4 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO


             “No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos”. Estas palabras que san Lucas pone en labios de Jesús suscitan una cuestión de inegable actualidad. En efecto, el misterio de la muerte acompaña la vida de todo ser y, en cierto sentido, es el misterio mismo de los humanos. Cuando un hombre o una mujer deja de mirar al más allá, cuando se resigna a que la muerte ponga fin a su existencia de modo definitivo, es natural que se afane en realizar todos sus deseos en este mundo, pues no puede aspirar a más. Esto explica que se soporte dificilmente la enfermedad y la disminución de las fuerzas físicas e intelectuales; e incluso que, a menudo, la vida aparezca sin sentido y la desesperación bloquee el corazón. La sola posibilidad de romper este círculo fatal es la de dar crédito a las palabras de Jesús y confesar que Dios es Dios de vivos, no de muertos, como afirma el mismo Jesús en el evangelio de hoy, respondiendo a las elucubraciones de los judío saduceos.

            Puntualizando la enseñanza de Jesús, en primer lugar hay que afirmar que la vida no termina con la muerte, y la razón de esta realidad se encuentra en el hecho de que nuestro Dios es un Dios Viviente, un Dios cuya acción va más allá de la fugaz y relativamenre breve vida de los humanos. Y, aunque para algunos tenga un valor dudooso, Dios nos ha dado una prueba de ello al resucitar de entre los muertos a su Hijo Jesús, después de su crucifixión y su sepultura. La fe cristiana descansa en el testimonio de unos hombres y mujeres que, a pesar de sus dudas, desánimos y pusilanimidades, no dudaron en confesar que el Señor había resucitado verdaderamente y habían comido y bebido con él. Su testimonio se transmitió y está en la base de la realidad del cristianismo que en pocos siglos se impuso en el mundo de la época. Pero el mensaje cristiano no se limita a confesar la resurrección de Jesús y continúa afirmando que esta resurrección está también prometida para todos los que creen en él: “El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”, dijo un día el mismo Jesús.

            A la luz de la resurrección de Jesús, toda la vida cristiana adquiere una nueva perspectiva y una esperanza gozosa. El cristiano ama la vida, se esfuerza en vivirla procurando colaborar con Dios en la obra de la conservación y crecimiento del universo, y la gracia del Espíritu le ayuda para no vivir angustiado por lo que significa la muerte, porque sabe muy bien que, aunque la certeza de morir entristezca, consuela la promesa de la futura inmortalidad, dado que cuando se deshará nuestra morada terrenal, adquiriremos una mansión eterna junto a Dios. Por esto el creyente en Jesús debería estar lejos de la angustia de aquellos que, dado que todo tiene su fin, todo se acaba en la nada, quieren agotar el tiempo para llevar a cabo, cueste lo que cueste, todos sus proyectos.

            Jesús nos ofrece una vida más allá de la muerte, que en cierto modo es culminación de la vida actual, y en cierto modo una auténtica superación. Pero Jesús no entra en detalles acerca de cómo será esta vida nueva para satisfacer nuestra curiosidad. A los saduceos que proponían la extraña historia de la mujer de los siete maridos, Jesús les responde indicando que para los juzgados dignos de la vida futura no habrá ya posibilidad de casarse, no habrá más procreación dado que ya no habrá más muerte. Y añade además que serán como ángeles, serán hijos de Dios, pues participarán en la resurrección. Es mucho, pero al mismo tiempo es poco, en cuanto no se dan detalles.


            En la segunda lectura, san Pablo insistía en que Dios nos ama y nos da fuerza para que testimoniemos con palabras y obras lo que creemos y esperamos: que Jesús es el primero de los resucitados y que la fuerza de su Espíritu no nos faltará para llevar a término nuestra nuestra vida hasta resucitar con él y recibir el premio de la vida en Dios que no tendra fin y colmara todas nuestras esperanzas.

31 de octubre de 2016

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS -C


“Hoy nos concedes celebrar la gloria de tu ciudad santa, la Jerusalén celeste, que es nuestra madre, donde eternamente te alaba la asamblea festiva de todos los santos”. Con estas palabras inicia en este día la plegaria eucarística, para recordarnos a todas aquellas personas que, después de haber superado las dificultades de la vida presente, participan ya en la gloriosa liturgia del Reino, glorificando y dando gracias a Dios. Los que formamos la comunidad itinerante de los creyentes nos esforzamos con esperanza a caminar hacia esta realidad, que, en verdad, solamente una fe firme puede ayudarnos a esperar. Sin duda sirve de ayuda y consuelo saber que algunos de los nuestros ya han terminado con éxito su camino y gozan de la paz definitiva y que podemos contar con ellos como amigos y modelos.

            La liturgia de este día nos propone el tema de la reunión de los justos en la montaña en la cual Dios ha establecido el lugar santo de su presencia. El texto que se utiliza hoy como salmo responsorial, el salmo 23, desarrolla este tema en un contexto procesional, probablemente en relación con el Arca del Señor que se conservaba en el templo de Jerusalén. La primera estrofa del salmo es un breve himno que canta el dominio cósmico de Dios, autor y conservador de todo. El universo entero así como todos los que lo habitan, son obra de Dios, el cual ha querido establecer su morada en la montaña que se alza en medio de Israel, y hacia la cual los hijos de Jacob se dirigen para rendirle culto. Pero este lugar santo permanece abierto no sólo para los hijos de Israel, sino también para todos los hombres.

Para subir a esta montaña sin embargo es necesario observar determinadas condiciones: tener las manos inocentes y el corazón puro. En otras palabras, para participar en el culto, temporal o definitivo, de Dios, es necesario que la vida de cada día esté inspirada por los mandamientos que el mismo Dios indicó en el momento de establecer su Alianza con los hombres. A quien se comporta de este modo le corresponde tener parte en la bendición divina, convirtiéndose en la generación que busca al Señor, es decir que desea encontrarse ante su presencia en su santuario, para participar en el culto que allí se celebra. Lo que era una realidad para los peregrinas de Israel que se acercaban al templo de Sion, lo es para todos los que desean participar de la intimidad de Dios en la morada definitiva de la nueva Jerusalén.

            En la primera lectura, san Juan contaba una visión que tuvo: los elegidos, tanto los que vienen del pueblo de Israel y que habían sido marcados, como las muchedumbres que vienen de toda nación, raza, pueblo y lengua, con vestidos de fiesta, cantan las alabanzas de Dios salvador que les ha hecho superar el pecado y la muerte, para gozar de la vida eterna. El simbolismo de estas imágenes, ricas de contenido, ofrecen dos aspectos que conviene subrayar: la reunión de todos los hombres en una única comunidad festiva, que proclama, alabando y dando gracias por la realidad de la propia salvación, y la parte que corresponde a Dios que ha querido y hecho posible este encuentro de salvación.

            Esta comunión de los elegidos con Dios, que se manifestará plenamente al fin de los tiempos, tiene como fundamento el hecho que el amor de Dios nos ha concedido poder ser sus hijos. Esta realidad aún no se ha manifestado plenamente, dado que la experiencia cotidiana enseña cómo queda escondida en la ambiguedad y las contradicciones del vivir humano. En la medida en que el cristiano vive en la esperanza de la manifestación final, el tiempo presente es una invitación a purificar nuestra relación con Dios, es decir hemos de actuar las condiciones puestas por Dios para que el Reino pueda ser un hecho, no solamente personalmente sino también comunitariamente.


            El empeño activo y concreto que la esperanza cristiana propone a los creyentes en vista del encuentro final con Dios encuentra una formulación concreta en las bienaventuranzas que el evangelio propone. El quehacer que se espera de los creyentes es precedido del anuncio de la felicidad que Dios mismo ha destinado para sus hijos. La palabra de Jesús no invita a una evasión espiritual sino a vivir, en la lógica del misterio pascual, los conflictos y las miserias de la vida cotidiana. 

30 de octubre de 2016

DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO -C

          
         “Entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad”. San Lucas a menudo presenta a Jesús en movimiento, y una buena parte de su evangelio está organizada dentro del esquema del viaje, de la subida de Jesús hacia Jerusalén, donde le espera la consumación de su obra. Jesús camina, sube, pasa: Este aspecto dinámico de Jesús no es una simple anécdota de su vida. Y en este pasar, Jesús arrastra, lleva consigo a quien se deja arrastrar. Es en esta perspectiva que hemos de leer el episodio de Zaqueo que recuerda el evangelio.

Jesús pasa por Jericó, y allí había un hombre, Zaqueo, que a causa de su posición y actividad era objeto del desprecio popular en cuanto publicano, es decir recaudador de impuestos. Más aún, era el jefe de los recaudadores de impuestos de la región. La política tributaria de los romanos no era un modelo de honestidad y Zaqueo no debía ser diferente del resto de los recaudadores dependientes de los romanos. Se dice además que era rico. Motivos suficientes para que no gozara del favor popular. Pero en medio de este cuadro negativo, hay un aspecto que hace a Zaqueo más humano: siente curiosidad por ver a Jesús. Por este resquicio Jesús podrá entrar en su vida:

Ante la curiosidad de Zaqueo cabe preguntarse: ¿Por qué deseaba ver a Jesús? ¿Se trataba de una curiosidad puramente anecdótica y superficial por ver el hombre del que todos hablaban? ¿O dentro de su espíritu, aunque ahogado por su actividad y sus bienes materiales, alumbraba débil la llama de una esperanza nueva, la de poder cambiar su vida? En todo caso, Zaqueo encuentra dificultad para realizar su deseo, pues la multitud que rodeaba a Jesús le impedía acercarse, y la situación se agravaba por el hecho de ser bajo de estatura. Y así decide subirse a un árbol.

            El gesto no pasa desapercibido y Jesús le dice: “Baja del árbol, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. La curiosidad de Zaqueo, el gesto ambiguo de subirse a un árbol encuentran su contrapartida en el interés que Jesús tiene en quedarse en su casa, en la casa de un pecador, de un pecador público. Pero Jesús no pasa en vano, no entra en la casa de alguien sin provocar un cambio. Zaqueo, el publicano al acoger en su casa a Jesús no puede seguir siendo el mismo: “La mitad de mis bienes se la doy a los pobres y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”. La conclusión es importante: “El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”.

            Esta frase del evangelio es la plena realización de lo que el autor del libro de la Sabiduría nos decía en la primera lectura: “Tú, Señor, te compadeces de todos, porque todo lo puedes; cierras los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan. A todos perdonas, porque son tuyos, Señor amigo de la vida. Corriges poco a poco a los que caen; a los que pecan les recuerdas su pecado para que se conviertan”.

            Lo que aconteció en Jericó, en la casa de Zaqueo, no es un hecho aislado: ha sucedido, sucede y sucederá sin cesar, porque Dios es amigo de los hombres y los busca, quiere hacerse cercano a ellos, quiere alojarse en su casa, ganar su corazón y obtener su conversión. Todos somos hijos de Abrahán, a todos Jesús nos invita a abrir las puertas de nuestra casa para que podamos acogerlo. Pero el gesto de Jesús reclama una respuesta de parte nuestra, como la dió Zaqueo. La respuesta que Jesús espera de nosotros no puede ser fruto de un entusiasmo pasajero: ha de ser el resultado de un trabajo serio, hecho según los deseos de Dios a la luz de la fe y contando con su fuerza como San Pablo  recordaba en la segunda lectura. Si lo pensamos bien hay muchas casas de Zaqueo, o mejor, toda la Iglesia no es otra cosa que la casa de Zaqueo, donde se celebra sin parar la liturgia de la misericordia y del perdón, que culmina con el festivo banquete de la Eucaristía.