1 de febrero de 2025

LOS HEREJES EN LA PRIMERA CARTA DE SAN JUAN


INTRODUCCIÓN

Herejía es una doctrina contraria a los dogmas de la Iglesia, sostenida con pertinencia por un hombre bautizado. Cisma y herejía designan una división grave y duradera del pueblo cristiano, pero a diferentes niveles de profundidad; el cisma es una ruptura en la comunión jerárquica y la herejía, una ruptura en la fe misma.

            En el Antiguo Testamento el contenido intelectual de la fe era demasiado restringido y estaba demasiado poco elaborado para dejar lugar a la herejía. El sentido fuerte de la palabra “herejía” no aparece sino en ciertos escritos tardíos del Nuevo Testamento. La Iglesia conoció, pues, con respecto a los errores doctrinales, dos situaciones diferentes; su unidad fue primero amenazada por la crisis judaizante; más tarde, algunos se apartaron de la fe de Cristo[1]. “Algunos que no son verdaderamente de los nuestros”[2], a la manera de los discípulos que en Cafarnaúm se habían negado a creer en Jesús, y se habían alejado.

            En la región de Éfeso un grupo de cristianos vive bajo la autoridad del apóstol del Señor: reflexionan, contemplan, predican, muestran un interés cada vez más fuerte por la persona de Jesús. Pero junto a la alegría de estos hombres aparece dolorosamente la herejía; algunos cristianos influyentes, separados de la comunidad, comienzan a predicar una doctrina que turba a los miembros fieles.

            Estos falsos profetas deshacen a Jesús, porque no admiten el misterio de la Encarnación: “todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne es de Dios, y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios: es del Anticristo”[3]. Estos anticristos desestiman la obra de Jesús y niegan su calidad de Hijo de Dios: se bastan para comunicarse con Dios, “directamente le conocen bien”, le “aman en lo más profundo de su Espíritu”, pero abandonan la práctica de los mandamientos, especialmente el del amor fraterno; son los privilegiados que no tienen pecado: no se manchan con la tierra para poder mantener la unión con Dios. San Juan afirma: negar el pecado en la propia existencia es pretender no necesitar de la misericordia de Dios y cerrarse, por consiguiente a una revelación fundamental sobre Dios, hecha por Jesucristo. Esto es engañarse y alejarse de la comunión con Dios.

“DESCONFIAR DE LOS ANTICRISTOS”: 2,18-19.26; 3,7.

El apóstol exhorta a los cristianos a permanecer en la comunión cristiana ante el peligro que les amenaza, porque los anticristos ya están en el mundo (v.18). Son los herejes que se esfuerzan por apartar a los fieles de Cristo. La aparición de estos seductores y anticristos es señal de que la hora de la parusía está próxima, pues el tema de la proximidad de la parusía era una doctrina enseñada en toda la Iglesia primitiva.

            San Juan es el único escritor del Nuevo Testamento que emplea el nombre de anticristo; con este término quiere designar a los falsos cristos y falsos profetas que, según la enseñanza de Cristo y de los apóstoles, habían de aparecer como precursores de la parusía y del fin del mundo. San Pablo nos habla del hombre de pecado, del hijo de la perdición, pero no usa el término anticristo; por eso no podemos determinar si esta expresión es anterior o posterior a San Pablo; San Juan considera al anticristo como un adversario de Cristo, como un enemigo de Dios, como un usurpador, que trata de embaucar a los hombres presentándose como mesías.

San Juan advierte a sus lectores que en el mundo existen ya muchos conforme a la predicación de Nuestro Señor: son los impostores, los falsos profetas y los falsos mesías, que circulan por un lado y por otro difundiendo falsas doctrinas contra la divinidad de Jesucristo. De la existencia de muchos anticristos, los fieles han de concluir que ésta es la hora postrera (v. 18). Nuestro Señor había anunciado que el fin del mundo sería precedido por la aparición de pseudocristos y pseudoprofetas[4]. Un falso profeta o pseudoprofeta en la creencia religiosa, es aquel individuo que ilegítimamente finge cualidades de profecía o se proclama poseedor o receptor de determinados dones divinos, sin realmente poseerlos.

El término anticristo de San Juan recapitula estos diferentes personajes que se oponen al reino mesiánico; el apóstol parece designar con el nombre de anticristos (en plural) una colectividad; si bien en 2 Tes 2,1-12 el adversario aparece bajo los rasgos de un individuo, y en 1 Juan es más bien un grupo de herejes, de adversarios de Cristo. El texto de 1 Juan muestra con bastante claridad que San Juan piensa en una colectividad; la frase: os digo ahora que muchos se han hecho anticristos (v. 18) entendida en sentido colectivo, adquiere claridad insospechada.

El anticristo es personificación de las fuerzas enemigas de Cristo que en todas las edades está ya obrando en el mundo mediante ciertos individuos, que se pueden llamar también anticristos. Por consiguiente, el anticristo colectivo lo constituyen todas las fuerzas humanas opuestas a Jesucristo, y que se han manifestado en las persecuciones desencadenadas contra la Iglesia, en las doctrinas y en los escándalos esparcidos por los herejes y apóstatas.

Los anticristos, de los que habla el apóstol eran falsos doctores, que antes habían pertenecido a la comunidad a la cual se dirige San Juan. Forman parte de ella sólo exteriormente, porque no le pertenecían interiormente, no poseían su fe ni su espíritu, eran falsos hermanos, lobos con piel de oveja; y la prueba de que no eran verdaderos cristianos está en que no han permanecido con nosotros (2,19). Su espíritu de hipocresía no era compatible con el Espíritu de verdad que mora en los cristianos. Como miembros muertos del Cuerpo Místico de Cristo, se separaron del resto de los cristianos: de los nuestros han salido. San Juan escribe a los fieles porque sabe que no están apegados al error (v. 21). Ellos, que han sido ungidos por el Espíritu de la verdad, no pueden ignorar la verdad; la verdad es la fe cristiana; la mentira por excelencia es la doctrina de los anticristos, los que son de la verdad y han sido iluminados por Su luz interior saben que los errores de los anticristos se oponen a la verdad.

La mentira que esparcen los anticristos es la afirmación de que Jesús no es Cristo (2,22), niegan, por tanto, la divinidad de Jesucristo, la filiación divina de Cristo. San Juan ha escrito muchas cosas a los herejes para que estén siempre en guardia contra las insidias y los engaños de los falsos maestros (v. 26). Porque si bien están fuera de la Iglesia, permanecen siendo un peligro continuo, ya que tratan de hacer prosélitos.

En el capítulo 3,7, el apóstol dirige a sus lectores una vibrante exhortación: Hijitos, que nadie os extravíe diciendo que el pecado puede coexistir con la comunión divina; tal era la enseñanza de los anticristos, de los falsos doctores, con lo cual, tanto en 1 Juan como en las epístolas de Judas y en 2 Pedro tratan de seducir a los fieles. San Juan les advierte que podrán saber si son buenos o malos cristianos fijándose en los frutos que dan.

“DESCONFIAR DE LOS FALSOS PROFETAS O ANTICRISTOS”: (2,18; 4,2)

El tema de los espíritus de la verdad y del error, sometidos al ángel de las tinieblas respectivamente, y que dividen al mundo en dos partes antagónicas, era bien conocido del judaísmo y San Juan se sirve también de esta doctrina, cristianizándola para poner en guardia a los fieles contra los falsos profetas o anticristos que surgían por todas partes, conforme lo había predicho el Señor. Los espíritus que San Juan aconseja examinar son simplemente hombres movidos por Dios o por el demonio. El apóstol exhorta a los fieles a no fiarse de ninguno hasta que hayan comprobado si son de Dios (4,1), pues los falsos profetas abundan y constituían un gran peligro para los fieles, y esto preocupaba vivamente a los apóstoles y a las primitivas comunidades cristianas, sobre todo, cuando se trataba de distinguir los verdaderos profetas de los falsos.

Los falsos profetas combatidos por San Juan negaban la dignidad trascendente de Jesús; por eso nos dice el apóstol que el que no confiese a Jesús, según la enseñanza apostólica, ese no es de Dios, sino del anticristo que ya se halla presente en el mundo. Los herejes participan del espíritu del anticristo, como los fieles del Espíritu de Dios. A los fieles que se dirige San Juan nada tienen de común con los falsos doctores o anticristo, sino que los han vencido, resistiendo a la atracción del error. La victoria de los cristianos no procede de sus propias fuerzas, antes bien provienen de la fuerza divina que obra en ellos, la cual es más poderosa que el príncipe de este mundo (4,1).

Dios está en los cristianos: mora y obra en ellos con un influjo inmediato y directo. La seguridad que tenía San Juan sobre la victoria que los cristianos habían de obtener sobre los herejes provenía de su fe profunda y de la solidez de su concepción teológica.

GUARDARSE DEL MUNDO (4,5-6)

En los versículos 5-6, el apóstol presenta en una antítesis perfecta, a los pseudoprofetas y a los fieles; los pseudoprofetas son del mundo porque le pertenecen, porque participan de su espíritu y siguen sus inspiraciones; a los falsos doctores la inspiración para proponer sus falsas doctrinas les viene del mundo, no de Dios; por eso mismo obtienen fáciles éxitos ante aquellos que pertenecen al mundo. A los mundanos les gusta oír la sabiduría del mundo, por eso escuchan a los falsos doctores, porque creen encontrar en ellos esa sabiduría mundana. La propaganda de estos herejes debía de hacer prosélitos entre los cristianos poco afianzados en la fe, tal vez formaran ya un grupo aparte, una especie de secta separada de la verdadera Iglesia de Cristo.

Los jefes de la Iglesia, entre los que se encuentra San Juan, son de Dios (v. 6), es decir, hablan según Dios, según la verdad; y los fieles que conocen a Dios escuchan la palabra de sus apóstoles, reconociendo la verdad de su enseñanza. El criterio que permite discernir los buenos espíritus es la sumisión al magisterio Jerárquico; Jesucristo ya había dicho el que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros rechaza, a mí me rechaza[5]. La actitud ante la doctrina enseñada por los apóstoles es un criterio que permite discernir los espíritus. San Ignacio mártir decía a principios del siglo II que la manera de librarse de los herejes es el mantenerse unidos a Dios, a Jesucristo, al obispo y a los preceptos de los apóstoles.

OBSERVAR LOS MANDAMIENTOS (2,4; 4,8)

El que pretende conocer a Dios sin observar sus mandamientos es un mentiroso (v. 4). Es de la misma calaña que aquel que camina en las tinieblas y, sin embargo, se cree en comunión con Dios: el apóstol parece referirse a los falsos doctores que se gloriaban de su ciencia, pero descuidaban los deberes más sagrados de la vida cristiana.

El cristiano obediente a los preceptos divinos posee en toda su autenticidad la verdadera caridad; el fin ha de manifestarse con sus obraras que posee realmente la caridad, el amor de Dios; Jesucristo, nuestro modelo, ha cumplido también la voluntad de su Padre, ha guardado sus mandamientos y nos ha dado ejemplo para que nosotros le imitásemos; el cristiano que quiere permanecer en Dios ha de imitar a Cristo, si esto hace, conocerá que está en Dios. El que no ama divinamente demuestra que no ha llegado al verdadero conocimiento de Dios (v. 8), le conoce íntima y realmente.

El conocimiento del que habla San Juan presupone una relación íntima y personal con Dios fundada en una experiencia viva y amorosa; sólo el que ama puede llegar a conocer bien esas realidades íntimas; sin la caridad fraterna no puede existir auténtico conocimiento de Dios, porque Dios es amor; esta es la mejor definición de Dios y la que resume todo lo que el cristiano puede saber de su Creador; el amor es el atributo divino que mejor da a conocer la naturaleza de Dios; el amor, el ágape, es la revelación más prodigiosa y constante de Dios a los hombres; ya desde el sermón de la montaña, Jesús evoca el amor del Padre celestial, generoso incluso para con los enemigos y pecadores.

ROMPER CON EL PECADO (1,8.10)

El que realmente pretende no tener pecado, se engañará a sí mismo y la verdad no estará en él (v. 8). La autosuficiencia lleva también al autoengaño; al pretender ser impecables, nos seducimos, nos engañamos a nosotros mismos; y al obcecarnos no podremos ver la verdad; en lugar de negar los pecados hay que reconocerlos y confesarlos¸ todos somos pecadores e incurrimos continuamente en pecados aún después de la justificación; decir lo contrario sería tratar a Dios de mentiroso (v. 10), pues repetidas veces se afirma en la Sagrada Escritura que el hombre es pecador; el hombre que no se reconoce culpable se priva de la luz que le comunicaría la palabra de Dios, la enseñanza divina del Evangelio, que es la que confiere al alma la verdad y la hace verdaderamente libre. El apóstol se refiere a toda clase de pecados actuales.

AMAR A DIOS Y VIVIR EN COMUNIÓN CON ÉL (4,20; 1,6; 2,6.9)

Pero que nadie se engañe creyendo presuntuosamente poseer la caridad perfecta; por eso San Juan recuerda el criterio infalible del amor perfecto: el que no ama a su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve (v. 20). La caridad fraterna es, además un abandono en el amor de Dios; el amor de Dios es inseparable del amor al prójimo; pretender que el primero pueda existir sin el segundo es una mentira. El que afirma que ama a Dios, ha de amar también al prójimo, porque de lo contrario se equivoca: no se puede amar a Dios sin amar al prójimo.

San Juan, seguramente se refiere a los falsos doctores, que pretendían amar a Dios y aborrecían a sus hermanos; obrando así se equivocan, porque nadie puede amar verdaderamente al divino Redentor si odia a los que Él redimió con su  sangre. El pecado de mentira tiene para el apóstol una gravedad especial; es ésta, según San Juan una de las notas características de los herejes que él combate, el castigo de éstos será el de ser precipitados en el estanque de fuego.

Si en Dios no puede haber tinieblas por ser la luz y la verdad misma, el que vive en comunión con Él (v. 6), no puede caminar al mismo tiempo en tinieblas, pues es un contrasentido, una cosa imposible; y el que se atreva a decirlo, miente: porque la verdad no está unida jamás a las tinieblas. Una vida de pecado no puede conducir, de ninguna manera a la unión con Dios.

A caminar en las tinieblas opone el apóstol el andar en la luz; caminar en la luz es llevar una vida buena y santa. Dios es luz y está siempre en la luz; por eso nosotros debemos caminar también en la luz por el hecho de ser Dios luz y amor, y el que está unido a Él no podrá menos de llevar una vida de luz y de amor, guardando sus preceptos, especialmente el del amor fraterno: la imitación de Cristo es la más alta norma de vida cristiana (v. 6).

La caridad en la epístola, es una realidad sobrenatural que Dios ha dado al hombre; es una verdadera participación del amor increado de Dios. Así también la caridad, con la cual formalmente amamos al prójimo, es cierta participación de la divina caridad; el cristiano obediente a los preceptos divinos posee en toda su autenticidad la verdadera caridad; el fiel ha de manifestar con sus obras que posee realmente la caridad, el amor de Dios; Jesucristo, nuestro modelo, ha cumplido también la voluntad de su Padre, ha guardado sus mandamientos y nos ha dado ejemplo para que nosotros le imitásemos.

El cristiano que quiera permanecer en Dios ha de imitar a Cristo; por eso, faltar a la caridad es faltar a la obligación principal impuesta por la fe cristiana; el que odia a su hermano está todavía en las tinieblas aunque pretenda estar en la luz (v. 9). No ha comprendido el proyecto nuevo del amor al prójimo, porque el que odia al hermano muestra que no se mueve por motivos de fe y de caridad, sino por puro egoísmo, como los que viven en las tinieblas del paganismo: el precepto de la caridad que se inspira en el amor de Jesús, rige principalmente las relaciones entre los cristianos, entre los hermanos en la fe.

San Juan considera la práctica del amor fraterno como condición indispensable para permanecer en la comunión con Dios. El conocimiento de Dios y caminar en la luz son inseparables y solamente Jesucristo, venido en la carne, ha traído el amor de Dos que borra los pecados; y todos estos principios, eran exactamente los que negaban los herejes contra los que se dirige el autor de la carta.

Hna. Ana María Panizo



[1] 1 Jn 4,3.

[2] 2,19.

[3] 1 Jn 4,3.

[4] Un falso profeta o pseudoprofeta en la creencia religiosa, es aquel individuo que ilegítimamente finge cualidades de profecía o se proclama poseedor o receptor de determinados dones divinos, sin realmente poseerlos.

[5] Lucas 10,16.

 

15 de enero de 2025

La Liturgia como Obra de la Sma. Trinidad

                       

LA LITURGIA COMO DON DE DIOS Y RESPUESTA DEL HOMBRE

Liturgia: deriva de un término griego que significa “obra en favor del pueblo o servicio público”. La palabra liturgia se aplica hoy a todo el conjunto de los actos rituales de la Iglesia a través de los cuales prosigue en el mundo el sacerdocio de Jesucristo, destinado a santificar a los hombres y a glorificar a Dios[1].

LA LITURGIA, OBRA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Bendecir es una acción que da la vida y cuya fuente es el Padre. Su bendición es a la vez palabra y don (“bene-dictio”, “eu-logia”). Aplicado al hombre, este término significa la adoración y la entrega a su creador en la acción de gracias.

Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda la obra de Dios es una bendición. Los autores inspirados anuncian el designio de salvación como una inmensa bendición divina. Desde el comienzo, Dios bendice a los seres vivos, especialmente al hombre y a la mujer. Pero es a partir de Abraham cuando la bendición penetra en la historia humana. Por la fe del “Padre de los creyentes” que acoge la bendición se inaugura la historia de la salvación. La Ley, los Profetas y los salmos que tejen la liturgia del Pueblo elegido recuerdan a la vez las bendiciones divinas y responden con alabanza y acción de gracias.

La bendición divina es plenamente revelada y comunicada en la Liturgia de la Iglesia. El Padre es reconocido y adorado como la fuente y el fin de todas las bendiciones de la Creación. Cristo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nosotros el don que contiene todos los dones: El Espíritu Santo.

La liturgia en la historia de la salvación, es siempre don a la Iglesia y obra de toda la Santísima Trinidad en la existencia de los hombres. Frente al culto religioso, expresión del deseo del hombre de acercarse a Dios, la liturgia cristiana forma parte de la autocomunicación del Padre y de su amor infinito hacia el hombre, por Jesucristo en el Espíritu Santo. La dimensión trinitaria de la liturgia constituye el principio teológico fundamental de su naturaleza y la primera ley de toda celebración.

El Padre: En la liturgia Dios es siempre «El Padre de nuestro Señor Jesucristo que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales en Cristo»[2], de manera que la oración litúrgica se dirige de suyo al Padre. Pero el Padre es también el término de toda alabanza y de toda acción de gracias. La liturgia tiene un carácter teocéntrico, de manera que no sólo la dimensión antropocéntrica -el hombre creado a imagen de Dios y restablecido en su dignidad por Jesucristo- sino también la dimensión cósmica -los cielos y la tierra y todas las criaturas- están orientadas a reconocer la absoluta soberanía del Padre y su infinito amor al hombre y a toda la creación[3].

El Hijo: La manifestación divina trinitaria en la liturgia alcanza su culminación en la referencia a la obra del Hijo y Señor Jesucristo. Cuando llegó su hora[4], vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos “una vez por todas”[5]. En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza su misterio pascual. El misterio pascual de Cristo, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la resurrección permanece y atrae todo hacia la vida.

La presencia de Cristo en la liturgia es una presencia dinámica y eficaz, que hace de los actos litúrgicos acontecimientos de salvación. Los modos o grados de la presencia del Señor en la liturgia confirman que ésta es, ante todo, acción de Cristo el cual asocia al sacerdocio a todos los fieles en virtud del bautismo[6].

En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos donde Cristo «sentado a la derecha del Padre»[7], es el único Mediador entre Dios y los hombres[8], el sumo sacerdote del santuario celeste[9], el intercesor permanente[10].

El Espíritu Santo: Es el “Don de la Pascua del Señor”, el don de Dios[11], prometido para los tiempos mesiánicos[12], que el Mediador único del culto verdadero ha entregado a la Iglesia para que ésta realice, a su vez su misión[13]. Bajo la guía y el impulso del Espíritu la Iglesia ora[14], canta y celebra al Padre[15] y lo invoca en la espera de su retorno[16].

La liturgia es donación continua del Espíritu Santo para realizar la comunión en la vida divina e iniciar el retorno de todos los dones hacia el que es comunión en la vida divina e iniciar el retorno de todos los dones hacia el que es su fuente y su término. Toda acción litúrgica tiene lugar «en la unidad del Espíritu Santo» no sólo como « , sino también como expresión de la comunión de la Iglesia, que brota del misterio trinitario y es realizada por la presencia y la actuación del mismo Espíritu. Por este motivo la oración litúrgica es siempre oración de la Iglesia «congregada por el Espíritu Santo».

En la liturgia, el Espíritu Santo es el pedagogo de la fe del pueblo de Dios, el artífice de las «obras maestras de Dios» que son los sacramentos de la nueva alianza. El deseo y la obra del Espíritu en el corazón de la Iglesia es que vivamos de la vida de Cristo resucitado. Cuando encuentra en nosotros la respuesta de fe que él ha suscitado, entonces se realiza una verdadera cooperación. Por ella, la liturgia viene a ser la obra común del Espíritu Santo y de la Iglesia.

La liturgia cristiana no sólo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes. Con su acción invisible, el Espíritu Santo hace que los sacramentos de la Iglesia realicen lo que significan, conduciendo la obra de Cristo a su plenitud según el designio eterno del Padre.

El poder transformador del Espíritu Santo en la liturgia apresura la venida del Reino y la consumación del Misterio de la salvación. La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos[18]. En la liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El fruto del Espíritu en la liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santísima y comunión fraterna[19].

LA LITURGIA COMO RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS

En cuanto respuesta de fe y de amor por parte del hombre a las “bendiciones espirituales” con que el Padre nos enriquece, la liturgia cristiana tiene una doble dimensión. Por una parte, la Iglesia, unida a su Señor y “bajo la acción del Espíritu Santo”[20] bendice al Padre por su don inefable[21] mediante la adoración, la alabanza y la acción de gracias. Por otra, la Iglesia, hasta la consumación del designio de Dios, no cesa de presentar al Padre “la ofrenda de sus propios dones” y de implorar que el Espíritu Santo venga sobre esta ofrenda, sobre ella misma, sobre los fieles y sobre el mundo entero, a fin de que por la comunión en la muerte-resurrección de Cristo-sacerdote y por su Espíritu las bendiciones divinas den fruto de vida “para alabanza de la gloria de su gracia”[22].

La liturgia que es reactualización del misterio de Cristo, nos permite dar una respuesta segura: Tú eres el Hijo de Dios, el Ungido por el Padre (Cristo) enviado a salvar a la humanidad (Jesús) en la fuerza del Espíritu Santo. Es necesario participar consciente y activamente en la liturgia. Sólo si se cumple esta condición se puede conocer a Cristo en su real identidad y se puede establecer una verdadera relación personal entre nosotros y él que nos permite una viva y vital experiencia de Cristo, de su misterio de salvación de la que éste es portador. Gracias a esta rica experiencia litúrgica de Cristo puede decir cada fiel con plena verdad: “Oh Cristo…, yo te encuentro en tus sacramentos”[23].

Cuanto más viva y vital es la experiencia litúrgica de Cristo, tanto más se ahonda en su conocimiento. Y esto no puede no influir cada vez más profundamente en la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles, suscitando en ellos las más variadas actitudes existenciales en relación con Cristo. Se confiesa a Cristo Señor presente y activo en la liturgia; se proclama la singularidad de la persona y de la obra de Cristo; se celebra a Cristo reactualizando su misterio de salvación.

La vida de la Iglesia y de cada cristiano recibe así orientaciones muy determinadas y múltiples, sobre todo una inserción cada vez más consciente y vital en el misterio de Cristo y una voluntad cada vez más decisiva de anuncio y actuación del misterio pascual de Cristo, a fin de que Dios, Padre por medio de Cristo mediador, sea finalmente “todo en todos”[24].

Hna. Florinda Panizo

[1] SC 7.

[2] Ef 1,3

[3] Cf. Jn 3,16; 1 Jn 4,9; Rom 8,15-39.

[4] Jn 13,1; 17,1.

[5] Rom 6,10; Heb 7,27; 9,12.

[6] SC 14; LG 10-12.

[7] Mc 16,19.

[8] 1 Tim 2,5; Heb 12,24.

[9] Heb 8,1-2.

[10] Rom 8,34; 1 Jn 2,1; Heb 7,25.

[11] Jn 4,10; Hech 11,15.

[12] Is 32,15; Ez 36,26-27; Jl 3,1-2; Zac 12,10.

[13] Jn 20,21-23.

[14] Rom 8,26-27.

[15] Ef 5,18-20; Col 3,16-17.

[16] 1 Cor 11,26; 16,12; Ap 22, 17.20.

[17] Jn 4,23-24.

[18] Jn 15,1-17; Gál 5,22.

[19] 1 Jn 1,3-7.

[20] Lc 10,21.

[21] 2Cor 9,15.

[22] Ef 1,6.

[23] San Ambrosio, Apología del profeta David 12,58.

[24] 1 Cor 15,28.

30 de noviembre de 2024

EL PROFETA ISAIAS Y EL ADVIENTO

 

El profeta Isaías fue...:

Isaías es el gran heraldo del Antiguo Testamento, de la venida del Señor. Una venida de salvación y de paz, que nos trae el reino de Dios e inaugura los nuevos tiempos, las nuevas relaciones entre Dios y los hombres, las cuales se establecerán a partir del Mesías.

Isaías es el profeta por excelencia del tiempo de la expectación que está cercana. Lo está por su deseo de liberación, su deseo de lo absoluto de Dios; lo es en la lógica bravura de toda su vida que es lucha y combate; y lo es hasta en su arte literario, en el que nuestro siglo vuelve a encontrar su gusto por la imagen desnuda pero fuerte hasta la crudeza. Es uno de esos violentos a los que les es prometido por Cristo el Reino.

El adviento

La esperanza de los creyentes es el lema del tiempo de adviento, y el pueblo de Israel es un gran maestro de esperanza. En él, como en un embalse de anhelos, se remansa toda la esperanza de la humanidad, y la Iglesia recuerda la trayectoria de este pueblo, para sostener el itinerario de su propia peregrinación por la historia.

Tres personajes protagonizan esta esperanza: el mismo pueblo, Isaías el profeta y Juan el percusor. Sus textos, como trompetas de un evangelio de liberación individual y social, son fuente de la celebración de estos días.

La Iglesia celebra también esa ininterrumpida venida del Reino de Dios al mundo actual, que culminará con la litúrgica es la celebración del nacimiento del Salvador.

Durante este tiempo se intensifican actitudes fundamentales de la vida cristiana: la espera atenta, la vigilancia, la fidelidad en el trabajo, como manifestaciones del Dios Salvador que está viviendo con gloria.

A lo largo de estas semanas tenemos que esforzarnos por descubrir y desear eficazmente las promesas mesiánicas: la paz, la justicia, la relación fraternal, el nacimiento de un mundo nuevo desde la raíz.

El descubrimiento de la acción de Dios en nuestro tiempo despierta en el corazón de la Iglesia una ansiosa espera. Los que sabemos que la primicia de la nueva creación ya está en nuestras manos, experimentamos que aún no hemos llegado a su plenitud. Esta última etapa que deseamos alcanzar no es obra nuestra, sino don de Dios.

Mesianismo real

         Aunque Isaías no utiliza el término «Mesías», es el profeta más representativo del llamado mesianismo regio, que concibe y describe al futuro salvador con rasgos tomados de la figura del rey. A este personaje magnífico se le califica de «Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz»      Jerusalén, donde habitan los que durante la invasión permanecen fiados sólo en Dios[1], los humildes y pobres del Señor[2], será también fuente de paz mesiánica para todos los pueblos[3]; allí acudirán, a sentarse en el banquete mesiánico, los de Etiopía[4], los de Tiro[5], los de Egipto y los asirios[6], es decir, todas las naciones.

         La figura del Enmanuel concentra todas las promesas[7]: él reinará sobre su país, será el restaurador de la dinastía davídica, reducida a una simple cepa; será el rey eterno prometido por Dios. En él se sintetizarán las grandes corrientes de la esperanza de Israel: la dinástico-real[8], la profética[9], la paradisiaca[10] y la escatológica[11].

        Conclusión

         La esperanza mesiánica de los hombres se ha visto colmada por Dios en Jesús de Nazaret, ya que en él se cumplieron las promesas hechas a través de los profetas del pueblo elegido, como garantía de la fidelidad de Dios con toda la humanidad.

         Mientras esperamos la manifestación definitiva del Reino de Dios, los cristianos debemos de permanecer vigilantes, atentos a la Palabra que el Señor quiere comunicarnos y a los movimientos del Espíritu Santo, y a los signos de los tiempos.

         La falta de amor y de justicia reaviva en los hombres la fe y la esperanza de un Dios que imponga en la tierra el derecho y la justicia. Por eso, a la espera angustiosa y atemorizada de muchos hombres se opone el ánimo y esperanza firmes de cuantos han tratado de mantener la coherencia de su obrar. Estos no tendrán miedo de que sus obras aparezcan malas ante la luz y la verdad que es Cristo el Hijo de de Dios hecho Niño.

Hna. Florinda P.



[1] Is 10,20.

[2] Ibíd 30,18;33,2.

[3] Ibíd 2,1-5.

[4] Ibíd 18,7.        

[5] Ibíd Is 23,17-18.

[6] Ibíd s 19,18-25.

[7] Ibíd. 7,14.

[8] Ibíd. 7,14; 8,8.

[9] Ibíd. 9,7;11,12.

[10] Ibíd. 11,6-9.

[11] Ibíd. 11,9.