LA LITURGIA COMO DON DE DIOS Y RESPUESTA DEL HOMBRE
Liturgia: deriva de un término griego que significa “obra en
favor del pueblo o servicio público”. La palabra liturgia se aplica hoy a todo
el conjunto de los actos rituales de la Iglesia a través de los cuales prosigue
en el mundo el sacerdocio de Jesucristo, destinado a santificar a los hombres y
a glorificar a Dios[1].
LA LITURGIA, OBRA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Bendecir es una acción que da la vida y cuya fuente es el
Padre. Su bendición es a la vez palabra y don (“bene-dictio”, “eu-logia”).
Aplicado al hombre, este término significa la adoración y la entrega a su
creador en la acción de gracias.
Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda
la obra de Dios es una bendición. Los autores inspirados anuncian el designio
de salvación como una inmensa bendición divina. Desde el comienzo, Dios bendice
a los seres vivos, especialmente al hombre y a la mujer. Pero es a partir de
Abraham cuando la bendición penetra en la historia humana. Por la fe del “Padre
de los creyentes” que acoge la bendición se inaugura la historia de la
salvación. La Ley, los Profetas y los salmos que tejen la liturgia del Pueblo
elegido recuerdan a la vez las bendiciones divinas y responden con alabanza y
acción de gracias.
La bendición divina es plenamente revelada y comunicada en la
Liturgia de la Iglesia. El Padre es reconocido y adorado como la fuente y el
fin de todas las bendiciones de la Creación. Cristo, encarnado, muerto y
resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en
nosotros el don que contiene todos los dones: El Espíritu Santo.
La liturgia en la historia de la salvación, es siempre don a
la Iglesia y obra de toda la Santísima Trinidad en la existencia de los
hombres. Frente al culto religioso, expresión del deseo del hombre de acercarse
a Dios, la liturgia cristiana forma parte de la autocomunicación del Padre y de
su amor infinito hacia el hombre, por Jesucristo en el Espíritu Santo. La dimensión
trinitaria de la liturgia constituye el principio teológico fundamental de su
naturaleza y la primera ley de toda celebración.
El Padre: En la liturgia Dios es siempre «El Padre de nuestro
Señor Jesucristo que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones
espirituales en Cristo»[2],
de manera que la oración litúrgica se dirige de suyo al Padre. Pero el Padre es
también el término de toda alabanza y de toda acción de gracias. La liturgia
tiene un carácter teocéntrico, de manera que no sólo la dimensión
antropocéntrica -el hombre creado a imagen de Dios y restablecido en su
dignidad por Jesucristo- sino también la dimensión cósmica -los cielos y la
tierra y todas las criaturas- están orientadas a reconocer la absoluta soberanía
del Padre y su infinito amor al hombre y a toda la creación[3].
El Hijo: La manifestación divina trinitaria en la liturgia
alcanza su culminación en la referencia a la obra del Hijo y Señor Jesucristo.
Cuando llegó su hora[4],
vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es
sepultado, resucita de entre los muertos “una vez por todas”[5].
En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza su misterio pascual.
El misterio pascual de Cristo, no puede permanecer solamente en el pasado, pues
por su muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los
hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en
ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de
la resurrección permanece y atrae todo hacia la vida.
La presencia de Cristo en la liturgia es una presencia
dinámica y eficaz, que hace de los actos litúrgicos acontecimientos de
salvación. Los modos o grados de la presencia del Señor en la liturgia
confirman que ésta es, ante todo, acción de Cristo el cual asocia al sacerdocio
a todos los fieles en virtud del bautismo[6].
En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella
liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual
nos dirigimos como peregrinos donde Cristo «sentado a la derecha del Padre»[7],
es el único Mediador entre Dios y los hombres[8],
el sumo sacerdote del santuario celeste[9],
el intercesor permanente[10].
El Espíritu Santo: Es el “Don de la Pascua del Señor”, el don
de Dios[11],
prometido para los tiempos mesiánicos[12], que el Mediador
único del culto verdadero ha entregado a la Iglesia para que ésta realice, a su
vez su misión[13].
Bajo la guía y el impulso del Espíritu la Iglesia ora[14], canta y celebra al
Padre[15]
y lo invoca en la espera de su retorno[16].
La liturgia es donación continua del Espíritu Santo para
realizar la comunión en la vida divina e iniciar el retorno de todos los dones
hacia el que es comunión en la vida divina e iniciar el retorno de todos los
dones hacia el que es su fuente y su término. Toda acción litúrgica tiene lugar
«en la unidad del Espíritu Santo» no sólo como «
En la liturgia, el Espíritu Santo es el pedagogo de la fe del
pueblo de Dios, el artífice de las «obras maestras de Dios» que son los
sacramentos de la nueva alianza. El deseo y la obra del Espíritu en el corazón
de la Iglesia es que vivamos de la vida de Cristo resucitado. Cuando encuentra
en nosotros la respuesta de fe que él ha suscitado, entonces se realiza una
verdadera cooperación. Por ella, la liturgia viene a ser la obra común del
Espíritu Santo y de la Iglesia.
La liturgia cristiana no sólo recuerda los acontecimientos
que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes. Con su acción
invisible, el Espíritu Santo hace que los sacramentos de la Iglesia realicen lo
que significan, conduciendo la obra de Cristo a su plenitud según el designio
eterno del Padre.
El poder transformador del Espíritu Santo en la liturgia
apresura la venida del Reino y la consumación del Misterio de la salvación. La
finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en
comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia
de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos[18]. En la liturgia se
realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El
fruto del Espíritu en la liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad
Santísima y comunión fraterna[19].
LA LITURGIA COMO RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS
En cuanto respuesta de fe y de amor por parte del hombre a
las “bendiciones espirituales” con que el Padre nos enriquece, la liturgia
cristiana tiene una doble dimensión. Por una parte, la Iglesia, unida a su
Señor y “bajo la acción del Espíritu Santo”[20] bendice al Padre por
su don inefable[21]
mediante la adoración, la alabanza y la acción de gracias. Por otra, la
Iglesia, hasta la consumación del designio de Dios, no cesa de presentar al
Padre “la ofrenda de sus propios dones” y de implorar que el Espíritu Santo
venga sobre esta ofrenda, sobre ella misma, sobre los fieles y sobre el mundo
entero, a fin de que por la comunión en la muerte-resurrección de
Cristo-sacerdote y por su Espíritu las bendiciones divinas den fruto de vida
“para alabanza de la gloria de su gracia”[22].
La liturgia que es reactualización del misterio de Cristo,
nos permite dar una respuesta segura: Tú eres el Hijo de Dios, el Ungido por el
Padre (Cristo) enviado a salvar a la humanidad (Jesús) en la fuerza del
Espíritu Santo. Es necesario participar consciente y activamente en la liturgia.
Sólo si se cumple esta condición se puede conocer a Cristo en su real identidad
y se puede establecer una verdadera relación personal entre nosotros y él que
nos permite una viva y vital experiencia de Cristo, de su misterio de salvación
de la que éste es portador. Gracias a esta rica experiencia litúrgica de Cristo
puede decir cada fiel con plena verdad: “Oh Cristo…, yo te encuentro en tus
sacramentos”[23].
Cuanto más viva y vital es la experiencia litúrgica de
Cristo, tanto más se ahonda en su conocimiento. Y esto no puede no influir cada
vez más profundamente en la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles,
suscitando en ellos las más variadas actitudes existenciales en relación con
Cristo. Se confiesa a Cristo Señor presente y activo en la liturgia; se
proclama la singularidad de la persona y de la obra de Cristo; se celebra a
Cristo reactualizando su misterio de salvación.
La vida de la Iglesia y de cada cristiano recibe así
orientaciones muy determinadas y múltiples, sobre todo una inserción cada vez
más consciente y vital en el misterio de Cristo y una voluntad cada vez más
decisiva de anuncio y actuación del misterio pascual de Cristo, a fin de que
Dios, Padre por medio de Cristo mediador, sea finalmente “todo en todos”[24].
[1] SC 7.
[2] Ef 1,3
[3] Cf. Jn 3,16; 1 Jn 4,9; Rom 8,15-39.
[4] Jn 13,1;
17,1.
[5] Rom 6,10;
Heb 7,27; 9,12.
[6] SC 14; LG
10-12.
[7] Mc 16,19.
[8] 1 Tim
2,5; Heb 12,24.
[9] Heb
8,1-2.
[10] Rom 8,34;
1 Jn 2,1; Heb 7,25.
[11] Jn 4,10;
Hech 11,15.
[12] Is 32,15;
Ez 36,26-27; Jl 3,1-2; Zac 12,10.
[13] Jn
20,21-23.
[14] Rom
8,26-27.
[15] Ef
5,18-20; Col 3,16-17.
[16] 1 Cor
11,26; 16,12; Ap 22, 17.20.
[17] Jn 4,23-24.
[18] Jn 15,1-17; Gál 5,22.
[19] 1 Jn 1,3-7.
[20] Lc 10,21.
[21] 2Cor 9,15.
[22] Ef 1,6.
[23] San Ambrosio, Apología del profeta David 12,58.
[24]
1 Cor 15,28.
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