8 de enero de 2017

FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR (A)


        “Fue Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara”. San Mateo ha evocado hoy la escena del bautismo de Jesús realizado por Juan el Bautista, en las orillas del Jordán. Juan, llamado el Bautista, invitaba a sus contemporáneos a reconocer sus pecados para prepararse espiritualmente y acoger al enviado de Dios, el Mesías, que estaba por llegar para la salvación de los hombres. Y como signo de esta conversión les proponía una ablución con agua, un bautismo, en las aguas del río, que era solamente un anuncio de la obra del Mesías. Y un día, Juan vio comparecer a Jesús de Nazaret ante él pidiendo ser bautizado. Una vez cumplido el gesto ritual, Juan, como cuenta san Mateo, contempló como se abría el cielo y el Espíritu de Dios se posaba sobre Jesús, mientras la voz del Padre proclamaba: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto”. De este modo Dios manifestaba que el hombre Jesús, el Hijo de María, era su Hijo, el enviado de Dios, que quería y podía ofrecer a los hombres la posibilidad de la salvación.

            Nosotros, los hombres y mujeres de todos los tiempos, hemos recibido de Dios la vida, con todo lo que comporta: inteligencia, voluntad, libertad, capacidad de las más variadas iniciativas. El creador del universo ha querido confiar su obra a los humanos para que, cada uno a su manera, contribuyan a su crecimiento y evolución. Pero a Dios le pareció poco todo eso, y decidió darnos lo mejor de sí mismo, invitándonos a participar de su misma vida y poder ser sus hijos por adopción. Para ello envió a su mismo Hijo para que se hiciese hombre y compartiese en todo nuestra condición humana, excepto el pecado. de Dios, y por medio del rito de nuestro bautismo nos ha dado esta posibilidad de que seamos reconocidos como hijos de Dios.

            Pero no se recibe el bautismo sólo para ser etiquetados exteriormente como miembros de la Iglesia, hijos de Dios, o cristianos. El bautismo pide por su misma esencia que vivamos como creyentes, que seamos y nos manifestemos como lo que somos, es decir como hijos de Dios. En esta perspectiva Jesús es para nosotros el modelo que hemos de imitar para vivir como hijos de Dios. De él decía hoy san Pedro que pasó haciendo el bien, es decir que, en toda su vida, buscó con tenacidad lo que es bueno, lo que es verdadero, justo y noble. Los evangelios recuerdan que Jesús repetía: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. Y este mandamiento lo concretaba más al proponer a los suyos como regla de vida: “No hagáis a los demás lo que no queréis que os hagan a vosotros”. Todo un programa de vida, de actuación.

            Pero cabe preguntarse hasta qué punto los cristianos hemos sido fieles a la voluntad de Jesús. Un repaso de la historia muestra que dos mil años de cristianismo no han logrado cambiar a la humanidad. El egoísmo, la ambición, el odio, la violencia continuan desgarrando las relaciones de los hombres, la convivencia entre los pueblos. Y tantas otras lamentables realidades que han dejado sus huellas en la vida de los pueblos. La consideración de este panorama trágico puede hacer pensar que la salvación prometida por Dios es una quimera, y que no ha servido de nada que Dios nos haya llamado a ser sus hijos.


            Dios, en su Hijo Jesucristo, ha venido a ofrecer la salvación a los hombres, pero Dios no salva a la fuerza. Dios respeta la libertad del hombre y en la medida en que éste cierra sus oídos y sus ojos, endurece su voluntad, pone obstáculos a la gracia de Dios, todo queda paralizado. Nadie gana en generosidad a Dios, siempre dispuesto a derramar sus gracias, sus bendiciones sobre los hombres; pero desea, espera, solicita de parte nuestra un mínimo de aceptación, de consentimiento. Hoy es un día propicio para reflexionar sobre nuestro bautismo y renovar nuestras disposiciones para abrirnos a Dios y tratar de vivir no según nuestros caprichos y antojos, sino de acuerdo con la voluntad de Dios que es nuestro Padre, para demostrar día a día que aceptamos ser hijos de Dios y lo demostramos con nuestro modo de obrar, buscando el bien, la verdad, el amor, la justicia y la paz.

6 de enero de 2017

EPIFANÍA DEL SEÑOR


“¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”. San Mateo recuerda hoy  el episodio curioso de una estrella que apareció en el firmamento y despertó el entusiasmo de unos personajes de los que se dice únicamente que eran unos Magos y que venían de Oriente, los cuales, dejándolo todo, se pusieron en camino para adorar a un niño, que consideraban Rey de los judíos, desconocido de todos. El texto de Mateo indica que los mismos judíos, al oir la extraña noticia se inquietaron, y el rey Herodes pidió consejo a las autoridades religiosas sobre el niño buscado. Los Magos, siguiendo en su búsqueda, finalmente hallan el objeto de sus ansias, y se postran adorando a aquel Rey anunciado. Una vez cumplida su misión, volvieron a sus países de origen por otro camino. Contemplaron una estrella, pero no se pararon en el esplendor de su magnificencia física: supieron entender su mensaje, un mensaje que cambió su vida. La Iglesia de los cristianos ha entendido este enigmático episodio como una profecía: Dios llama a todos los pueblos, a todos los hombres a postrarse ante el Hijo de Dios hecho hombre, ante el Hijo de María, Jesús, el Mesías, el Salvador.

            Nosotros estamos llamados a ser una respuesta concreta a aquel episodio de los Magos de Oriente. En efecto, nosotros formamos parte de la multitud de pueblos no judíos, llamados por Dios a adorar a su Hijo, que los Magos prefiguraron. Nosotros, por nuestro bautismo, hemos sido hechos hijos de Dios, hemos alcanzado por gracia lo que aquellos Magos sólo pudieron intuir en su inicial aceptación de la fe. Conviene insistir en que la estrella que vieron los Magos supuso un cambio profundo en su vida. Mateo apunta que los Magos, una vez adoraron a Jesús, volvieron a su país por otro camino, para subrayar la nueva dimensión que se había introducido en su vida. La celebración de la Epifanía ha de recordarnos la universalidad de la llamada de Dios a la fe y al mismo tiempo su gratuidad.

            Pero la solemnidad de la Epifanía posee un aspecto folklórico que la tradición de nuestro pueblo ha cuidado con cariño: todos somos sensibles a la imagen de los Reyes de Oriente, que pasan repartiendo regalos y haciendo la felicidad de los niños. Pero este hecho tan familiar y entrañable puede inducir a que muchos no entiendan debidamente la dimensión del misterio de la Epifanía que celebramos, y que caiga así en el olvido el tema importante de la vocación a la fe que Dios dispensa a todo hombre, sea el que sea el color de su piel, su raza, su cultura. La celebración de la Epifanía es una llamada más a tomarnos en serio la dimensión universal de nuestra condición de cristianos, superando barreras, abriendo horizontes, renovando nuestro modo de pensar y de actuar, tal como hicieron los Magos.

            En la noche de nuestro mundo brillan en el firmamento infinidad de estrellas. No es necesario entretenerse en enumerar estas estrellas. Para nosotros cristianos continua brillando la estrella que guió a los Magos, que es Jesús, el Salvador de los hombres, que ofrece a todos con el don de la fe la posibilidad de trabajar para que en nuestro mundo reine la justicia, la libertad y la paz, de las que tanto está necesitada nuestra sociedad, torturada por el egoísmo, la ambición, el odio y la violencia. Cada uno de nosotros conoce su propia historia y sabe qué señales Dios le ha ofrecido para llamrlo a la fe. Pero es mucho más importante saber cómo hemos respondido. Es de desear que hayamos sido imitadores de los Magos, capaces de dejar su cómoda situación para seguir la estrella y llegar a Jesús, a pesar de todas las dificultades que, sin duda, aparecerán. Y sobre todo, si hemos llegado a Jesús, no volvamos sobre nuestros pasos sino iniciemos nuestro regreso por caminos nuevos, por la senda que conduce a la vida.


30 de diciembre de 2016

SANTA MARÍA MADRE DE DIOS


           “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor el Señor se fije en ti y te conceda la paz”. La costumbre quiere que, al inicio del nuevo año nos felicitemos mútuamente, deseándonos que nos sea propicio el año que empieza. También la liturgia quiere de alguna manera seguir esta costumbre y por esta razón se lle hoy un fragmento del libro de los Números que recuerda la solemne bendición que los sacerdotes de Israel, por encargo de Dios, pronunciaban sobre el pueblo. Bendecir significa invocar el nombre de Dios sobre el pueblo para su bien. La bendición del Señor nos recuerda cual ha sido, es y será la actitud de Dios para con nosotros: El Señor fija su mirada sobre nosotros, nos mira complacido, nos promete su protección, su favor, su paz. Dios quiera que podamos vivir este año que empieza con el convencimiento que Él nos ama y que quiere acompañarnos con su favor para colaborar en la edificación de un mundo en el que triunfen la justicia, el derecho, la libertad y la paz.

        Dios ha bendecido al hombre desde la creación y esta bendición constante ha encontrado su plenitud en la gran manifestación de amor y paz que ha sido la encarnación del Hijo de Dios. En la segunda lectura el Apóstol Pablo ha insistido en que Jesús, la Palabra hecha carne, ha asumido toda la realidad de la naturaleza humana precisamente para traer a los hombres la liberación de la ley del pecado y de la muerte, y, comunicándonos su Espíritu, dándonos la posibilidad de llamarnos y ser verdaderamente hijos de Dios y herederos de la vida eterna. Por esto podemos dirigirnos a Dios, sin temor, invocándole como Padre.

            San Pablo, al evocar el nacimiento de Jesús, ha recordado discretamente a la mujer de la que quiso nacer el Hijo de Dios, a la que con pleno derecho llamamos la Madre de Dios, Santa María Virgen. Es precisamente junto a María que los pastores de los que habla el Evangelio han encontrado al recién nacido del que les había hablado el ángel en la noche de Navidad. María, que al anuncio del ángel, abriéndose completamente a la acción del Espíritu concibió al Verbo, que en su día fue llamada por su prima santa Isabel "dichosa, porque había creído en la Palabra del Señor", la vemos hoy en actitud contemplativa, meditando en su corazón el misterio que estaba viviendo.

La maternidad de María, como enseña la tradición de la Iglesia,  es ciertamente un don divino, pero al mismo tiempo es una aventura hecha de fe y de amor, una aventura que ha conocido momentos de gran alegría, pero que no ha evitado la turbación, la dificultad, el no entender siempre las palabras o las acciones de su Hijo, el dolor finalmente que supuso estar al pie de la Cruz en el momento de la oblación suprema de Jesús. Pero en toda esta aventura resuena siempre el "fiat", el "hágase en mi" del momento de la anunciación. María nos invita a ser como ella fieles a la Palabra recibida y a no hacernos atrás en los momentos de dificultad, de obscuridad, de cruz.

            Los pastores que, después de haber recibido el anuncio del ángel, se apresuraron a constatar personalmente lo que se les había dicho acerca del Salvador, del Mesías, que viene a traer la paz a los hombres que ama el Señor, pero hallaron únicamente un signo, pobre, humilde, un niño envuelto en pañales. No obstante, aceptan el signo en la fe, y cuentan lo que se les había dicho de aquel niño, dando gloria y alabanza por todo lo que habían visto y oído.

            También nosotros, cristianos del siglo XXI, hemos visto el signo de nuestra celebración, hemos oído la Palabra de Dios. Indudablemente este signo es poca cosa si lo comparamos con todos los deseos y aspiraciones que alberga nuestro corazón. Imitemos a María, meditando en nuestro corazón las obras de Dios, imitemos a los pastores, volviendo a nuestras casas, aceptando en la fe cuanto se nos ha dicho, alabando y dando gracias a Dios, convencidos que, con su bendición, nos acompañará durante este año que hoy empieza.