23 de enero de 2016

DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)


            “Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro”. San Pablo invita hoy a considerar la realidad de la Iglesia de la que formamos parte, y verla no como simple organización humana, sino como realidad espiritual de comunión con el mismo Jesús y también con los demás hombres. La realidad de nuestra participación en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, la expresamos de modo especial al reunirnos el domingo para celebrar la Eucaristía, que no es únicamente un acto oficial, un gesto formal de protocolo, sino un momento de encuentro con Jesús, realmente presente entre nosotros, para llevar a término su obra de redención.

            Cada uno de los que venimos a la reunión del domingo somos personas libres, cada uno con su historia, sus circunstancias propias y sus necesidades. La escucha de la Palabra y la participación al único Pan eucarístico quieren realizar la unidad entre quienes, a pesar de ser muchos y diferentes, somos un solo cuerpo en Cristo Jesús, que es la Iglesia, en la que hemos recibido un único bautismo, hemos sido enriquecidos con un mismo Espíritu, y participamos de un único pan y de un único cáliz. Aunque en la Iglesia, no todos tengamos la misma función, ni hayamos recibido el mismo carisma, con todo estamos llamados a trabajar según la vocación recibida para bien de nuestros hermanos.

            Las lecturas de este domingo invitan a considerar de modo especial una de las características de nuestras reuniones. En efecto, a partir de la experiencia de Pascua, los creyentes en Jesús se reunen periódicamente para repetir el gesto del pan y del vino, recibido del Maestro en la noche del Jueves Santo, inmediatamente antes de la Pasión. Esta práctica cultual de los cristianos desde sus comienzos aparece íntimamente enlazada con la lectura y comentario de la Escritura. Ya el autor de los Hechos de los Apóstoles, al esbozar la primera comunidad de Jerusalén, afirma que los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la fracción del pan y en las oraciones. Es el esquema más antiguo de nuestras celebraciones.

            La primera lectura de hoy hablaba de la celebración que tuvo lugar en Jerusalén en los momentos de restauración a la vuelta del destierro a Babilonia. El pueblo se reúne para escuchar la lectura de la Ley, de la Palabra de Dios contenida en la Escritura. El sacerdote Esdras, desde un púlpito, leía el texto sagrado y el pueblo, llorando, expresaba sus sentimientos al recordar la voluntad de Dios y también sus propias debilidades. La lectura de la Escritura, al decir de los sacerdotes y levitas, ha de ser motivo de alegría, pues Dios quiere la salvación de su pueblo y el gozo en el Señor es la fortaleza de su pueblo.

            En esta misma linea va el evangelio de hoy. Jesús participa en una asamblea, en una reunión del pueblo, en la sinagoga de Nazaret. Hombres, mujeres y niños se sienten unidos por el deseo de escuchar la lectura del texto sagrado y, sobre todo, el comentario que iba a pronunciar su compatriota, un maestro que iba adquiriendo fama por sus enseñanzas y por los signos que realizaba. Jesús recibe de pie, en signo de veneración, el libro del profeta Isaías y lee: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido, me ha enviado para dar la Buena Nueva a los pobres, para anunciar el año de gracia del Señor”. Las palabras del profeta se refieren al Mesías y a su actividad.


            La lectura de la Escritura en nuestras celebraciones litúrgicas no es un elemento decorativo y mucho menos un lujo. Cuando los lectores proclaman la Palabra, es el mismo Espíritu que vivifica aquellos textos antiguos y, a través de ellos, hace resonar de nuevo la voz de Dios que nos interpela, que solicita nuestra atención y espera nuestra respuesta. Conviene tener presente que quien no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría, y de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo. 

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