25 de abril de 2015

DOMINGO IV DE PASCUA (Ciclo B)

“Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas
y las mías me conocen a mí”
           Yo soy el buen Pastor, afirma hoy Jesús en el evangelio. El tema del pastor y del rebaño aparece a menudo en la Biblia, porque Israel fue siempre un pueblo de pastores y Jesús, para hacerse entender utilizó el lenguaje y las figuras que más respondían a la realidad de su pueblo. Así, con esta imagen Jesús quiere recordar que un pastor que se interesa por sus ovejas hace los posibles para defenderlas del lobo, evitando que éste haga estragos y disperse a las ovejas. Jesús se interesa por su rebaño, y busca una relación personal con cada una de las ovejas. No se trata de un simple conocimiento instintivo sino una relación personal, que desemboca en el amor, en la amistad.

    Precisamente porque existe esta relación, llegado el caso, el pastor no duda en sacrificar su propia vida. Y Jesús precisa: “Doy la vida por mis ovejas, -dice-; nadie me la quita, la entrego libremente. Tengo poder para darla y para recuperarla”. Dado que la vida es lo mejor que poseemos, todos somos capaces de hacer imposibles para sobrevivir y continuar existiendo. Pero Jesús asegura que él da su vida, la entrega por nosotros, libremente, sin dudar, porque nos ama. El misterio de la cruz es misterio de amor, pues se dejó crucificar porque nos ama. Es ley de vida amar y ser amado. Todos deseamos que haya alguien nos ame, alguien en quien descansar, alguien para quien seamos algo más que un número o un instrumento. Cuanta gente va por el mundo mendigando amor o amistad sin lograr saciar esta ansia. Y he aquí que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, nos asegura: Yo te conozco, yo te amo y por ti, por todos vosotros, doy mi vida, libremente, sin dudar.

            Por este amor que Jesús profesa a los humanos, san Pedro puede decir a los judíos que le echaban en cara la curación del paralítico: “Ningún otro puede salvar; bajo el cielo no se nos ha dado otra posibilidad de salvación sino en Jesús”. Los hombres pueden formular, al margen de Jesús de Nazaret, muchas teorías, sistemas, ideologías o doctrinas para mejorar el mundo y la sociedad, pero sólo Jesús es la piedra que Dios ha puesto como cimiento, sobre el cual todo tiene que ser edificado, descansar y permanecer.

            Tratando de precisar un poco más el plan de Dios para con la humanidad, san Juan, en la segunda lectura, recuerda que somos hijos de Dios. Pero, saliendo al encuentro de las objeciones que una afirmación de este género puede suscitar, el apóstol precisa que esta realidad de ser hijos de Dios ahora aún no podemos comprenderla, pues aún no se ha manifestado lo que seremos. En efecto un día seremos semejantes a Dios, porque le veremos tal cual es. Este modo de hablar no deja de suscitar perplejidad. ¿Pueden repetirse estas palabras a quienes viven en la zozobra por falta de trabajo, a quienes desfallecen de hambre por el egoismo de unos pocos, a quienes les falta un techo donde cobijarse, a los que mueren cada día en tantos lugares del planeta, a los que ven sus cuerpos destrozados por implacables enfermedades, a quienes son víctimas de discriminaciones por razón de raza, de lengua o de religión? ¿Estas afirmaciones no serán una invitación a evadirnos de las dificultades y de los horrores de la vida más que un mensaje de salvación? Son muchos los que han naufragado ante este mensaje, difícil de entender para quien cree tener los pies bien asentados en la tierra en que vivimos y sufrimos.

            La respuesta podemos encontrarla releyendo estos textos en el marco del resto de la Escritura. Jesús, la piedra angular, fuera de la cual no hay salvación, por quien hemos sido hechos hijos de Dios, que se declara el buen pastor que da la vida por los suyos, a los que conoce y ama, es el mismo que nos invita a dar la vida por los hermanos siguiendo su ejemplo, que nos recomienda practicar la justicia y la verdad, dar de comer al hambriento, de beber al sediento, acoger al forastero, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos. Es el mismo que nos invita a trabajar por la paz, a tener el corazón limpio, a ser pobres de espíritu. Urge abrir el corazón a las enseñanzas del evangelio para poder alcanzar lo que se nos promete y poder entrar en el Reino que Jesús nos ha preparado con su muerte y su resurrección.

18 de abril de 2015

DOMINGO 3º DE PASCUA


            " Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona.
 Palpadme y daos cuenta de que un fantasma
 no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo."

          Se presentó Jesús en medio de sus discípulos, que llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Después les abrió el entendimiento para entender las Escrituras. Acabamos de escuchar el relato que el evangelista San Lucas ha conservado de la primera aparición del Resucitado a sus discípulos. Aquellos hombres sencillos no aceptaron sin dificultad la nueva realidad, manifestando primero un miedo que después se transformó en sorpresa, pues no acababan de creer por la alegría que embargaba sus corazones. Jesús viene en su ayuda, les muestra sus llagas, se deja tocar, e incluso come ante ellos. La intención del evangelista no es presentar un hermoso relato de un gozoso encuentro con el amado Maestro, sino preparar a los discípulos para la obra que les estaba reservada, la de ser testigos de la resurrección de Jesús. Para poder llevar a término esta misión, ante todo debían estar convencidos de la realidad pascual, es decir de la identidad entre el Crucificado y el Resucitado.

            Porque la resurrección de Jesús es la gran intervención de Dios en la historia de la humanidad para llevar a cumplimiento las promesas que desde antiguo había hecho a su pueblo para ofrecerle la verdadera vida. Por esto Jesús, además de mostrar su cuerpo resucitado, se dirige a las mentes de los apóstoles y les explica las Escrituras, la ley de Moisés, los profetas y los salmos para que comprendan que todo lo sucedido había sido ya anunciado, y formaba parte de las promesas y del designio salvador de Dios. En efecto, si nosotros somos cristianos lo somos porque creemos y confesamos que Jesús murió en la Cruz pero después resucitó de entre los muertos. Precisamente por esto, el apóstol san Pablo, escribiendo a los corintios, no dudará de afirmar que si Jesús no ha resucitado, nuestra fe es vana, y en consecuencia, si esta resurrección no es verdadera y auténtica, resulta que somos los más desgraciados de los hombres y vivimos aún bajo el peso de nuestros pecados, sin esperanza de futuro.

          Hoy, la primera lectura ha evocado un fragmento del discurso de san Pedro a los judíos recordando cómo el Dios de Israel, el Dios de los Padres es el autor de la glorificación de su Hijo, el Siervo fiel y obediente, que los suyos habían negado como Mesías y lo habían entregado a la muerte. Mataron al autor de la vida y dieron libertad a un homicida, afirma el apóstol, y lo hicieron por ignorancia pero precisamente su ignorancia sirvió para que se cumplieran los designios de Dios, y así podemos gozar con los frutos de la redención. Pedro invita a sus oyentes y también a nosotros, al arrepentimiento y a la conversión, prometiendo el perdón de todos los pecados.

          Es posible que sorprenda, en medio de la alegría pascual, la insistencia en el recuerdo de los pecados de los hombres, de nuestros pecados. Pero precisamente ahí está la importancia del mensaje pascual. La resurrección de Jesús, su victoria sobre la muerte, no es una simple leyenda hermosa, ni una evasión de la realidad en que vivimos. Cada uno de nosotros conoce su propia historia, sus contradicciones interiores, sus combates entre el bien y el mal. Y si miramos el mundo en que vivimos podemos constatar el cúmulo de egoísmos, ambiciones, injusticias y violencias que oprimen a la humanidad, que arrancan lágrimas y quejas, que son fuente de dolor y sufrimiento. Y toda esta realidad, nos dice la Escritura, es consecuencia de aquella actitud de los humanos que llamamos “pecado”, que no es otra cosa que un acto de desobediencia al amor y a la voluntad de Dios.


          Por esto, san Juan, en la segunda lectura, ha insistido en que Jesús, el Resucitado, en cuanto es víctima de propiciación por nuestros pecados y por los de todo el mundo, está ante el Padre intercediendo por nosotros. Si aceptamos como auténtica esta realidad, si confesamos que conocemos a Jesús, se impone una decisión: hemos de evitar el pecado, hemos de guardar los mandamientos. Aceptar a Jesús resucitado lleva consigo una unión estrecha entre fe y acción, entre creencia y vida. Unicamente así sabremos que conocemos en verdad a Dios y a Jesús, si permanecemos unidos a él en íntima comunión de amor y obediencia.

11 de abril de 2015

II DOMINGO DE PASCUA (Ciclo B)



           ¡Porque me has visto Tomás, has creído? ¡Dichosos los que crean sin haber visto!”. El evangelio de san Juan recuerda hoy las primeras apariciones de Jesús resucitado a sus apóstoles, sin ocultar las dudas de Tomás. Este apóstol, ausente en la primera aparición, exigía para creer el tocar con sus propios dedos las llagas del crucificado, y cerciorarse así de la realidad de la resurrección. Jesús no toma a mal la dificultad de Tomás, no duda en venirle al encuentro, invitándole a palpar sus llagas. Esta condescendencia arranca obtiene la conocida confesión: “¡Señor mío y Dios mío!”. Comentando en sus homilías este pasaje, el Papa San Gregorio Magno dice que las dudas de Tomás son una ayuda para nuestra fe vacilante, para tomar en serio el mensaje de la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte.

Pero las palabras de Tomás son algo más que una manifestación de sorpresa ante el Resucitado. Tomás fue testigo de la resurrección de Lázaro, pero sabe distinguir muy bien entre lo sucedido a Lázaro y lo que significa la presencia de Jesús resucitado. No se trata de la reanimación de un cadáver sino de una presencia nueva, que permite adivinar una realidad que va mucho más allá de lo que los hombres podían esperar. Por esto no duda en proclamar que Jesús es Señor, el Mesías, el Cristo o Ungido del Padre, que es el Hijo de Dios, en su sentido pleno, es decir que es Dios.

La misma fe de Tomás la confirma el apóstol Juan cuando afirma que Jesús es el Hijo de Dios, que vino con agua y con sangre, aludiendo así concretamente a la lanzada que infligieron a Jesús en la cruz, de cuya herida brotaron sangre y agua, que la tradición interpreta como símbolos de los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, por los cuales entramos en estrecha comunión de vida con Jesús resucitado. Porque el hecho de la resurrección supone un cambio profundo en Jesús, pero también en todos los que creemos en él. Por esto el apóstol  continua: “El que cree que Jesús es Hijo de Dios, vence al mundo”. El que participa en la victoria de Jesús resucitado recibe la fuerza para vencer el mundo, para poder vivir sin miedo ni temor. Y ésto, según san Juan, porque el que cree que Jesús es el Cristo nacido de Dios llega a ser en verdad hijo de Dios, y, en consecuencia, demuestra que ama a Dios cumpliendo sus mandamientos.

Cumplir los mandamientos. He aquí un punto delicado que crea dificultades. El apóstol Juan asegura que los mandamientos no son pesados. Y no lo son porque los mandamientos, en la perspectiva del evangelio, sólo se pueden entender y aceptar desde una perspectiva de amor. El que ama cumple los mandamientos, así como el amigo, el amante, busca libremente como expresión de cariño el bien de la persona amada.

Sería empobrecer el mensaje de la resurrección reducirlo a la observancia fría y escrupulosa de determinadas reglas o normas. El que vive en el ámbito del resucitado entra en una dimensión nueva, cambia parámetros. Es lo que Lucas trata de esbozar en la primera lectura de hoy, al describir, de manera bastante idealista, la primera comunidad de Jerusalén. Aquella gente, dice Lucas, se tomó tan en serio el mensaje de la novedad de Jesús resucitado que todos pensaban y sentían lo mismo, lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían lo ponían a disposición de los apóstoles que lo distribuían según lo que necesitaba cada uno. Para concluir diciendo que Dios los miraba a todos con mucho agrado.

El ideal trazado por Lucas, el hecho de la resurrección de Jesús debería invitarnos a revisar nuestro modo de pensar, de hacer, de vivir, para dejar nuestros egoísmos y abrirnos al amor y al servicio de todos los hermanos, de modo que los que no creen, al vernos deban reconocer que Jesús ha resucitado verdaderamente por que hay hombres y mujeres que viven ya una vida nueva.