“Abriré
mi boca diciendo parábolas; anunciaré lo secreto des-de la fundación del mundo”.
Con esta cita del salmo 77, Jesús quiere justificar el uso de parábolas para
exponer su mensaje. Enviado por Dios para anunciar la inminente llegada del
reino de los cielos, ilustra los diversos aspectos del mensaje utilizando
relatos e imágenes entresacadas de la vida cotidiana para que todos puedan
entenderle. El evangelio de hoy invita a
considerar algunos aspectos de este reino de los cielos con tres parábolas: la
de la zizaña que nace mezclada con el trigo, la del minúsculo grano de mostaza que se transforma
en gran arbusto, y la de la levadura que trabaja silenciosa pero eficazmente.
Tres aspectos complementarios de una misma realidad, que a veces resulta difícil de comprender.
La parábola de la zizaña sirve para
evocar el aspecto dramático de la historia de los hombres. La antítesis entre
la buena simiente y la zizaña recuerda que la llamada de Dios a menudo choca
con la oposición de los que rechazan la salvación, permaneciendo sordos a la
invitación de Dios hecha por Jesús. Se trata del drama de la presencia del mal
en la historia humana, misterio que a menudo produce escándalo y que no es
fácil de explicar. Considerando el ritmo divino de la salvación, es normal la
impaciencia de aquellos que se les hace difícil aceptar una situación en la
que coexisten el bien y el mal, y peor aún cuando el mal tiende a sobreponerse
y a ahogar el bien, impidiéndole su plena manifestación. Así surge la tentación de querer arrancar el mal, para que
el bien domine con todo su esplendor. Pero Jesús invita a calmar esta impaciencia: no es ahora
el momento de arrancar la zizaña, ya que existe el riesgo de arrancar también
el trigo. Hay que dejarlos crecer juntos hasta el momento de la siega. Entonces
tendrá lugar la definitiva y justa descriminación, con el triunfo del bien por
encima del mal.
El problema de la coexistencia del
bien y del mal, de la justicia y de la injusticia es una realidad constante en el espíritu del
hombre y, a lo largo de la Biblia, aparecen muchos intentos de esclarecer
esta problemática. A eso se refería hoy
la lectura del libro de la Sabiduría al describir a Dios como autor de todo lo
creado y poderoso soberano que gobierna con justicia y equidad. Su bondad
asegura la exclusión de arbitrariedades e imparcialidades en su modo de actuar;
pues Dios juzga con gran moderación y no duda en perdonar con generosidad. Pero
se dan situaciones que pueden aparecer ilógicas desde un sentido humano de la justicia,
como puede ser el caso de la paciencia divina con los contumaces opositores a
la voluntad de Dios. El autor amonesta a los paladines exagerados de la
justicia recordando con énfasis que el justo debe ser humano y que Dios ofrece
a sus hijos la dulce esperanza de que, incluso en el pecado, queda siempre
ofrecida generosamente la posibilidad del arrepentimiento.
Las otras dos parábolas del
evangelio de hoy ilustran aspectos complementarios, pero no menos importantes.
El grano de mostaza, la más pequeña de
las semillas, que al crecer se transforma en un arbusto capaz de cobijar
a los pájaros, sirve a Jesús para recordar al pequeño grupo de sus seguidores,
pobres e indefensos según el pensar humano, que les espera la actividad ingente
de llevar el evangelio hasta los confines del orbe. Y para prevenir el peligro
de preferir el éxito fugaz que pasa raudo sin dejar rastro, añade la parábola
de la levadura, que, mezclada con la harina, silenciosa pero eficazmente
transforma desde dentro toda la masa. Aparecen delineadas las dos coordenadas
del reino de los cielos: la grandiosidad del resultado final, aunque por el
momento se nos escape su dimensión, y la vitalidad y eficacia internas que dan
al reino su consistencia, constatables ya desde ahora.
Para entrar en esta perspectiva de
la paciencia divina hace falta, como recordaba San Pablo, la fuerza del
Espíritu que viene en ayuda de nuestra debilidad. El Espíritu, que hemos
recibido en el bautismo y la confirmación, nos enseña a orar, o mejor aún, hace
suya nuestra plegaria para conformarla según Dios, de modo que obtenga la
gracia necesaria para caminar por la vida hasta llegar a poseer en plenitud la
realidad a la que hemos sido llamados.
J.G.
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