15 de enero de 2025

La Liturgia como Obra de la Sma. Trinidad

                       

LA LITURGIA COMO DON DE DIOS Y RESPUESTA DEL HOMBRE

Liturgia: deriva de un término griego que significa “obra en favor del pueblo o servicio público”. La palabra liturgia se aplica hoy a todo el conjunto de los actos rituales de la Iglesia a través de los cuales prosigue en el mundo el sacerdocio de Jesucristo, destinado a santificar a los hombres y a glorificar a Dios[1].

LA LITURGIA, OBRA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Bendecir es una acción que da la vida y cuya fuente es el Padre. Su bendición es a la vez palabra y don (“bene-dictio”, “eu-logia”). Aplicado al hombre, este término significa la adoración y la entrega a su creador en la acción de gracias.

Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda la obra de Dios es una bendición. Los autores inspirados anuncian el designio de salvación como una inmensa bendición divina. Desde el comienzo, Dios bendice a los seres vivos, especialmente al hombre y a la mujer. Pero es a partir de Abraham cuando la bendición penetra en la historia humana. Por la fe del “Padre de los creyentes” que acoge la bendición se inaugura la historia de la salvación. La Ley, los Profetas y los salmos que tejen la liturgia del Pueblo elegido recuerdan a la vez las bendiciones divinas y responden con alabanza y acción de gracias.

La bendición divina es plenamente revelada y comunicada en la Liturgia de la Iglesia. El Padre es reconocido y adorado como la fuente y el fin de todas las bendiciones de la Creación. Cristo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nosotros el don que contiene todos los dones: El Espíritu Santo.

La liturgia en la historia de la salvación, es siempre don a la Iglesia y obra de toda la Santísima Trinidad en la existencia de los hombres. Frente al culto religioso, expresión del deseo del hombre de acercarse a Dios, la liturgia cristiana forma parte de la autocomunicación del Padre y de su amor infinito hacia el hombre, por Jesucristo en el Espíritu Santo. La dimensión trinitaria de la liturgia constituye el principio teológico fundamental de su naturaleza y la primera ley de toda celebración.

El Padre: En la liturgia Dios es siempre «El Padre de nuestro Señor Jesucristo que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales en Cristo»[2], de manera que la oración litúrgica se dirige de suyo al Padre. Pero el Padre es también el término de toda alabanza y de toda acción de gracias. La liturgia tiene un carácter teocéntrico, de manera que no sólo la dimensión antropocéntrica -el hombre creado a imagen de Dios y restablecido en su dignidad por Jesucristo- sino también la dimensión cósmica -los cielos y la tierra y todas las criaturas- están orientadas a reconocer la absoluta soberanía del Padre y su infinito amor al hombre y a toda la creación[3].

El Hijo: La manifestación divina trinitaria en la liturgia alcanza su culminación en la referencia a la obra del Hijo y Señor Jesucristo. Cuando llegó su hora[4], vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos “una vez por todas”[5]. En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza su misterio pascual. El misterio pascual de Cristo, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la resurrección permanece y atrae todo hacia la vida.

La presencia de Cristo en la liturgia es una presencia dinámica y eficaz, que hace de los actos litúrgicos acontecimientos de salvación. Los modos o grados de la presencia del Señor en la liturgia confirman que ésta es, ante todo, acción de Cristo el cual asocia al sacerdocio a todos los fieles en virtud del bautismo[6].

En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos donde Cristo «sentado a la derecha del Padre»[7], es el único Mediador entre Dios y los hombres[8], el sumo sacerdote del santuario celeste[9], el intercesor permanente[10].

El Espíritu Santo: Es el “Don de la Pascua del Señor”, el don de Dios[11], prometido para los tiempos mesiánicos[12], que el Mediador único del culto verdadero ha entregado a la Iglesia para que ésta realice, a su vez su misión[13]. Bajo la guía y el impulso del Espíritu la Iglesia ora[14], canta y celebra al Padre[15] y lo invoca en la espera de su retorno[16].

La liturgia es donación continua del Espíritu Santo para realizar la comunión en la vida divina e iniciar el retorno de todos los dones hacia el que es comunión en la vida divina e iniciar el retorno de todos los dones hacia el que es su fuente y su término. Toda acción litúrgica tiene lugar «en la unidad del Espíritu Santo» no sólo como « , sino también como expresión de la comunión de la Iglesia, que brota del misterio trinitario y es realizada por la presencia y la actuación del mismo Espíritu. Por este motivo la oración litúrgica es siempre oración de la Iglesia «congregada por el Espíritu Santo».

En la liturgia, el Espíritu Santo es el pedagogo de la fe del pueblo de Dios, el artífice de las «obras maestras de Dios» que son los sacramentos de la nueva alianza. El deseo y la obra del Espíritu en el corazón de la Iglesia es que vivamos de la vida de Cristo resucitado. Cuando encuentra en nosotros la respuesta de fe que él ha suscitado, entonces se realiza una verdadera cooperación. Por ella, la liturgia viene a ser la obra común del Espíritu Santo y de la Iglesia.

La liturgia cristiana no sólo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes. Con su acción invisible, el Espíritu Santo hace que los sacramentos de la Iglesia realicen lo que significan, conduciendo la obra de Cristo a su plenitud según el designio eterno del Padre.

El poder transformador del Espíritu Santo en la liturgia apresura la venida del Reino y la consumación del Misterio de la salvación. La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos[18]. En la liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El fruto del Espíritu en la liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santísima y comunión fraterna[19].

LA LITURGIA COMO RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS

En cuanto respuesta de fe y de amor por parte del hombre a las “bendiciones espirituales” con que el Padre nos enriquece, la liturgia cristiana tiene una doble dimensión. Por una parte, la Iglesia, unida a su Señor y “bajo la acción del Espíritu Santo”[20] bendice al Padre por su don inefable[21] mediante la adoración, la alabanza y la acción de gracias. Por otra, la Iglesia, hasta la consumación del designio de Dios, no cesa de presentar al Padre “la ofrenda de sus propios dones” y de implorar que el Espíritu Santo venga sobre esta ofrenda, sobre ella misma, sobre los fieles y sobre el mundo entero, a fin de que por la comunión en la muerte-resurrección de Cristo-sacerdote y por su Espíritu las bendiciones divinas den fruto de vida “para alabanza de la gloria de su gracia”[22].

La liturgia que es reactualización del misterio de Cristo, nos permite dar una respuesta segura: Tú eres el Hijo de Dios, el Ungido por el Padre (Cristo) enviado a salvar a la humanidad (Jesús) en la fuerza del Espíritu Santo. Es necesario participar consciente y activamente en la liturgia. Sólo si se cumple esta condición se puede conocer a Cristo en su real identidad y se puede establecer una verdadera relación personal entre nosotros y él que nos permite una viva y vital experiencia de Cristo, de su misterio de salvación de la que éste es portador. Gracias a esta rica experiencia litúrgica de Cristo puede decir cada fiel con plena verdad: “Oh Cristo…, yo te encuentro en tus sacramentos”[23].

Cuanto más viva y vital es la experiencia litúrgica de Cristo, tanto más se ahonda en su conocimiento. Y esto no puede no influir cada vez más profundamente en la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles, suscitando en ellos las más variadas actitudes existenciales en relación con Cristo. Se confiesa a Cristo Señor presente y activo en la liturgia; se proclama la singularidad de la persona y de la obra de Cristo; se celebra a Cristo reactualizando su misterio de salvación.

La vida de la Iglesia y de cada cristiano recibe así orientaciones muy determinadas y múltiples, sobre todo una inserción cada vez más consciente y vital en el misterio de Cristo y una voluntad cada vez más decisiva de anuncio y actuación del misterio pascual de Cristo, a fin de que Dios, Padre por medio de Cristo mediador, sea finalmente “todo en todos”[24].

Hna. Florinda Panizo

[1] SC 7.

[2] Ef 1,3

[3] Cf. Jn 3,16; 1 Jn 4,9; Rom 8,15-39.

[4] Jn 13,1; 17,1.

[5] Rom 6,10; Heb 7,27; 9,12.

[6] SC 14; LG 10-12.

[7] Mc 16,19.

[8] 1 Tim 2,5; Heb 12,24.

[9] Heb 8,1-2.

[10] Rom 8,34; 1 Jn 2,1; Heb 7,25.

[11] Jn 4,10; Hech 11,15.

[12] Is 32,15; Ez 36,26-27; Jl 3,1-2; Zac 12,10.

[13] Jn 20,21-23.

[14] Rom 8,26-27.

[15] Ef 5,18-20; Col 3,16-17.

[16] 1 Cor 11,26; 16,12; Ap 22, 17.20.

[17] Jn 4,23-24.

[18] Jn 15,1-17; Gál 5,22.

[19] 1 Jn 1,3-7.

[20] Lc 10,21.

[21] 2Cor 9,15.

[22] Ef 1,6.

[23] San Ambrosio, Apología del profeta David 12,58.

[24] 1 Cor 15,28.

30 de noviembre de 2024

EL PROFETA ISAIAS Y EL ADVIENTO

 

El profeta Isaías fue...:

Isaías es el gran heraldo del Antiguo Testamento, de la venida del Señor. Una venida de salvación y de paz, que nos trae el reino de Dios e inaugura los nuevos tiempos, las nuevas relaciones entre Dios y los hombres, las cuales se establecerán a partir del Mesías.

Isaías es el profeta por excelencia del tiempo de la expectación que está cercana. Lo está por su deseo de liberación, su deseo de lo absoluto de Dios; lo es en la lógica bravura de toda su vida que es lucha y combate; y lo es hasta en su arte literario, en el que nuestro siglo vuelve a encontrar su gusto por la imagen desnuda pero fuerte hasta la crudeza. Es uno de esos violentos a los que les es prometido por Cristo el Reino.

El adviento

La esperanza de los creyentes es el lema del tiempo de adviento, y el pueblo de Israel es un gran maestro de esperanza. En él, como en un embalse de anhelos, se remansa toda la esperanza de la humanidad, y la Iglesia recuerda la trayectoria de este pueblo, para sostener el itinerario de su propia peregrinación por la historia.

Tres personajes protagonizan esta esperanza: el mismo pueblo, Isaías el profeta y Juan el percusor. Sus textos, como trompetas de un evangelio de liberación individual y social, son fuente de la celebración de estos días.

La Iglesia celebra también esa ininterrumpida venida del Reino de Dios al mundo actual, que culminará con la litúrgica es la celebración del nacimiento del Salvador.

Durante este tiempo se intensifican actitudes fundamentales de la vida cristiana: la espera atenta, la vigilancia, la fidelidad en el trabajo, como manifestaciones del Dios Salvador que está viviendo con gloria.

A lo largo de estas semanas tenemos que esforzarnos por descubrir y desear eficazmente las promesas mesiánicas: la paz, la justicia, la relación fraternal, el nacimiento de un mundo nuevo desde la raíz.

El descubrimiento de la acción de Dios en nuestro tiempo despierta en el corazón de la Iglesia una ansiosa espera. Los que sabemos que la primicia de la nueva creación ya está en nuestras manos, experimentamos que aún no hemos llegado a su plenitud. Esta última etapa que deseamos alcanzar no es obra nuestra, sino don de Dios.

Mesianismo real

         Aunque Isaías no utiliza el término «Mesías», es el profeta más representativo del llamado mesianismo regio, que concibe y describe al futuro salvador con rasgos tomados de la figura del rey. A este personaje magnífico se le califica de «Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz»      Jerusalén, donde habitan los que durante la invasión permanecen fiados sólo en Dios[1], los humildes y pobres del Señor[2], será también fuente de paz mesiánica para todos los pueblos[3]; allí acudirán, a sentarse en el banquete mesiánico, los de Etiopía[4], los de Tiro[5], los de Egipto y los asirios[6], es decir, todas las naciones.

         La figura del Enmanuel concentra todas las promesas[7]: él reinará sobre su país, será el restaurador de la dinastía davídica, reducida a una simple cepa; será el rey eterno prometido por Dios. En él se sintetizarán las grandes corrientes de la esperanza de Israel: la dinástico-real[8], la profética[9], la paradisiaca[10] y la escatológica[11].

        Conclusión

         La esperanza mesiánica de los hombres se ha visto colmada por Dios en Jesús de Nazaret, ya que en él se cumplieron las promesas hechas a través de los profetas del pueblo elegido, como garantía de la fidelidad de Dios con toda la humanidad.

         Mientras esperamos la manifestación definitiva del Reino de Dios, los cristianos debemos de permanecer vigilantes, atentos a la Palabra que el Señor quiere comunicarnos y a los movimientos del Espíritu Santo, y a los signos de los tiempos.

         La falta de amor y de justicia reaviva en los hombres la fe y la esperanza de un Dios que imponga en la tierra el derecho y la justicia. Por eso, a la espera angustiosa y atemorizada de muchos hombres se opone el ánimo y esperanza firmes de cuantos han tratado de mantener la coherencia de su obrar. Estos no tendrán miedo de que sus obras aparezcan malas ante la luz y la verdad que es Cristo el Hijo de de Dios hecho Niño.

Hna. Florinda P.



[1] Is 10,20.

[2] Ibíd 30,18;33,2.

[3] Ibíd 2,1-5.

[4] Ibíd 18,7.        

[5] Ibíd Is 23,17-18.

[6] Ibíd s 19,18-25.

[7] Ibíd. 7,14.

[8] Ibíd. 7,14; 8,8.

[9] Ibíd. 9,7;11,12.

[10] Ibíd. 11,6-9.

[11] Ibíd. 11,9.

30 de marzo de 2024

FELIZ Y SNTA PASUCA DE RESURRECCIÓN - 2024

                                                                                


Cristo, 

alegría del mundo,
resplandor de la gloria del Padre.
¡Bendita la mañana
que anuncia tu esplendor al universo


         Servid al Señor con alegría, porque la tristeza y el mal humor dañan la generosidad. Ama a Dios con toda el alma y con buena cara. Así agradarás a Él y a los hermanos. Dice la Escritura que la alegría alarga la vida en muchos sentidos (Eclo 30, 21):

         Primero porque la vida sin alegría no merece la pena, y el hombre deja de luchar por ella si está triste. Ante los agobios y calamidades, se suele decir: “¡Esto no es vida!” La alegría siempre abre caminos hacia delante, alarga la vida, no sólo en años sino en calidad y en vivencias de paz. Además, la alegría tiene los brazos muy largos  para poder llegar lejos compartiéndola con los hermanos.

Pero además aquí hablamos de la alegría que tiene su origen en Cristo, en su amor redentor que estamos viviendo tan intensamente en estas celebraciones pascuales. Solo esta alegría es real y duradera, compatible con el sufrimiento que la vida humana conlleva inevitablemente.

         Esta alegría que viene se Dios  tiene como resultado que no sólo tú vas a ser feliz, sino que vas a ayudar a los demás a que también lo sean, ya que se transmite  espontánea y sencillamente, porque es  auténtica y cuanto más se vive y comparte, mayor es la felicidad para poder comunicarla y mayor es  la paz que te devuelve.

La liturgia del tiempo pascual nos repite con mil textos diferentes estas mismas palabras: Alegraos, no perdáis jamás la paz y la alegría; servid al Señor con alegría, pues no existe otra forma de servirle.

     Esta es la autentica y única alegría, no surge porque las cosas van bien, -en este caso  sería una alegría muy efímera-, sino cuando viene de sabernos  amados y salvados por Dios.

     En un himno de la Liturgia de las Horas de este tiempo pascual, se le denomina al Señor: ¡Alegría del mundo!  Cristo, es la fuente de la verdadera alegría, porque Él es la Alegría. Tras su resurrección, todo es novedad en el universo, y en cada uno de nosotros. Él nos ha ganado la vida, la Vida Eterna, y en esperanza la gozamos ya en este mundo. Y la esperanza no es evasión a tiempos mejores, sino  vivir conscientemente el presente que es lo más adecuado para preparar el futuro.

Así, estando  alegres, es la forma de dar gracias a Dios por su amor salvador. La alegría es el primer regalo del nuestro cariño y agradecimiento que le debemos, la manera más sencilla y sincera de demostrar que tenemos conciencia de los de ese amor loco e infinito que nos ha manifestado dando su vida en la cruz por nuestra salvación.

Nuestro Padre Dios está contento con nosotros cuando nos ve felices y alegres con el gozo y la dicha verdaderos. La tristeza nace del desamor o al menos, de la indiferencia con relación a  Él.

Jesús llama dichosos a todos los que sin ver creen, sintámonos así, dichosos de saber que Jesús ha resucitado y con ello, ha vencido a la muerte, ha vencido al pecado, y nos ha devuelto la gracia que perdimos por el pecado.

Vivamos la alegría de la resurrección, en cada uno de los acontecimientos que nos toque vivir, tenemos motivos más que suficientes para ser felices, Dios nos quiere felices, es por eso, que dejándose llevar por su Amor, ofreció a su propio Hijo como Redentor

Dios quiere que le sirvamos con alegría. Por lo que estamos alegres en el Señor dándole gracias y aclamándole con cantos de agradecimiento.
        



                                                                Hna. Adoración V.