6 de diciembre de 2014

DOMINGO II DE ADVIENTO

      
 Que en sus días florezca la justicia,
y la paz abunde eternamente

       Juan bautizaba en el desierto: predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados”. Marcos evoca la figura de Juan el Bautista que, desde el desierto, donde se había retirado, invitaba a la conversión. Su mensaje contenía una nota de esperanza, pues anunciaba a alguien que debía venir después de él, superior a él mismo, que bautizaría con el Espíritu de Dios. Ese alguien, como nos enseñan los evangelios, era su pariente, Jesús de Nazaret, que confesamos Señor y Mesías, en cuyo nombre hemos sido bautizados y, en cada Eucaristía, celebramos su victoria sobre el pecado y la muerte, en espera de su retorno definitivo.

Marcos ha evocado la acción de Juan con una cita del libro de Isaías: “Una voz grita en el desierto: preparad el camino al Señor”, texto que hemos oído también en la primera lectura. Es la voz de un profeta que, después del destierro de Israel a Babilonia, invitaba al pueblo a la esperanza de una restauración, que llegó pero que, como toda realidad humana, quedó muy por debajo de lo que se había esperado. 

Juan Bautista intenta que sus contemporáneos reaviven su esperanza porque Dios está por intervenir de nuevo en la historia de los hombres por medio del hombre Jesús. Éste vino, anunció la buena nueva, invitó a los hombres a hacer posible la manifestación del Reino de Dios; pero lo que proponía no era cómodo, pues no solucionaba los problemas de la sociedad de manera inmediata y material. Por todo ésto y algo más, lo clavaron en la Cruz. Pero Jesús había anunciado que vendría de nuevo, una segunda venida, para el final de los tiempos, que colmaria la esperanza humana.

En los primeros tiempos de la iglesia, la esperanza en la segunda venida de Jesús y el cumplimiento de sus promesas era viva, animando a superar las dificultades inherentes al anuncio y difusión del Evangelio. Pero se produjo inevitablemente a la larga un desencanto. El fragmento de la segunda carta atribuida a san Pedro que leemos hoy recordaba la necesidad de no dejarnos llevar por el desanimo. El Dios de las promesas que es nuestro Dios no dejará de cumplir lo que ha anunciado, vendrá y llevará a término cuanto ha prometido. Esperad y apresurad la venida del Señor, se nos decía, y mientras esperáis, procurad vivir en paz, inmaculados e irreprochables.

La esperanza cristiana ha sido objeto de críticas. Ha sido llamada opio de los pueblos, ha sido presentada como evasión del compromiso del hombre en la vida real que continua a correr día tras día. Esperar, desde la perspectiva del Evangelio, no quiere decir sentarse cómodamente hasta que Dios nos resuelva los problemas, como por arte de encantamiento. O aceptar a regañadientes las injusticias actuales, confiando obtener un premio en el más allá. Jesús ha hecho sus promesas y nos ha invitado a esperar, pero activamente.

La esperanza, para ser auténtica, ha de ser el comienzo de una transformación, ha de ser el primer paso para que el hombre ejercite su facultad creadora y trate de hacerse con el dominio del destino y de la historia. Al invitarnos a la esperanza, Dios nos invita a asumir nuestros deberes y riesgos para construir un mundo más justo, más humano, aunque cueste; nos propone una aventura, ya que nos invita a trabajar, con las manos vacias, para edificar una historia nueva. Los cristianos estamos llamados a tomar parte en las aspiraciones de la humanidad y a trabajar,  para que poco a poco pueda ser una realidad lo que el hombre lleva en su corazón.

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