16 de diciembre de 2016

IV DOMINGO DE ADVIENTO - Ciclo A


              “Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para anunciar el evangelio de Dios”. Con estos términos el apóstol san Pablo escribió a los cristianos de Roma, preparando su visita a aquella ciudad. Fariseo, hijo de fariseos, es decir, perteneciente al grupo más observante de la religión judía, se opuso enérgicamente a la primera predicación de los seguidores de Jesús y al mensaje que proponían. Pero, como él mismo recuerda, Dios le salió al encuentro y de perseguidor de Jesús se convirtió en su apóstol decidido, hasta llegar a entregar incluso su propia vida. Desde aquel momento, para Pablo lo único importante es la figura de Jesús, nacido, según la carne, de la estirpe de David, y constituído, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, por su resurrección de la muerte. Y esta es la buena nueva, el evangelio que predicó infatigablemente y que llega aún hoy a todos los hombres de todos los tiempos, de todos los países.

            Este mensaje de Pablo abre la liturgia de este cuarto domingo de adviento, como preparación inmediata a la solemnidad de la Navidad del Señor. La celebración de Navidad fue instituída para que los cristianos tuviésemos siempre presente lo que significa que Dios se haya hecho hombre y haya asumido la realidad de nuestra carne,  excepto en el pecado. Pero cuando se entiende esta realidad hasta el fondo, no puede aceptarse sin producir un cambio en nuestra propia existencia. En efecto, aterra pensar que este Dios quiso nacer como nosotros hemos nacido, porque, se quiera o no, todo nacimiento supone muerte. Asusta admitir que Dios nazca y muera, como nosotros nacemos y morimos. Quien acepta que Dios ha nacido y ha muerto, y que lo ha hecho para salvarnos, no puede seguir viviendo guiándose sólo por su egoísmo, por su ambición, por su sensualidad. Quien acepta la Navidad en su sentido profundo debe iniciar una vida nueva, con todas las consecuencias que esto entraña.

            Esto explica que, sin darnos cuenta o queriéndolo a sabiendas, hemos ido transformando el contenido fundamental de la Navidad cristiana, convirtiéndola en una fiesta pagana de luces de vivos colores, olvidando a los que viven en tinieblas de muerte; de regalos y dones para los que ya tienen de todo, sin pensar en aquellos a los que les falta lo más esencial para la vida; disfrutando en banquetes y comilonas, sin acordarse de los que cada día mueren de hambre en algún rincón del planeta; gozando con familiares y amigos, ignorando a los millones de emigrantes, prófugos y refugiados, que malviven sin esperanza, por culpa de los que se consideran garantes del orden y de la justicia del mundo en que vivimos. Por esto, si queremos celebrar la Navidad como cristianos, hemos de abrir el corazón para entender el mensaje del apóstol y tomarnos en serio a Jesús, Salvador del mundo, y asumir en plenitud el don y la misión de vivir la realidad de la fe, no reduciéndola a palabras vacías, a gestos de pura fórmula, sino siguiendo la pauta que Jesús nos enseñó con sus palabras, y sobre todo con su vida, fiel a Dios hasta la muerte de cruz.

            Pero el Apóstol recalca también cómo Jesús no llega de modo inesperado sino que es el término de una historia de salvación hecha de sufrimiento, caídas y levantamientos, que trataba de hacer comprender con insistencia el amor que Dios tiene hacia los hombres, hasta llegar al gesto de la aparición de su Hijo, nacido, según la carne, de la estirpe de David. La primera lectura de hoy recordaba una antigua profecía en la que estaban en juego un niño prometido y esperado, junto a la doncella que fue su madre. Este texto de Isaías sirve a Mateo en el evangelio para recordar detalles del nacimiento de Jesús, el que salvará a su pueblo de sus pecados, el Hijo de María, la virgen de Nazaret.


            Pero las intervenciones de Dios en la historia de los hombres no son fáciles de entender y de asumir. Mateo propone el ejemplo de José, el prometido esposo de María, -hombre justo, lo llama-, y las dudas y zozobras que experimentó ante el embarazo de María. Como José, dejando de lado nuestros criterios, aceptemos el plan de Dios, disponiéndonos a colaborar generosamente con Jesús, para la salvación del mundo.




9 de diciembre de 2016

III Domingo de Adviento Ciclo A


“¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. Con esta pregunta Juan el Bautista expresa su perplejidad ante el modo como Jesús está llevando a cabo su misión. El Precursor, en efecto, desde que comenzó a predicar su bautismo de penitencia, urgía a la conversión porque el juicio estaba a las puertas. El domingo pasado nos decía que no era posible escapar de la ira inminente, ya que estaba por llegar aquel que bautizaría no con agua, sino con fuego y Espíritu. Pero en lugar de encontrarse con el que tiene el bieldo en la mano para aventar su parva y quemar la paja en una hoguera después de haber recogido el trigo, - son palabras del Bautista -, tenía delante la figura de Jesús, un hombre que anunciaba el perdón, la reconciliación y la paz, que buscaba a los descarriados, que acogía a pecadores, que se entretenía a curar a los enfermos, a consolar a los pobres.

            “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. Quizás estas palabras, más que una duda planteada en el espíritu del Bautista, expresan la sorpresa de quien ha creído sinceramente en la llamada de Dios, que se ha puesto a escuchar con fidelidad la Palabra de la Escritura, pero que al constatar que los acontecimientos siguen una ruta diferente de la imaginada, trata de buscar la confirmación de que su esperanza no quedará defraudada. Esta experiencia de Juan es un ejemplo más de las paradojas de las intervenciones de Dios en la historia humana. Juan esperaba la aplicación severa de la justicia y he aquí el amor. Esperaba la destrucción del pecado y llega el perdón de los pecadores.

            Para responder a Juan, Jesús describe su misión diciendo: “Id a anunciar a Juan lo que veis: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia”. Lo que Jesús enumera es la constatación de que habían llegado los tiempos mesiánicos anunciados por los profetas, como hemos escuchado en la primera lectura de hoy, del libro del profeta Isaías. De esta forma, Jesús dice a Juan, y en él a todos nosotros, que hay que leer la Biblia entera, evitando seleccionar los pasajes que mejor se nos acomodan. Jesús quiere enseñar a Juan a abrir sus horizontes y a acomodarse a la voluntad salvífica de Dios. El juicio tendrá lugar ciertamente y conviene prepararse, pero no esta programado para la primera venida sino en la segunda venida de Jesús.

            “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. La respuesta de Jesús a Juan no es del todo aclaratoria. Los signos que Jesús realiza sólo serán comprendidos en su auténtica dimensión después de Pascua. De alguna manera la sombra de la cruz que acompaña a Jesús a lo largo de su ministerio, se extiende también sobre Juan, el cual ha de evitar que su perplejidad se convierta en tentación y la tentación en escándalo. Este peligro lo corría Juan, que no era una caña agitada por el viento, ni un hombre seducido por el lujo y la comodidad, sino un auténtico profeta que vivía en el desierto. Este peligro lo corremos constantemente nosotros. Es posible que nos venga espontáneamente la cuestión: ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? Es posible que alguna vez el mensaje del Evangelio o actuaciones de la historia de la Iglesia nos planteen auténticos problemas de coherencia y fidelidad, que nos lleven a decirnos: ¿Vale la pena creer en Dios, en Jesús? ¿No existe la posibilidad de encontrar otro Mesías, que facilite el camino, que haga menos duro nuestro diario peregrinar en busca de la verdad, de la justicia y de la paz?


            Podría ser una respuesta a esta problemática lo que el apóstol Santiago afirma en la segunda lectura. Como Juan, ha recordado que el juez está a la puerta, que la venida del Señor no queda lejos. Pero al mismo tiempo recomienda paciencia: una paciencia que no significa ni desánimo ni resignación, sino que es fuerza moral que domina, sin ceder nunca, las reacciones instintivas suscitadas por la adversidad. Como el agricultor que ha hecho cuanto podía por sus tierras y después aguarda paciente la llegada de la cosecha, vivamos así esperando con paciencia la venida del Señor cumpliendo nuestro deber, reprimiendo cualquier flexión en la fidelidad.

7 de diciembre de 2016

SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

          

         “Oh Dios, por la Concepción Inmaculada de la Virgen María preparaste a tu Hijo una digna morada y, en previsión de la muerte de este mismo Hijo preservaste a María de todo pecado”. La colecta que inicia la celebración de esta solemnidad alude claramente al designio de Dios que, en su voluntad de salvar a la humanidad, quiso enviar a su Hijo para que se hiciese hombre entre los hombres. Pero dado que todo hombre nace naturalmente de mujer, puso especial interés en preparar a la mujer destinada a ser madre de su hijo. La encarnación del Hijo de Dios y el papel de María en este misterio son los dos aspectos que esta celebración propone a nuestra consideración.

            La primera lectura ha recordado cómo Dios llamó a la vida a Adán, el primer hombre, y que el hombre no supo o no quiso responder a la llamada divina. El diálogo de Dios con Adán y Eva en el paraíso después de la transgresión, permite comprender la triste condición en la que el hombre vino a encontrarse por su desobediencia. El autor del libro del Génesis describe al hombre como escondiéndose de Dios, consciente de su desnudez, por haber perdido la comunión vital que lo ligaba a Dios. Pero con su falta perdió también la comunión que le ligaba a su misma compañera. Al serle reprochada su desobediencia el hombre, incapaz de asumir la responsabilidad de su acto, descarga el peso de lo acaecido en la mujer. Y ésta, para no ser menos, acusa a la serpiente. Triste conclusión para aquellos a los que la serpiente prometía ser como dioses. Pero Dios no deja a la humanidad sumida en el pecado que conduce a la muerte: esta página ya deja entrever al nuevo Adán, nacido de la estirpe de la mujer, que con su fidelidad reanudará la relación de la familia humana con Dios, venciendo así al pecado y a la muerte.

            El evangelio ha evocado el momento preciso en que el Hijo de Dios, la Palabra del Padre, se prepara para entrar en el mundo. Dios, que de infinitas maneras muestra su respeto por la persona humana, antes de asumir nuestra carne en el seno de la mujer que se ha escogido, pide con sencillez su consentimiento. María, escogida por Dios, ha recibido el favor divino con la plenitud con que puede acogerlo una criatura, y está preparada para la misión a que se le ha destinado: pero antes se le pide su consentimiento. Dios no fuerza. Ella colabora con generosidad: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». María, por gracia de Dios fue concebida sin pecado y, generosa en su disponibilidad total, puede acoger a la Palabra hecha carne y asegurar así la salvación de toda la familia de los hombres.

            El relato de Lucas queda completado con la exposición que en la segunda lectura ha hecho el apóstol Pablo. Desde antes de la creación del mundo, Dios ha escogido, en la persona de Jesús, a todos los hombres para que fuesen sus hijos, santos e irreprochables ante él por el amor, para participar de su misma vida divina. Este designio de Dios sin embargo no priva al hombre de la prerrogativa de su libertad. Lo que Dios ofrece al hombre queda siempre supeditado de alguna manera a que éste lo acepte libremente. Así Dios al comienzo de la obra de redención quiso contar con la colaboración de la estirpe humana, representada en la figura de María, escogida por Dios para ser Madre de su Hijo unigénito.

            Al celebrar con gozo la obra que Dios ha realizado en la humilde Virgen de Nazaret desde su Concepción Inmaculada hasta el momento de su aceptación de la divina maternidad, conviene entender en toda su dimensión esta obra de Dios. Junto con María, inicio e imagen de la Iglesia, también hemos sido escogidos por Dios para tener parte en su proyecto de salvación y se nos ha dado todo cuanto necesitamos para aceptar esta llamada. Toca a nosotros saber responder con la misma prontitud y generosidad de María a la elección de Dios para ser santos e irreprochables ante él en el amor, para alabanza de su gloria.