21 de julio de 2017

Meditando la Palabra de Dios -Domingo XVI


         “Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré lo secreto des-de la fundación del mundo”. Con esta cita del salmo 77, Jesús quiere justificar el uso de parábolas para exponer su mensaje. Enviado por Dios para anunciar la inminente llegada del reino de los cielos, ilustra los diversos aspectos del mensaje utilizando relatos e imágenes entresacadas de la vida cotidiana para que todos puedan entenderle. El evangelio de hoy  invita a considerar algunos aspectos de este reino de los cielos con tres parábolas: la de la zizaña que nace mezclada con el trigo, la del minúsculo grano de mostaza que se transforma en gran arbusto, y la de la levadura que trabaja silenciosa pero eficazmente. Tres aspectos complementarios de una misma realidad, que a veces  resulta difícil de comprender.
            La parábola de la zizaña sirve para evocar el aspecto dramático de la historia de los hombres. La antítesis entre la buena simiente y la zizaña recuerda que la llamada de Dios a menudo choca con la oposición de los que rechazan la salvación, permaneciendo sordos a la invita­ción de Dios hecha por Jesús. Se trata del drama de la presencia del mal en la historia humana, misterio que a menudo produce escándalo y que no es fácil de explicar. Considerando el ritmo divino de la salvación, es normal la impa­ciencia de aquellos que se les hace difícil aceptar una situación en la que coexisten el bien y el mal, y peor aún cuando el mal tiende a sobreponerse y a ahogar el bien, impidiéndole su plena manifesta­ción. Así surge la  tentación de querer arrancar el mal, para que el bien domine con todo su esplendor. Pero Jesús  invita a calmar esta impaciencia: no es ahora el momento de arrancar la zizaña, ya que existe el riesgo de arrancar también el trigo. Hay que dejarlos crecer juntos hasta el momento de la siega. Entonces tendrá lugar la definitiva y justa descriminación, con el triunfo del bien por encima del mal.
            El problema de la coexistencia del bien y del mal, de la justicia y de la injusticia es  una realidad constante en el espíritu del hombre y, a lo largo de la Biblia, aparecen muchos intentos de esclarecer esta  problemática. A eso se refería hoy la lectura del libro de la Sabiduría al describir a Dios como autor de todo lo creado y poderoso soberano que gobierna con justicia y equidad. Su bondad asegura la exclusión de arbitrariedades e imparcialidades en su modo de actuar; pues Dios juzga con gran moderación y no duda en perdonar con generosidad. Pero se dan situaciones que pueden aparecer ilógicas desde un sentido humano de la justicia, como puede ser el caso de la paciencia divina con los contumaces opositores a la voluntad de Dios. El autor amonesta a los paladines exagerados de la justicia recordando con énfasis que el justo debe ser humano y que Dios ofrece a sus hijos la dulce esperanza de que, incluso en el pecado, queda siempre ofrecida generosamente la posibilidad del arrepentimiento.
            Las otras dos parábolas del evangelio de hoy ilustran aspectos complementarios, pero no menos importantes. El grano de mostaza, la más pequeña de  las semillas, que al crecer se transforma en un arbusto capaz de cobijar a los pájaros, sirve a Jesús para recordar al pequeño grupo de sus seguidores, pobres e indefensos según el pensar humano, que les espera la actividad ingente de llevar el evangelio hasta los confines del orbe. Y para prevenir el peligro de preferir el éxito fugaz que pasa raudo sin dejar rastro, añade la parábola de la levadura, que, mezclada con la harina, silenciosa pero eficazmente transforma desde dentro toda la masa. Aparecen delineadas las dos coordenadas del reino de los cielos: la grandiosidad del resultado final, aunque por el momento se nos escape su dimensión, y la vitalidad y eficacia internas que dan al reino su consistencia, constatables ya desde ahora.

            Para entrar en esta perspectiva de la paciencia divina hace falta, como recordaba San Pablo, la fuerza del Espíritu que viene en ayuda de nuestra debilidad. El Espíritu, que hemos recibido en el bautismo y la confirmación, nos enseña a orar, o mejor aún, hace suya nuestra plegaria para conformarla según Dios, de modo que obtenga la gracia necesaria para caminar por la vida hasta llegar a poseer en plenitud la realidad a la que hemos  sido llamados.

J.G.

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