18 de abril de 2015

DOMINGO 3º DE PASCUA


            " Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona.
 Palpadme y daos cuenta de que un fantasma
 no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo."

          Se presentó Jesús en medio de sus discípulos, que llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Después les abrió el entendimiento para entender las Escrituras. Acabamos de escuchar el relato que el evangelista San Lucas ha conservado de la primera aparición del Resucitado a sus discípulos. Aquellos hombres sencillos no aceptaron sin dificultad la nueva realidad, manifestando primero un miedo que después se transformó en sorpresa, pues no acababan de creer por la alegría que embargaba sus corazones. Jesús viene en su ayuda, les muestra sus llagas, se deja tocar, e incluso come ante ellos. La intención del evangelista no es presentar un hermoso relato de un gozoso encuentro con el amado Maestro, sino preparar a los discípulos para la obra que les estaba reservada, la de ser testigos de la resurrección de Jesús. Para poder llevar a término esta misión, ante todo debían estar convencidos de la realidad pascual, es decir de la identidad entre el Crucificado y el Resucitado.

            Porque la resurrección de Jesús es la gran intervención de Dios en la historia de la humanidad para llevar a cumplimiento las promesas que desde antiguo había hecho a su pueblo para ofrecerle la verdadera vida. Por esto Jesús, además de mostrar su cuerpo resucitado, se dirige a las mentes de los apóstoles y les explica las Escrituras, la ley de Moisés, los profetas y los salmos para que comprendan que todo lo sucedido había sido ya anunciado, y formaba parte de las promesas y del designio salvador de Dios. En efecto, si nosotros somos cristianos lo somos porque creemos y confesamos que Jesús murió en la Cruz pero después resucitó de entre los muertos. Precisamente por esto, el apóstol san Pablo, escribiendo a los corintios, no dudará de afirmar que si Jesús no ha resucitado, nuestra fe es vana, y en consecuencia, si esta resurrección no es verdadera y auténtica, resulta que somos los más desgraciados de los hombres y vivimos aún bajo el peso de nuestros pecados, sin esperanza de futuro.

          Hoy, la primera lectura ha evocado un fragmento del discurso de san Pedro a los judíos recordando cómo el Dios de Israel, el Dios de los Padres es el autor de la glorificación de su Hijo, el Siervo fiel y obediente, que los suyos habían negado como Mesías y lo habían entregado a la muerte. Mataron al autor de la vida y dieron libertad a un homicida, afirma el apóstol, y lo hicieron por ignorancia pero precisamente su ignorancia sirvió para que se cumplieran los designios de Dios, y así podemos gozar con los frutos de la redención. Pedro invita a sus oyentes y también a nosotros, al arrepentimiento y a la conversión, prometiendo el perdón de todos los pecados.

          Es posible que sorprenda, en medio de la alegría pascual, la insistencia en el recuerdo de los pecados de los hombres, de nuestros pecados. Pero precisamente ahí está la importancia del mensaje pascual. La resurrección de Jesús, su victoria sobre la muerte, no es una simple leyenda hermosa, ni una evasión de la realidad en que vivimos. Cada uno de nosotros conoce su propia historia, sus contradicciones interiores, sus combates entre el bien y el mal. Y si miramos el mundo en que vivimos podemos constatar el cúmulo de egoísmos, ambiciones, injusticias y violencias que oprimen a la humanidad, que arrancan lágrimas y quejas, que son fuente de dolor y sufrimiento. Y toda esta realidad, nos dice la Escritura, es consecuencia de aquella actitud de los humanos que llamamos “pecado”, que no es otra cosa que un acto de desobediencia al amor y a la voluntad de Dios.


          Por esto, san Juan, en la segunda lectura, ha insistido en que Jesús, el Resucitado, en cuanto es víctima de propiciación por nuestros pecados y por los de todo el mundo, está ante el Padre intercediendo por nosotros. Si aceptamos como auténtica esta realidad, si confesamos que conocemos a Jesús, se impone una decisión: hemos de evitar el pecado, hemos de guardar los mandamientos. Aceptar a Jesús resucitado lleva consigo una unión estrecha entre fe y acción, entre creencia y vida. Unicamente así sabremos que conocemos en verdad a Dios y a Jesús, si permanecemos unidos a él en íntima comunión de amor y obediencia.

11 de abril de 2015

II DOMINGO DE PASCUA (Ciclo B)



           ¡Porque me has visto Tomás, has creído? ¡Dichosos los que crean sin haber visto!”. El evangelio de san Juan recuerda hoy las primeras apariciones de Jesús resucitado a sus apóstoles, sin ocultar las dudas de Tomás. Este apóstol, ausente en la primera aparición, exigía para creer el tocar con sus propios dedos las llagas del crucificado, y cerciorarse así de la realidad de la resurrección. Jesús no toma a mal la dificultad de Tomás, no duda en venirle al encuentro, invitándole a palpar sus llagas. Esta condescendencia arranca obtiene la conocida confesión: “¡Señor mío y Dios mío!”. Comentando en sus homilías este pasaje, el Papa San Gregorio Magno dice que las dudas de Tomás son una ayuda para nuestra fe vacilante, para tomar en serio el mensaje de la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte.

Pero las palabras de Tomás son algo más que una manifestación de sorpresa ante el Resucitado. Tomás fue testigo de la resurrección de Lázaro, pero sabe distinguir muy bien entre lo sucedido a Lázaro y lo que significa la presencia de Jesús resucitado. No se trata de la reanimación de un cadáver sino de una presencia nueva, que permite adivinar una realidad que va mucho más allá de lo que los hombres podían esperar. Por esto no duda en proclamar que Jesús es Señor, el Mesías, el Cristo o Ungido del Padre, que es el Hijo de Dios, en su sentido pleno, es decir que es Dios.

La misma fe de Tomás la confirma el apóstol Juan cuando afirma que Jesús es el Hijo de Dios, que vino con agua y con sangre, aludiendo así concretamente a la lanzada que infligieron a Jesús en la cruz, de cuya herida brotaron sangre y agua, que la tradición interpreta como símbolos de los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, por los cuales entramos en estrecha comunión de vida con Jesús resucitado. Porque el hecho de la resurrección supone un cambio profundo en Jesús, pero también en todos los que creemos en él. Por esto el apóstol  continua: “El que cree que Jesús es Hijo de Dios, vence al mundo”. El que participa en la victoria de Jesús resucitado recibe la fuerza para vencer el mundo, para poder vivir sin miedo ni temor. Y ésto, según san Juan, porque el que cree que Jesús es el Cristo nacido de Dios llega a ser en verdad hijo de Dios, y, en consecuencia, demuestra que ama a Dios cumpliendo sus mandamientos.

Cumplir los mandamientos. He aquí un punto delicado que crea dificultades. El apóstol Juan asegura que los mandamientos no son pesados. Y no lo son porque los mandamientos, en la perspectiva del evangelio, sólo se pueden entender y aceptar desde una perspectiva de amor. El que ama cumple los mandamientos, así como el amigo, el amante, busca libremente como expresión de cariño el bien de la persona amada.

Sería empobrecer el mensaje de la resurrección reducirlo a la observancia fría y escrupulosa de determinadas reglas o normas. El que vive en el ámbito del resucitado entra en una dimensión nueva, cambia parámetros. Es lo que Lucas trata de esbozar en la primera lectura de hoy, al describir, de manera bastante idealista, la primera comunidad de Jerusalén. Aquella gente, dice Lucas, se tomó tan en serio el mensaje de la novedad de Jesús resucitado que todos pensaban y sentían lo mismo, lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían lo ponían a disposición de los apóstoles que lo distribuían según lo que necesitaba cada uno. Para concluir diciendo que Dios los miraba a todos con mucho agrado.

El ideal trazado por Lucas, el hecho de la resurrección de Jesús debería invitarnos a revisar nuestro modo de pensar, de hacer, de vivir, para dejar nuestros egoísmos y abrirnos al amor y al servicio de todos los hermanos, de modo que los que no creen, al vernos deban reconocer que Jesús ha resucitado verdaderamente por que hay hombres y mujeres que viven ya una vida nueva.











4 de abril de 2015

¡ALELUYA. EL SEÑOR HA RESUCITADO. ALELUYA!

       

  ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado. En la tarde del viernes santo, mientras los discípulos se  dispersaban ante la cruz en la que agonizaba Jesús, unas mujeres habían mostrado su fidelidad quedando junto a María al pie del patíbulo. La misma fidelidad las lleva en la mañana del primer día de la semana a prestar un último homenaje al crucificado, pero  al entrar en el sepulcro encuentran a alguien les dice que el crucificado ha resucitado y que han de comunicar a los demás discípulos que va por delante de ellos a Galilea. Marcos deja entrever la sorpresa, más aún, el espanto que la noticia produce en aquellas mujeres, que salen corriendo, hasta el punto de que, como atestigua Marcos, no son capaces de comunicar por el momento, el encargo recibido del ángel.

          La buena nueva de Jesús no es algo que el espíritu humano puede aceptar sin quedar profundamente desconcertado. Es necesario callar, permanecer en el silencio y esperar que Dios ilumine para alcanzar la verdad, y poder después actuar de acuerdo con ella. En esta noche pascual, en el ambiente de fiesta y de alegría de esta gran vigilia, se nos invita a escuchar el anuncio pascual: El Señor ha resucitado, anuncio de vida renovada en nuestras relaciones con Dios y con los hermanos. Con los signos del fuego nuevo y de la luz del cirio, hemos saludado a Aquel que es la luz verdadera que brilla en la tiniebla y alumbra a todo hombre.

          A la luz de Cristo resucitado, hemos escuchado unas páginas de la Escritura que subrayaban algunos momentos y aspectos de la historia de la salvación, que pueden ayudarnos a ser más conScientes de la voluntad salvadora de Dios que, a través de los tiempos, ha ido preparando la victoria pascual de Cristo.

Empezando por el relato de cómo la Palabra creadora de Dios, por medio de su Espíritu, fecundaba el universo y daba vida al hombre, siguiendo por el ejemplo del patriarca Abrahán, el hombre que creyó en la palabra de Dios, que esperó contra toda esperanza, hasta el acontecimiento del paso de Israel por mar Rojo, se nos ha introducido en las intervenciones de Dios en bien de la humanidad.
          Las lecturas de los profetas Isaías, Baruc y Ezequiel confirman que Dios no ha cesado nunca de manifestar su amor, que va más allá de cualquier limitación y que se ha concretado en la alianza ofrecida a los hombres por Dios, alianza que en Jesús ha llegado a ser la alianza nueva y eterna.

          La noche de Pascua es el lugar apropiado para recordar, como decía san Pablo, la relación entre la resurrección de Cristo y nuestro renacimiento espiritual. El bautismo realizó en su día nuestra participación en la muerte y resurrección de Jesús, realidad que hemos de demostrar cada día viviendo vida nueva por la fuerza del Espíritu Santo que hemos recibido.

          Hoy la liturgia invita a renovar nuestras promesas bautismales, las que el día de nuestro bautismo hicieron por nosotros nuestros padres y padrinos, renunciando de nuevo al pecado y a las seducciones del mal, para reiterar nuestra fe en el Dios Uno y Trino. Olvidando nuestro pasado, podemos aprovechar esta oportunidad para responder con decisión a la llamada de Dios e iniciar una vida nueva.


          Nosotros no hemos podido ver con nuestros ojos carnales al Señor resucitado, pero hemos de saber reconocerlo al partir el pan, según lo que Jesús dijo a su apóstol Tomás: “Dichosos los que crean sin haber visto”. De esta manera la celebración de la victoria pascual de Jesús puede significar una renovación del espíritu, una fe más ardiente, para ser testigos del Señor resucitado, anunciando con nuestras palabras y sobre todo con nuestra vida, que Jesús ha vencido la muerte y vive para siempre.