De ordinario“ ¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para
servir a dioses extranjeros! El Señor es nuestro Dios; él nos sacó a nosotros y
a nuestros padres de la esclavitud de Egipto; él hizo a nuestra vista grandes
signos, nos protegió en el camino que recorrimos!”. Cuando Israel entró en la
tierra palestina que Dios les había prometido, tuvo que decidir
entre caminar por la senda de la fidelidad al Dios que lo había sacado de
Egipto y lo había conducido por el desierto, o por la sujección a los dioses
adorados por los pueblos de Canaan. La dureza y la sobriedad del vagar por
tierras áridas sin tener lugar fijo, dejan paso a la vida regalada y cómoda de
aquella tierra fértil, pero con este cambio de las características de la vida
material se plantea una cuestión espiritual de trascendencia. Israel ha de
decidir entre la religión austera y exigente del Dios del desierto, y los
cultos fáciles y sensuales de los pueblos cananeos sometidos. La mayoría del
pueblo con Josué a la cabeza optan por renovar la alianza con Dios, convencidos
de que Aquel que les mostró su amor en el éxodo, no dejará de mantener su
benevolencia una vez instalados y encarnados en las nuevas condiciones de vida.
De modo parecido, hoy Jesús planteó a sus
discípulos una cuestión parecida, cuando les preguntó: “¿También vosotros
queréis marcharos? Simón Pedro le contestó: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú
tienes palabras de vida eterna”. Este diálogo deja entrever una crisis seria en
la relación entre Jesús y los suyos. En la vida de todos los hombres existen
momentos de crísis, pues es la dinámica de la vida humana, incluso en su
relación con Dios, pues él no quiere autómatas, ni coaccionados, ni tibios,
sino que espera respuestas libres y decididas, en las que todo el hombre se
compromete, sin compromisos ni rebajas. Lo que plantea Jesús a sus discípulos es la necesidad de
tomar una decisión tanto respecto a su persona como sobre el mensaje que el
Padre le había encargado y que él anunciaba.
Jesús sabía muy bien que no todos lo
aceptarían hasta sus últimas consecuencias. Muchos, entusiasmados en un primer
momento con su predicación, al constatar las exigencias de sus palabras, se
espantaron y, considerando su discurso duro e inaceptable, se hicieron atrás.
Es el misterio de la libertad humana, ante el cual el mismo Dios se detiene
respetuoso. Ante la defección de muchos, quizá incluso de los mejores desde el
punto de vista meramente humano, Jesús, no sin un dejo de tristeza y de desilusión,
no duda en preguntar a los doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Jesús,
ante esta situación de crisis, no contempla mitigar sus exigencias para retener
a quienes les cuesta mantenerse en el sendero estrecho que conduce a la vida.
Hoy como ayer se impone el dilema de decidirse por Jesús o alejarse de él.
Sabemos de sobra que su doctrina es exigente,
y no va con el modo de pensar y de sentir del tiempo actual. Cuántas veces
hemos oído la frase: Si la Iglesia quiere subsistir ha de pensar en bajar el
listón de sus exigencias, ceder en algunos puntos, hacer concesiones a la
debilidad humana. ¿Por qué no pactar y buscar un compromiso de modo que,
cediendo en algo, sean más numerosos los que sigan a Jesús y engrosen sus
filas? Una lectura atenta del evangelio muestra que Jesús no era en modo alguno
un maníaco del detalle, preocupado en aplicar complicadas argucias de leguleyos
o en imponer esquemas personales más o menos justificados. Y sin embargo, en
otros aspectos no cede, porque hacerlo sería dejar de ser fiel y veraz, sería
falsear el mensaje de justicia, verdad y amor que el Padre le había encomendado
al enviarlo al mundo. “¿También vosotros queréis marcharos?”: la pregunta de
Jesús no ha perdido actualidad. Constantemente hemos de interrogarnos sobre la
actitud a adoptar ante Jesús y su mensaje.
“Señor, ¿a quién
vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos
que tú eres el Santo consagrado por Dios”. Pedro, como portavoz de los doce, se
compromete a ser fiel a Jesús. “Nosotros creemos y sabemos”, dice Pedro. No es
por nada que Pedro habla de saber: saber supone un esfuerzo para acercarnos al
mensaje, para entenderlo y asumirlo de modo inteligente, en la libertad y en el
amor. Una actitud semejante supone la generosidad de estar dispuesto a
abandonar modos de comportarse, quizás agradables a los sentidos, pero que
entrañan un egoismo que se opone al amor manifestado por Dios como norma
suprema de vida. Creer, en último término, es aceptar de lleno ser criatura y
ponerse en manos del Creador, que es Padre amoroso. Con humildad y convicción
digamos hoy con Pedro a Jesús: “Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo
consagrado por Dios”.
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