10 de enero de 2015

Fiesta del Bautismo del Señor


         Detrás de mí viene el que puede más que yo. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo. Hoy la Liturgia  invita a recordar el rito al que, como cuentan los evangelios, se sometió  Jesús y que tuvo lugar en el Jordan por manos del Precursor, Juan el Bautista. Y la pregunta que surge espontanea es: ¿Qué puede significar el bautismo de Jesús, para él, y también para nosotros? ¿Y qué significa el bautismo para cada uno de nosotros?

Juan bautizaba con agua a quienes, después de escuchar su predicación, aceptaban iniciar un camino de conversión, en espera del prometido Mesías. Un día Juan vio venir a su pariente, el Hijo de María, para recibir el rito del baño de agua. Y Juan cumplio el rito una vez más. Pero aquel gesto estaba cargado de significado. Apenas bautizado Jesús, se hizo oir la voz del Padre reconociéndole como su Hijo amado, como predilecto y, al mismo tiempo, el Espíritu de Dios se poso sobre él, para significar la obra mesiánica que comenzaba. En efecto, el acontecimiento del Jordan cambió la vida de Jesús, pues pasó, de la vida escondida en el ambiente familiar, a la misión mesiánica; de la tranquila Nazaret a un transitar por caminos, campos, pueblos y ciudades. Fue un cambio radical, de graves y decisivas consecuencias, para su persona y para el resto de los hombres, para los que se abrían nuevos horizontes.

Para entender en su profundo significado el hecho que celebramos conviene, sobre todo, leer la primera catequesis de Pedro a los paganos, concretamente al centurión Cornelio y a los suyos, presentando a Jesús como el ungido de Dios con la fuerza del Espíritu Santo, para hacer el bien y traer la paz a todos los hombres. De esta manera, el apóstol constata que la antigua profecía del libro de Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura, que evocaba al siervo elegido y preferido de Dios, para ser alianza del pueblo y luz de las naciones y traer el derecho en la tierra, es una realidad en Jesús de Nazaret.

La memoria del bautismo de Jesús nos invita a reflexionar también sobre lo que significa haber sido bautizados. El rito, aparentemente inocuo, de nuestro bautismo entraña también para nosotros un cambio. La teología dice que pasamos del pecado a la gracia, que somos hechos hijos de Dios, hermanos y coherederos de Jesús. Pero es necesario reconocer que demasiado a menudo no se tiene conciencia de esta transformación que Dios mismo opera en nosotros, siempre en el ámbito de la fe. Si no creemos en Jesús, si no queremos abrazar su evangelio de vida, el rito no pasa de ser un gesto banal e inútil.

En el bautismo comenzamos un nuevo camino, enmarcado por la fe en Jesús y en el compromiso evangélico. El bautismo que recibimos un día exige crecer constantemente en la fe, pide dejarnos evangelizar continuamente por la Palabra de Dios, para que nuestra conversión no se detenga nunca. El bautismo nos hace constructores de una sociedad que tiene como cimientos insustituibles la verdad, la justicia, la libertad y la paz. Quien ha sido bautizado no puede colaborar con culturas que se complazcan en la muerte, en la injusticia, en la esclavitud, en la envidia, en el odio, en la violencia, en la guerra, en la división, en la ambición obsesionante, en la búsqueda desenfrenada del placer y de la satisfacción de los instintos. Ser bautizados es un compromiso y hace estremecer la ligereza con la que tantos cristianos, ministros o fieles que sean, que en la práctica se olvidan de la palabra dada y se comportan, como diría san Pablo, como enemigos de la cruz de Jesús.

En el mundo en que vivimos es fácil constatar como Dios, Jesús y el mensaje de vida y de esperanza que ofrecen, quedan a menudo marginados como algo ya superado. Por esto es conveniente que hoy tratemos de reflexionar en el compromiso que adquirimos el día de nuestro bautismo, para tratar de responder, para ser fieles a la palabra dada. Dios no deja de reconocernos hijos suyos, de darnos a manos llenas su Espíritu. A nosotros toca responder a esta llamada a la gracia, a la vida.

6 de enero de 2015

Fiesta de la Epifanía del Señor



      “Se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”. Cada vez que confesamos nuestra fe recitando el Credo, afirmamos  que Dios quiso hacerse hombre, participando de nuestra existencia, para ayudarnos a dar sentido a la vida que pasa y asegurarnos que, incluso después de la muerte, la vida no termina. Por esta razón, en la medida en que creemos, preocupa constatar que muchos están aprendiendo a prescindir de Dios. Y al decir que pasan de Dios quiere decir que lo ven todo y lo organizan todo de tejas para abajo, sin ninguna referencia a un nivel espiritual. Esta realidad debería conducirnos a ser más concientes de nuestra fe, para traducir en nuestra vida la fe que proclamamos de que Dios se hizo hombre, como recuerdan las lecturas que la liturgia  propone en este domingo.

La primera lectura recordaba la historia del rey David. Este monarca, después de haber vencido a sus enemigos, reunificado a su pueblo y establecido su capital en la ciudad de Jerusalén, deseó construir un templo para el Señor, su Dios. Construir sólidos edificios a la divinidad, era para los monarcas de aquel tiempo, un modo de asegurar la ayuda del cielo para fortalecer su poderío y tener, de alguna manera, a Dios a su alcance. Pero el Dios de Israel, que es nuestro Dios, no tiene necesidad de templos materiales, porque está presente en todo lugar, en el cielo y en la tierra. Dios no puede aceptar iniciativas humanas que tiendan a dominarlo. Las palabras del profeta Natán a David contienen un mensaje válido también para nosotros. No interesa  construir estructuras o ideologías, sean religiosas o socio-políticas, sino trabajar para construi una casa, una familia, un pueblo de hombres  y mujeres libres que vivan en la justicia, en el derecho y en la paz. Para realizar este proyecto, Dios promete a David una dinastía perpetua.

La historia, al hundirse el estado fundado por David, se encargó de demostrar que aquella promesa no se refería a una descendencia carnal. La reflexión del pueblo de Israel, primero, y de los cristianos, después, llevó a ver en esta promesa el anuncio del Mesías, del Hijo de Dios hecho hombre, Jesus de Nazaret, a quien confesamos Señor y Rey, que el apóstol Pablo, en la segunda lectura ha definido revelación del misterio mantenido secreto durante siglos eternos y manifestado ahora para traer a todas las naciones a la obediencia de la fe.

Pero Dios, en su obra salvadora, cuenta siempre y en todo lugar con la humanidad para que colabore libremente a su vocación. El evangelio que leemos hoy, al recordar el anuncio del ángel a María, ha recordado el momento en que Dios pedía a la humanidad, representada de alguna manera por la doncella de Nazaret, su consentimiento a la obra de salvación. El amor, la plenitud y la fidelidad de Dios se encuentran con el amor, la humildad y la disponibilidad de María, haciendo posible la realidad de la salvación, que, a decir verdad, aún no ha mostrado toda su dimensión. María, con la concepción del Verbo hecho carne, llega a ser casa de Dios. María es imagen de la Iglesia, formada por todos los creyentes, verdadera casa de Dios, en espera de la casa definitiva, que será la Jerusalén del cielo, en la que todos los salvados vivirán en comunión definitiva con el mismo Dios. Pero es necesario que también nosotros, como María, sepamos responder con un si generoso, hecho no sólo de palabras sino sobre todo de acción, de obra, día tras día.

Abrámonos a la solicitud de Dios, acojamos con la misma generosidad de María al Señor que viene, de tal manera que la celebración de la Navidad, a la luz de la revelación cristiana, nos haga sentirnos de verdad casa de Dios, familia de Dios, que nos haga sensibles al valor de la dignidad de todos y cada uno de los humanos, que son en definitiva nuestros hermanos. Que la realidad del misterio de la Navidad nos haga más sensibles, y nos permita romper las murallas que nos encierran en el egoísmo y nos impiden ver y amar en el hermano a aquellos a quien Dios ama, y por los cuales ha querido ser el Emmanuel, el Dios con nosotros.

31 de diciembre de 2014

Solemnidad de Santa Maria, Madre de Dios

         
Santa María Madre de Dios
          El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz. Estas palabras del libro de los Números que han sido leídas en la primera lectura, y que constituían la fórmula de bendición que los sacerdotes de Israel impartían al pueblo en especiales circunstancias, sirven hoy para saludar a cuantos nos hemos reunido para celebrar la primera eucaristía del nuevo año 2015.

En el mundo en que vivimos todo pasa, corre, fluye. Se suceden a ritmo constante el amanecer y el ocaso, el día y la noche, la luz y las tinieblas, así como las sucesivas estaciones. Y arrastrado, aún a pesar suyo, por este fluir, el ser humano, para afirmar de alguna manera su presencia en el mundo, intenta medir este tiempo que pasa, que no es otra cosa que duración continuada de la existencia de las cosas. Y así se ha establecido la cuenta de días, semanas, meses, años y siglos. Nuestro calendario civil indica para hoy el comienzo de un nuevo año. Las normas para establecer el momento exacto en que ha de empezar un nuevo año son el resultado de convenciones humanas y de por sí no tienen nada vinculante. Pero si de común acuerdo empezamos a contar hoy un nuevo año, este período de tiempo que se extiende ante nosotros tiene su importancia. 

El nuevo año está lleno de deseos y esperanzas, pero comporta también incógnitas, temores e incertidumbres, en cuanto puede traer contratiempos o dificultades. Puede ser un año importante para nuestra vida, lleno de éxitos y sucesos, o o cargado de pruebas y sufrimientos. Y entra dentro de la posibiliad que éste año pueda ser el último del tiempo de que disponemos en los designios de Dios, antes de presentarnos ante él. Esta realidad reclama que recibamos este nuevo año con toda disponibilidad, entendiendo que es un don de Dios, don que a mucha gente quizá no se les ha deparado. Es una nueva oportunidad que se nos ofrece para hacer algo útil, para nosotros mismos, para los demás, para la sociedad, para el mundo, para Dios. 

Hoy, recordando que estamos en la octava de la Navidad del Señor, nos detenemos a considerar de una manera especial el papel de María en la encarnación del Hijo de Dios. San Pablo recordaba que Jesús ha nacido de una mujer, como todos nosotros y que el motivo de esta venida no es otro que el de hacernos hijos de Dios por adopción para comunicarnos su Espíritu, que nos enseña llamar Padre a Dios. Los pastores, los primeros que recibieron el anuncio del nacimiento de Jesús, se apresuraron a buscarle cerca de María, la madre que lo había engendrado, que es al mismo tiempo, la primera creyente, la que se ha abierto con total disponibilidad al designio salvador de Dios con la aceptación de su Palabra, de su vocación.

Pero la maternidad de María, hecha de fidelidad y de entrega, no fue fácil. Llevaba consigo turbación, dificultad de entender, dolor ante determinadas situaciones. Pero estos aspectos dificiles no la espantaron. El evangelio de hoy presentaba a María conservando en su corazón, meditándolas, todos los acontecimientos que se sucedieron en aquellos días, para entender su significado real y profundo. María ha de ser para nosotros modelo de cómo comportarnos ante lo que traernos el año que hoy empieza. Todos nuestros deseos, proyectos, esperanzas y temores, repasémoslos ante el Señor en la oración, para poder encontrar el modo justo de llevarlos a cabo. Y si las cosas no salen como deseábamos, o si nos equivocamos, en la oración podemos encontrar la fuerza para seguir luchando, sin desanimarnos. Los pastores del evangelio nos dan también un ejemplo a seguir: como ellos, hemos visto y oído, aunque sea bajo apariencias humildes, la gracia de la manifestación del Señor. Volvamos a casa dando gloria y alabanza a Dios, por el amor que nos ha manifestado permitiéndo-nos ser hijos suyos y llamarle Padre.