuelven
allá sino después de empapar la tierra, así será mi palabra que sale de mi boca”.
Un profeta profería estas palabras para suscitar en el corazón de los hombres
la esperanza, para inculcar a los mortales que no son objetos inermes,
zarandeados por las fuerzas incontroladas del universo, perdidos en el oleaje
de la casualidad o de un sino impersonal y cruel, sino que son objeto del amor
personal de Dios, que los ha llamado por nombre a la vida con su palabra, que
los sostiene y dirige constantemente con su acción, en espera de acogerlos en aquella
realidad nueva e indefectible que, para expresarla de alguna manera, llamamos
Reino de Dios. Esta visión de la realidad que nos propone la Escritura y que
aparece teñida de esperanza y optimismo choca irremediablemente con el panorama
que cada día se presenta ante nuestra mirada al contemplar el mundo concreto en
que vivimos. Hoy san Pablo recordará que la creación entera está sometida a la
frustración, que gime toda ella con dolores de parto en la esperanza de verse
liberada de la esclavitud de la corrupción y poder gozar de la libertad
gloriosa de los hijos de Dios.
Pero no es
fácil escuchar esta llamada a la esperanza que se nos comunica en nombre de
Dios. La sociedad en que vivimos con el progreso que la caracteriza a todos los
niveles, puede llevarnos a pensar que una visión religiosa del cosmos es algo
ya superado, que el hombre tiene motivos suficientes para considerarse adulto,
y por tanto desligado de toda dependencia a instancias superiores, como en el
fondo propone todo discurso religioso, con la idea de un Dios creador y juez,
con un sistema de preceptos y normas que tratan de regular el comportamiento
humano, y en consecuencia limitar su libertad, su independencia. Pero los
humanos, entre sus derechos y privilegios conservan la posibilidad de examinar
la realidad de la existencia desde el ángulo de Dios y de su revelación.
En la
medida en que somos creyentes y sin olvidar las angustias de la creación que
nos recordaba san Pablo, la lectura del evangelio propone un mensaje sumamente
sugestivo: la parábola del sembrador, como se acostumbra a llamara: “Salió el
sembrador a sembrar”. Una lectura atenta de este texto invitaría a proponerle
un nuevo título: la parábola de la simiente, porque de hecho es ella la protagonista del relato. El sembrador que
esparce la semilla no es más que simple instrumento. Pero instrumento generoso:
la semilla es esparcida a manos llenas, generosamente, sin cálculo. En efecto
la Escritura no pierde ocasión para subrayar que Dios es generoso de cara a los
hombres, que sus dones se ofrecen a todos: hace salir el sol sobre buenos y
malos, sobre justos e injustos. Desde este punto de vista no hemos de tener
temor alguno. Esta semilla desparramada es imagen de la pro-mesa de lo nuevo
que cabe esperar del amor generoso de Dios.
Así como la
semilla es repartida sin limitación y es la misma para todos, el suelo que la
recibe ofrece disposiciones muy distintas en orden a hacerla fructificar.
Jesús, en la explicación que hace de la parábola las enumera, casi
tipificándolas: el borde del camino, el suelo pedregoso, las zarzas y la tierra
buena. El resultado que tendrá la semilla será distinto según el terreno que la
recibe. Es importante recordarlo. Muy a menudo se acostumbra a dar la culpa a
Dios de todo lo que no funciona en el universo, pero no nos damos cuenta que
este modo de pensar es un esfuerzo de evasión ante las exigencias de nuestra
responsabilidad. Dios ha puesto el universo con todas sus potencialidades en
manos de los hombres y les ha recomendado: “Creced y multiplicaros, llenad la
tierra y sometedla”. Nuestra época nos muestra lo que el ingenio humano, don de
Dios, ha sido capaz de obtener. Y queda aún un largo y rico camino a recorrer.
Pero no es justo atribuirse los logros obtenidos y poner a cuenta de Dios los
resultados de nuestro egoismo, de nuestra ambición, de nuestra falta de
responsabilidad. La parábola de hoy invita a preguntarnos si somos tierra buena
capaz de hacer germinar, o camino transitado en el que nada puede crecer, o
terrreno pedregoso que agota toda iniciativa, o montón de zarzas que ahogan la
vida. Definamos nuestra actitud para darnos generosamente al trabajo que se nos
ha encomendado, como miembros de la gran familia humana, a la que nos debemos
para no pasar en vano por la vida.
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