6 de enero de 2017

EPIFANÍA DEL SEÑOR


“¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”. San Mateo recuerda hoy  el episodio curioso de una estrella que apareció en el firmamento y despertó el entusiasmo de unos personajes de los que se dice únicamente que eran unos Magos y que venían de Oriente, los cuales, dejándolo todo, se pusieron en camino para adorar a un niño, que consideraban Rey de los judíos, desconocido de todos. El texto de Mateo indica que los mismos judíos, al oir la extraña noticia se inquietaron, y el rey Herodes pidió consejo a las autoridades religiosas sobre el niño buscado. Los Magos, siguiendo en su búsqueda, finalmente hallan el objeto de sus ansias, y se postran adorando a aquel Rey anunciado. Una vez cumplida su misión, volvieron a sus países de origen por otro camino. Contemplaron una estrella, pero no se pararon en el esplendor de su magnificencia física: supieron entender su mensaje, un mensaje que cambió su vida. La Iglesia de los cristianos ha entendido este enigmático episodio como una profecía: Dios llama a todos los pueblos, a todos los hombres a postrarse ante el Hijo de Dios hecho hombre, ante el Hijo de María, Jesús, el Mesías, el Salvador.

            Nosotros estamos llamados a ser una respuesta concreta a aquel episodio de los Magos de Oriente. En efecto, nosotros formamos parte de la multitud de pueblos no judíos, llamados por Dios a adorar a su Hijo, que los Magos prefiguraron. Nosotros, por nuestro bautismo, hemos sido hechos hijos de Dios, hemos alcanzado por gracia lo que aquellos Magos sólo pudieron intuir en su inicial aceptación de la fe. Conviene insistir en que la estrella que vieron los Magos supuso un cambio profundo en su vida. Mateo apunta que los Magos, una vez adoraron a Jesús, volvieron a su país por otro camino, para subrayar la nueva dimensión que se había introducido en su vida. La celebración de la Epifanía ha de recordarnos la universalidad de la llamada de Dios a la fe y al mismo tiempo su gratuidad.

            Pero la solemnidad de la Epifanía posee un aspecto folklórico que la tradición de nuestro pueblo ha cuidado con cariño: todos somos sensibles a la imagen de los Reyes de Oriente, que pasan repartiendo regalos y haciendo la felicidad de los niños. Pero este hecho tan familiar y entrañable puede inducir a que muchos no entiendan debidamente la dimensión del misterio de la Epifanía que celebramos, y que caiga así en el olvido el tema importante de la vocación a la fe que Dios dispensa a todo hombre, sea el que sea el color de su piel, su raza, su cultura. La celebración de la Epifanía es una llamada más a tomarnos en serio la dimensión universal de nuestra condición de cristianos, superando barreras, abriendo horizontes, renovando nuestro modo de pensar y de actuar, tal como hicieron los Magos.

            En la noche de nuestro mundo brillan en el firmamento infinidad de estrellas. No es necesario entretenerse en enumerar estas estrellas. Para nosotros cristianos continua brillando la estrella que guió a los Magos, que es Jesús, el Salvador de los hombres, que ofrece a todos con el don de la fe la posibilidad de trabajar para que en nuestro mundo reine la justicia, la libertad y la paz, de las que tanto está necesitada nuestra sociedad, torturada por el egoísmo, la ambición, el odio y la violencia. Cada uno de nosotros conoce su propia historia y sabe qué señales Dios le ha ofrecido para llamrlo a la fe. Pero es mucho más importante saber cómo hemos respondido. Es de desear que hayamos sido imitadores de los Magos, capaces de dejar su cómoda situación para seguir la estrella y llegar a Jesús, a pesar de todas las dificultades que, sin duda, aparecerán. Y sobre todo, si hemos llegado a Jesús, no volvamos sobre nuestros pasos sino iniciemos nuestro regreso por caminos nuevos, por la senda que conduce a la vida.


30 de diciembre de 2016

SANTA MARÍA MADRE DE DIOS


           “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor el Señor se fije en ti y te conceda la paz”. La costumbre quiere que, al inicio del nuevo año nos felicitemos mútuamente, deseándonos que nos sea propicio el año que empieza. También la liturgia quiere de alguna manera seguir esta costumbre y por esta razón se lle hoy un fragmento del libro de los Números que recuerda la solemne bendición que los sacerdotes de Israel, por encargo de Dios, pronunciaban sobre el pueblo. Bendecir significa invocar el nombre de Dios sobre el pueblo para su bien. La bendición del Señor nos recuerda cual ha sido, es y será la actitud de Dios para con nosotros: El Señor fija su mirada sobre nosotros, nos mira complacido, nos promete su protección, su favor, su paz. Dios quiera que podamos vivir este año que empieza con el convencimiento que Él nos ama y que quiere acompañarnos con su favor para colaborar en la edificación de un mundo en el que triunfen la justicia, el derecho, la libertad y la paz.

        Dios ha bendecido al hombre desde la creación y esta bendición constante ha encontrado su plenitud en la gran manifestación de amor y paz que ha sido la encarnación del Hijo de Dios. En la segunda lectura el Apóstol Pablo ha insistido en que Jesús, la Palabra hecha carne, ha asumido toda la realidad de la naturaleza humana precisamente para traer a los hombres la liberación de la ley del pecado y de la muerte, y, comunicándonos su Espíritu, dándonos la posibilidad de llamarnos y ser verdaderamente hijos de Dios y herederos de la vida eterna. Por esto podemos dirigirnos a Dios, sin temor, invocándole como Padre.

            San Pablo, al evocar el nacimiento de Jesús, ha recordado discretamente a la mujer de la que quiso nacer el Hijo de Dios, a la que con pleno derecho llamamos la Madre de Dios, Santa María Virgen. Es precisamente junto a María que los pastores de los que habla el Evangelio han encontrado al recién nacido del que les había hablado el ángel en la noche de Navidad. María, que al anuncio del ángel, abriéndose completamente a la acción del Espíritu concibió al Verbo, que en su día fue llamada por su prima santa Isabel "dichosa, porque había creído en la Palabra del Señor", la vemos hoy en actitud contemplativa, meditando en su corazón el misterio que estaba viviendo.

La maternidad de María, como enseña la tradición de la Iglesia,  es ciertamente un don divino, pero al mismo tiempo es una aventura hecha de fe y de amor, una aventura que ha conocido momentos de gran alegría, pero que no ha evitado la turbación, la dificultad, el no entender siempre las palabras o las acciones de su Hijo, el dolor finalmente que supuso estar al pie de la Cruz en el momento de la oblación suprema de Jesús. Pero en toda esta aventura resuena siempre el "fiat", el "hágase en mi" del momento de la anunciación. María nos invita a ser como ella fieles a la Palabra recibida y a no hacernos atrás en los momentos de dificultad, de obscuridad, de cruz.

            Los pastores que, después de haber recibido el anuncio del ángel, se apresuraron a constatar personalmente lo que se les había dicho acerca del Salvador, del Mesías, que viene a traer la paz a los hombres que ama el Señor, pero hallaron únicamente un signo, pobre, humilde, un niño envuelto en pañales. No obstante, aceptan el signo en la fe, y cuentan lo que se les había dicho de aquel niño, dando gloria y alabanza por todo lo que habían visto y oído.

            También nosotros, cristianos del siglo XXI, hemos visto el signo de nuestra celebración, hemos oído la Palabra de Dios. Indudablemente este signo es poca cosa si lo comparamos con todos los deseos y aspiraciones que alberga nuestro corazón. Imitemos a María, meditando en nuestro corazón las obras de Dios, imitemos a los pastores, volviendo a nuestras casas, aceptando en la fe cuanto se nos ha dicho, alabando y dando gracias a Dios, convencidos que, con su bendición, nos acompañará durante este año que hoy empieza.



25 de diciembre de 2016

FELIZ NAVIDAD

     
          “En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre”. San Juan, en el prólogo de su evangelio, lleva a su lector al principio, antes del comienzo de los tiempos, para decir que la Palabra ha existido siempre, que Palabra está junto a Dios, porqué es Dios. Desde estas alturas inalcanzables, Juan baja a un nivel más asequible, cuando afirma que aquella Palabra se ha abajado, se hizo carne, o mejor se hizo hombre como nosotros. Y utilizando una imagen muy gráfica para gente que vivía en el desierto o en la estepa, que acompañaba a sus ganados en la búsqueda de pastos, pero que dice bien poco a los hombres de la era espacial: acampó entre nosotros, plantó su tienda entre nosotros.
            Indudablemente estamos en el ámbito de la fe. Creer es fiarse de quien nos habla, es asumir lo que se nos propone aunque no se acabe de ver claro. Si se viese claro ya no sería fe. Hemos de creer pues lo que nos dice Juan y entender que sus palabras no intentan trasladarnos a un mundo ajeno a la realidad en la que vivimos. Juan intenta explicarnos la aventura de esa Palabra que estaba junto a Dios, porque era Dios, y que por medio de ella se hizo todo lo que existe, porque en ella había vida y la vida era luz para los hombres. Con otras palabras, la realidad que llamamos universo depende de esa Palabra, pues ella fue que la creó, la iluminó, le dio vida.

            A continuación recalca la relación que existe entre esta Palabra y los hombres a los cuales iba dirigida: “Al mundo vino y en el mundo estaba y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron”. Juan quiere decir que Israel, aunque esperaba al Mesías, cuando llegó no lo recibió. Y no lo recibió porque le faltaba una actitud de humilde apertura. El Mesías que se les presentó no encajaba en el proyecto que se habían hecho, no respondía a lo que ellos querían. Y vino el rechazo. Lo que se dio en Israel entonces, ha continuado dándose en los siglos siguientes. Aún hoy, son legión en el mundo los que o no han oído hablar de la Palabra, o no han querido acogerla, o la han combatido, o, simplemente, quieren ignorarla, porque sus exigencias son incómodas. Estamos ante el problema siempre actual de la fe y de la incredulidad, de la aceptación y del rechazo.

            Pero Juan deja abierta la posibilidad de que algunos, que de hecho han sido muchos a lo largo de los siglos, hayan recibido esta Palabra, se hayan abierto a ella, y así hayan recibido el poder de ser hijos de Dios, en la medida en que creen en su nombre. Estas reflexiones del evangelista invitan a plantearnos la realidad de nuestra fe cristiana. Creer en Jesús no quiere decir simplemente repetir con los labios el símbolo de la fe. Creer en la Palabra significa abrir nuestro corazón al mensaje que ofrece, dejar nuestros planteamientos egoístas y ambiciosos para acoger la ley del amor que es, en resumen, el contenido fundamental del evangelio de Jesús.


            Si la Palabra ha acampado entre nosotros, si Dios ha querido hacerse hombre es para enseñarnos a valorar lo que significa ser hombre, lo que representa cada hombre y cada mujer de cualquier raza, lengua, pueblo, cultura o mentalidad. La Navidad que celebramos nos haga más sensibles a los hermanos que tenemos al lado. Es con nuestro amor, con nuestra dedicación al prójimo que llevaremos a cabo la labor evangelizadora que Jesús ha venido a iniciar en este mundo. Queda mucho por hacer, pero si todos nos apuntamos con decisión y entusiasmo, Jesús continuará haciendo maravillas.