1. 1. Biografía
Anselmo nació en Val d’Aosta, Italia, en 1033.
Sus padres eran de noble linaje y se llamaban Gondulfo y Ermemberga. Anselmo
nunca se entendió con su padre. Ermemberga supo inculcar muy especialmente en
su hijo no solo un gran amor de Dios, sino también un vivo interés por
conocerle cada vez mejor; un interés y unas ansias que no le abandonarán a lo largo
de toda su vida. Su madre fue la primera educadora de Anselmo, confiando más
adelante su formación a los benedictinos de la comarca. Con el trato de sus
maestros va experimentando el atractivo de la vida monástica, y a los quince
años pide el hábito que le es negado por el abad, temeroso de la reacción del
irascible Gondulfo. Se le niega de nuevo cuando lo solicita al caer enfermo,
sintiéndose por ello muy frustrado. Cuenta Eadmero que “poco a poco comenzó a
disminuir el fervor de su alma y a desear más entrar por los caminos del mundo
que hacerse monje. Llegó a descuidar, inclusive por los placeres, el estudio de
las letras que tanto amaba”.
El joven Anselmo atravesó una profunda crisis
psicológica y moral, agravándose con la muerte de su madre. Su padre no aprueba
nada de lo que hace, riñe con él y a los veintidós años huye a Montecenisio.
Durante un trienio lleva vida disipada, bohemia, de los estudiantes, parte en
Borgoña, parte en Francia y en Normandía y también un tiempo en la escuela de
Arranches. Mucho más tarde escribirá lleno de compunción: Terret me vita mea, mi vida me causa terror.
Estando en Arranches oyó hablar con grandes elogios del maestro
Lanfranco de Pavía, que ahora enseñaba en el monasterio de Bec, y quiso
conocerle. Este monasterio era de fundación reciente (1034) y bastante humilde.
Cuando en 1042 Lanfranco ingresó en él, se distinguía por su modestia y
pobreza; de villius et pauper coenobium,
así lo califica el biógrafo Lanfranco.
Vivía aún el fundador, el abad Herluino, y Lanfranco desempeñaba al mismo
tiempo los cargos de prior y maestro de escuela. Abrió una escuela interna,
exclusivamente para monjes o futuros monjes y otra externa, para estudiantes
laicos, en la que enseñaba derecho, dialéctica y Escritura. Se hizo pronto famosa,
acudiendo a ella estudiantes de toda la Europa occidental; entre ellos, en 1059, Anselmo,
que no quedó defraudado, sino que renació en su ánimo el deseo de consagrarse a
Dios que le había cautivado en su adolescencia. Se planteó seriamente su vocación,
hasta que un día -cuenta Eadmero- manifestó al maestro Lanfranco sus ansias y
“le pidió consejo para elegir entre las tres cosas siguientes: hacerse monje,
irse al desierto como ermitaño o bien dedicarse a vivir de su patrimonio para
poder ayudar a los pobres, pues, habiendo fallecido su padre, contaba con su
herencia”. Lanfranco no se atrevió a dar un parecer definitivo, sino que
acompañó a su discípulo a consultar al santo obispo de Rouen, Mauricio, quien
persuadió al joven que se hiciera monje.
Dos monasterios atraían su atención: Cluny y el propio cenobio de Bec.
Finalmente optó por Bec; allí podría seguir dedicándose al estudio, aunque a la
sombra de Lanfranco, en la humildad que, como monje benedictino, debería
cultivar especialmente.
1. 2 Personaje
genial y atractivo
San Anselmo es una figura egregia, rica en facetas
espléndidas y, por lo mismo, susceptible de interpretaciones dispares. Lope Cilleruelo -desde la óptica del agustinismo
y de la historia de la espiritualidad-, ha escrito con simpatía y justicia: La lectura de San Anselmo impresiona
siempre. Su semejanza con San Agustín sugiere la idea de que todo ha de ser
interpretado en sentido agustiniano. Pero, al mismo tiempo, no se puede
desechar la idea de algo misterioso que hace de San Anselmo un iniciador de
problemas nuevos. Mientras unos quieren explicarlo como se explica a un puro
filósofo, otros lo interpretan como se interpreta a los místicos. Y más adelante: Es, sin duda, una de las grandes cimas de la espiritualidad cristiana,
superior en el aspecto especulativo al mismo San Bernardo.
J. R. Pouchet acentúa su “experiencia monástica”, y
le confiere el título de “doctor monástico”, viendo en su búsqueda de Dios la
clave de su obra y de su vida, y en su calidad de hombre de Dios, siempre y en
todo, su “secreto”. Según este autor, falla todo intento de interpretar su
personalidad cuando se pretende clasificarla. San Anselmo es un hombre lleno de
contrastes: Es conservador en ascética e
innovador en teología; audaz en sus lucubraciones racionales y rigurosamente
fiel a la tradición; une la capacidad penetrativa de la especulación a la
perspicacia del teólogo; es metafísico en sus tratados y rico de imaginación en
los discursos, severo consigo mismo y longánime con los demás….Admira Pouchet su riqueza de corazón y la finura
de su sensibilidad.
Jean Leclercq ha sintetizado la figura del “monje
genial” que fue San Anselmo. Aparece San Anselmo como la personalidad más
serena y discreta de su época. Contribuye, probablemente más que nadie, a una
renovación del pensamiento cristiano y de la espiritualidad. Es tan grande y
tan superior a sus contemporáneos que, en el primero de estos campos, no
ejercerá influencia alguna hasta mucho más tarde. En el terreno de la piedad se
muestra tan equilibrado que apenas se perciben los progresos de que él es el
verdadero iniciador. Debería hablarse de una “profundización y de una
interiorización de las formas de ascesis y de la oración”, ya que fue Anselmo,
quien, en los largos años en que fue monje, prior y abad de Bec, había
realizado personalmente “las experiencias espirituales de las que sus escritos
transmiten el testimonio, orientando de forma decisiva la evolución de la
espiritualidad”.
El opus
anselmiano suscita la admiración de cuantos se interesan directamente por él.
Es una obra que hay que saludar con una inclinación profunda. Su lectura
impresiona siempre. Y como allegarse a la obra de Anselmo equivale a
aproximarse a su persona -tal es la limpidez con que su alma se refleja en sus
escritos-, quienes la frecuentan caen inevitablemente en las redes de su
encanto. Es uno de los autores que, pese a la distancia de siglos, de
costumbres, de mentalidad, de sensibilidad que nos separan, es imposible no
amarlo. Su personalidad, recia y delicada, no necesita construirse; surge
espontáneamente como por arte de magia.
1. 3 Monje, prior y abad de
Bec
Ingresó en el monasterio de Bec a los 26 años y un año más tarde tomó
el hábito benedictino, entregándose fervorosamente al cumplimiento de sus
nuevas obligaciones. “Procuraba emular con todo cuidado la vida de los monjes;
es más, su conducta era tan ejemplar que todo el que deseaba aprovechar en la
religión, encontraba en su vida mucho que imitar. Y así, adelantando de día en
día durante tres años, era muy estimado y honrado”.
Fueron tres años de silencio y oración, de formación intensa, de profundización
de la vocación monástica. Bajo la dirección del abad Herluino y, sobre todo,
del prior Lanfranco, hombre “lleno de bondad y eminente en piedad y en
sabiduría”, en
quien Anselmo confiaba plenamente, hizo grandes progresos.
Anselmo sucedió a Lanfranco como prior de Bec y su nombramiento causó
cierto revuelo en el monasterio, ya que “algunos compañeros rivales vieron con
malos ojos que fuera elevado a ese puesto quien era inferior a ellos en el
orden de profesión…”.
Sucedió a Lanfranco no solo como prior, sino también al frente de las escuelas.
El estudio y la enseñanza, junto con la dirección espiritual, ocupaban gran
parte de su tiempo.
La discreción, la sabiduría y la piedad del nuevo prior se divulgaron
pronto. “Su buena fama vino a extenderse no solo a Normandía, sino también a
toda Francia, a Flandes y hasta Inglaterra, lo cual hizo fluir hacia él toda
clase de gentes, nobles, clérigos y militares, que entregaron sus personas y
sus bienes al monasterio en servicio a Dios, con lo cual vino a aumentar mucho
el monasterio en número y riqueza”.
Al morir el abad fundador Herluino en 1078, por voz unánime, eligieron
a Anselmo, y confesaba que nunca hubiera consentido en ser abad si Mauricio,
venerable obispo de Rouen, no le hubiese mandado por santa obediencia. En
calidad de abad, siguió la misma conducta que había adoptado siendo prior,
haciéndose amar por todos como un padre. Bajo su gobierno abacial, el monasterio
de Bec continuó su espectacular crecimiento en todos los órdenes. En 1070
Lanfranco había sido promovido a la sede primada de Canterbury. Recurrió
enseguida a sus hermanos de Bec para reforzar y reformar diferentes prioratos
catedrales. Los grandes señores normandos hicieron al monasterio espléndidas
donaciones de tierras e iglesias, tanto en Normandía como en Inglaterra.
Anselmo tuvo que visitar repetidamente las numerosas dependencias inglesas de
su abadía, y aprovechaba la ocasión para reunirse con Lanfranco, a quien seguía
venerando como a su padre espiritual.
1. 4 Arzobispo de Canterbury
Anselmo recibió la ordenación episcopal el 6 de diciembre de 1093. Se
distinguió por el sentido del deber, la fidelidad a la
Santa Sede, su adaptación a la idiosincrasia
y a la cultura inglesas -cosa más bien rara entre los prelados normandos- y la
defensa inquebrantable de la libertad de la Iglesia. Soportó
dos destierros, de tres años cada uno, decretados por los reyes Guillermo el
rojo y Enrique Beauclerc. Su gran consuelo fue participar en la vida monástica
de su priorato catedral de Christ Church y, durante los largos períodos de
exilio, de las abadías de Bec, Cluny, la Chaise-Dieu y otras.
Continuó siendo esencialmente monje y maestro de monjes. “Algunos le
han criticado -escribe Eadmero- de haber llevado hasta la indiscreción el
cuidado de conservar las virtudes monásticas y de vivir más bien como monje en
el claustro que como primado de una gran nación, y yo mismo he compartido a
veces esta opinión. Era su humildad, su inmensa paciencia, su abstinencia
excesiva lo que le hacían acusar y condenar”.
Anselmo, que “no despreciaba a nadie y no desdeñaba de dar cuenta de su
conducta a los que le pedían explicaciones”,
no ocultaba su nostalgia del monasterio en que habían transcurrido felizmente
tantos años de su vida. El testimonio de su biógrafo es firme e irrecusable:
“Puedo asegurar, con mucha verdad, que muchas veces le he oído decir que
prefería vivir en un monasterio, entre los niños temblando ante la vara del maestro,
que estar al frente de la
Iglesia de Inglaterra”.
En 1106 regresó victorioso del segundo exilio a su sede primacial por
poco tiempo, ya que su vida se acababa. Murió el 21 de abril de 1109. Al
anunciarle que se acercaba su fin, replicó que, si era la voluntad del Señor,
obedecería de buen grado; “pero si quisiera dejarme entre vosotros hasta que
termine una cuestión que me trae a vueltas el espíritu, relativa al origen del
alma, le quedaría muy agradecido, porque yo no sé si se encontrará alguien que
se ocupe de ello una vez que yo muera”.
Es una anécdota muy reveladora de la personalidad de San Anselmo.
2
El escritor
La obra literaria es compleja y rica. Comúnmente se la
divide en dos categorías: tratados especulativos, que apasionan por igual al filósofo
y al historiador del pensamiento, y los escritos “espirituales”, “devotos” o
“afectivos”, oraciones y meditaciones en los que Anselmo deja expansionarse su
corazón. Su vida y su obra forman una sola cosa, una especie de poema compacto,
coherente y armonioso. La mayor parte de sus escritos, aun los más
especulativos y los compuestos siendo arzobispo, fueron solicitados por sus
amigos y, a menudo, elaborados en un clima monástico. Anselmo, prior y luego
abad, habla con los monjes o a los monjes, y algunos, los más allegados
espiritualmente a él, a sus “amigos”, le piden que escriba sobre tal o cual
tema, en primer lugar sobre Dios.
La extensa
correspondencia anselmiana –estudiada, actualmente, en profundidad- se ha
revelado como una nueva fuente de información para conocer mejor su
personalidad y espiritualidad, el contexto histórico, social y eclesial de la
Edad Media.
Sus dos
escritos más “teológicos”, en el
sentido etimológico de la palabra, son el Monologion
(1076) y el Proslogion (1077-1078).
El Monologion es su primera obra,
conocida bajo el título de Exemplum meditandi de ratione fidei. En él, Anselmo busca expresar su fe de
manera racional para hacerla accesible a todo cristiano. Y el Proslogion -nombre escueto y erudito
que substituyó el título primitivo del tratado: Fides quarens intellectum-, es la continuación del Monologion, donde expresa su deseo de
ver a Dios y el fracaso de esta búsqueda por culpa del pecado. “El Proslogion
no es tan solo la obra de un gran pensador, es también el testimonio de una
vida enamorada de Dios”. Es el libro más representativo.
Entre 1080-1090 escribió y publicó juntos tres
libros que él llama “tres tratados que se pueden aprovechar para el estudio de la Sagrada Escritura”.
El De Veritate: entrega una
definición de la verdad y de la justicia. El De Libertate arbitrio: el
hombre es un ser libre que usó mal de la libertad cometiendo el pecado. ¿Cómo
puede un ser creado para el bien y el amor ser esclavo del pecado?, se
preguntará en el De Casu diaboli. Esta
parte del ser humano él la llama la ‘rectitud’ (rectitudo). En 1092, la
Epistola de Incarnatione Verbi, va dirigida
contra el famoso nominalista Roscelino, canónigo de Compiègne, que sostenía que
las tres Personas divinas son como tres almas. Y entre 1094-1098, siendo
Anselmo arzobispo primado de Inglaterra, el Cur
Deus homo, concluido en el destierro. Como se deduce del Prólogo, responde
a la solicitud hecha por los discípulos, sobre todo por Bosón, el interlocutor
de la obra. En efecto, ha sido escrita en forma de diálogo. Tal vez la ocasión
próxima ha sido provocada por una Sentencia de la Escuela de Laón titulada
también Cur Deus homo que afirmaba
que el motivo de la Encarnación
era liberar a la humanidad del dominio del diablo Estas son las principales
obras de tipo filosófico-teológico, que él definió con la famosa frase: Fides quaerens intellectum, puesta al
frente del Proslogion, “la fe que
busca entender”. Movido por sus discípulos y amigos, Anselmo intenta penetrar
el misterio de Dios y de los dogmas cristianos, aunque sea solamente un
poquito. La necesidad y utilidad concreta de sus hermanos movían su pluma.
Escritos “piadosos”: Eadmero nos informa sobre
las Orationes sive meditationes. Dice
que las “compuso según el deseo y petición de sus amigos”, y el que se sirva de
ellas, “sacará mucho provecho y gozo”. Las Oraciones
y meditaciones obtuvieron un gran éxito. Fueron redactadas y publicadas “para excitar el
espíritu del lector al amor y temor de Dios y al examen de sí mismo”, como se
advierte en el prólogo. Escribió, además, numerosas cartas, las más de ellas en
respuesta a otras en demanda de consejo”. Es interesante comprobar que unas 220 de las
conservadas tienen por destinatarios a monjes o monjas, y unas 40 de las
restantes tratan de temas monásticos.
El epistolario anselmiano representa un
intento de objetivación de muchos datos de una experiencia que, en el fondo, es
incomunicable e incomprensible desde diversos aspectos. Pero, en cualquier
caso, para Anselmo su alcance es indiscutible: la experiencia de Dios tiene un
carácter grandioso, por cuanto el hombre participa en una dinámica divina
infinita que concierne al alma y al cuerpo, y que no termina en una
exterioridad vacía, sino en la interioridad y en el corazón humano.
El
pensamiento espiritual está delineado fundamentalmente por su visión
teológica total y especialmente escatológica de la vida cristiana. Pero su
visión escatológica es, sin duda, el origen de su seguridad y libertad, que
resulta a la vez liberadora e inspiradora en muchos aspectos, en el modo de
hablar del alma y del cuerpo sin miedos ni complejos.
La
enseñanza anselmiana se muestra práctica y concreta, directa y personal, presta
atención al alma, pero también al cuerpo, es espiritual y humana. Su estilo persuasivo,
el lenguaje del deseo, la llamada a la experiencia interior, la profundidad del
mensaje, su concepción de la vida monástica y la amplitud de los destinatarios
son características de su correspondencia, que contribuyeron ya en su contexto
a la renovación de la vida cristiana en la Iglesia del siglo XI.
3
Místico y pensador
Hoy se tiene por seguro que la doctrina anselmiana
no solo se fundamenta en la fe, sino en una profunda experiencia de la fe que la expresa de un modo altamente místico y
poético. Él es, esencialmente, un monje, un contemplativo que lo ha dejado
todo, movido, aguijoneado por el deseo de Dios, de conocerle, de verle, de
unirse a él.
“Todo su pensamiento se organiza y desarrolla en el horizonte
existencial de esta preferencia”.
Como monje benedictino, es un profesional de la búsqueda de Dios, y no se plantea
otro fin que el de animar a sus lectores a buscar a Dios hasta hallarle, en la
medida en que esta experiencia se compadece con la condición humana.
En
el umbral del Proslogion leemos esta
plegaria: “Que te busque, Señor, deseándote, te desee buscándote, te encuentre
amando”.
Y al final: “Te suplico, Señor, que te conozca, que te ame, para que goce de ti.
Y si no puedo realizarlo plenamente en esta vida, que al menos progrese día a
día hasta que llegue la plenitud. Que aumente aquí en mí tu conocimiento, y
allí sea perfecto; crezca tu amor, y allí sea total, para que aquí mi alegría
sea grande en la esperanza, y allí, cumplida en la realidad”.
A
primera vista, la Palabra
de Dios representa un papel muy secundario en las obras filosóficas de Anselmo.
Apenas la cita alguna que otra vez. Sin embargo, están llenas de reminiscencias
de la Escritura
y de los Padres. En las cartas se apela constantemente a su autoridad, siendo
algunos párrafos verdaderos mosaicos de textos bíblicos. En realidad, el
pensamiento anselmiano está totalmente impregnado de cultura bíblica,
iluminando constantemente a sus escritos la Palabra de Dios.
La Biblia, la liturgia, los
Padres, la doctrina tradicional de la Iglesia, constituyen el humus que nutre sus lucubraciones. Su investigación racional se
realiza en el interior de una existencia cristiana desbordante de fe y de amor
de Dios. Bien enraizado en la fe, profundo conocedor de la Escritura, Anselmo es un
pensador moderno y original. No teme a la razón, a la especulación, como otros
monjes de su tiempo. Como escribe acertadamente Ives Cattin, es “hombre que
tiene bastante fe en la
Palabra de Dios para pensar con libertad”.
Toda
la vida de San Anselmo está animada por un único deseo: ¡ver a Dios! Y los dos
procesos que desarrolla para lograr el objeto sublime de su deseo, el “afectivo”
de la conversión del corazón, que aparece de manera especial en sus Oraciones y meditaciones, y el “dialéctico”
de los tratados teológicos con rigurosa concatenación de “razones necesarias”,
están más relacionados entre sí que lo que muchas veces se ha pensado. Ambos
están presentes al mismo tiempo y cada uno reclama su parte, lo que origina
cierto dramatismo.
El místico quisiera contemplar aquí y ahora la belleza de Dios, escuchar su
armonía, oler su perfume, gustar su sabor, tocar la suavidad de su substancia,
pero no le es posible. Ver, gustar, sentir a Dios son vocablos propios de la
terminología mística. El amor y la esperanza ocupan el espacio que media entre
la fe inicial y la visión beatífica, y llenan de algún modo el vacío del alma,
que únicamente al entrar en el gozo de su Señor verá colmados sus deseos.
4
El amor, la amistad y la oración
- El amor. El lugar concedido al amor y a la alegría de amar es la contribución
más importante de Anselmo a la espiritualidad medieval.
Amar es su deseo más ardiente. Quiere y sabe que debe
amar, y sufre porque es incapaz de amar tanto como quisiera y debiera.
Especialmente sus Oraciones y meditaciones,
nos proporcionan abundante y precioso material para bucear en lo íntimo de su
personalidad amante. En su oración segunda, por ejemplo, la dirigida “a Cristo cuando
el alma quiere arder en su amor”. Empieza por recordar sus beneficios, tantos y
tan gratuitos.
La evocación de la pasión, de los latigazos, de la
muerte en cruz del Señor, así como también de su resurrección y ascensión,
alimenta el sentimiento de tristeza del desterrado lejos del amado.
Acuden a sus labios versículos del Salterio, que como
todo monje de aquel tiempo sabe de memoria, para balbucear su pena, sus quejas
y también su esperanza; pues la
Escritura reaviva siempre la esperanza en el corazón humano.
“Joya de la literatura espiritual”,
la oración 16 “a santa María Magdalena”, reúne en un ramillete exquisito todos
los temas preferidos de la espiritualidad anselmiana: la compunción, las
lágrimas, el “deseo de la patria celestial”, “el disgusto del exilio en esta
tierra”, el amor ardiente, invicto. Anselmo, evidentemente, se identifica con
María Magdalena: llora sus pecados, busca al Señor, nada le importa más que el
amor.
La primera de las meditaciones se titula “meditación
para despertar el temor”. Como escribe Yves Cattin, en realidad se trata de una
escenificación dramática -e incluso, para nuestro gusto, melodramática- del deseo
amoroso de Dios. Su vocabulario es enteramente afectivo, e incluso violentamente
afectivo. Late en estas páginas un deseo a ratos desesperado, a ratos
esperanzado, loco, infinito. La meditación es “una carta de amor” que sólo
puede parecer ingenua a los que desconocen el sufrimiento de amar. Pero es
también “una carta feliz” que expresa la certidumbre del hombre de ser amado,
incluso en lo que él todavía no ama: las tinieblas del pecado.
“…Si reflexionamos atentamente en todo esto, veremos que
tenemos que alegrarnos más del afecto para con los demás que del afecto de los
demás para con nosotros. Por no pensar en ello, muchos desean más ser amados
que amar”.
- La amistad. Se ha dicho que Anselmo fue “el hombre de su siglo más dotado para la amistad”.
Eadmero ha llamado repetidamente la atención sobre esta faceta relevante del
santo: “se exhalaba de toda su conducta cierta suavidad seductora que inclinaba
a todo el mundo a buscar su amistad e intimar con él…”.
Tuvo un sinfín de amigos que pertenecían a todos los
estados de la sociedad. La mayoría y los más íntimos eran monjes, a menudo
monjes jóvenes; Anselmo procuraba que sus discípulos fueran al mismo tiempo sus
amigos. Para él la amistad “es esencialmente amor, affectus; un amor mutuo del que los amigos son mutuamente
conscientes…”. Es
la amistad un don y un mandamiento de Dios. Es una virtud, un mérito. Él
quisiera verla cultivar muy especialmente por sus discípulos y se esfuerza en
formar en ellos las “virtudes amables”, las que hacen al hombre de buena
voluntad. “Este concepto es central en el pensamiento de Anselmo, contiene
todos los otros elementos de su ideal de amistad: el objeto de la amistad es
formar al amigo en la nobleza de carácter y el amor de Dios”.
Anselmo tiene un concepto muy alto
de la amistad. Su fuente es el mismo Dios, puesto que lo es del amor, y la
amistad es un género del amor. El amor es objeto de un mandamiento. “Tú
mandaste a tus amigos que se amaran mutuamente”, dice Anselmo en su oración a
Jesucristo “por los amigos”. La amistad es un medio de
ascender hasta Dios, como aparece claro en la misma oración.
En la doctrina sobre la amistad que se desprende de
numerosos textos anselmianos, hay un punto que debe señalarse. La amistad, como
todo amor auténtico, debe ser racional, basarse en la realidad. En una de sus
cartas leemos: “Cuando considero que no me amáis sino porque juzgáis que soy
alguna cosa, cuando no soy nada, entiendo que no amáis a una persona vil y
despreciable ante Dios y los hombres, que es lo que soy, sino a un varón
esforzado y virtuoso, lo que no soy”.
La misma idea se repite en muchos textos, ya que Anselmo no quiere ser amado
por lo que no es.
No exagera Julián Alameda cuando escribe: “Pocas almas
ha habido en el mundo que hayan sentido la amistad con tanta fuerza, con tanta
finura y tanta elevación como Anselmo”.
- La oración. Anselmo no redactó ningún tratado teórico de la oración, pero su obra
en general y sus Oraciones y meditaciones
en particular, nos proporcionan gran número de elementos con los que es posible
reconstruir su pensamiento sobre este punto capital de la espiritualidad
cristiana.
Que San Anselmo fue un hombre de
oración, salta a la vista de quien lee siquiera algunas de sus páginas. Más
aún, parece incuestionable que es acreedor de figurar entre los más grandes
orantes de la historia. Realizó, sin duda, el gran ideal
de la tradición monástica más acendrada: la oración continua. Toda su vida y
toda su obra están enmarcadas por la oración, impregnadas de ella.
Sus amigos y discípulos no ignoraban que Anselmo poseía
en grado eminente el arte de hablar con Dios y con los santos, y le pidieron
que les enseñase a orar. Obedeció y lo hizo, pero no con normas, ni
proponiéndoles teorías, ni tampoco redactando fórmulas de oración que pudieran
recitar, sino invitándoles a orar con él. Tal es el origen y la naturaleza de
su Oraciones y meditaciones, como él
mismo nos lo hace saber en el prólogo. Sus oraciones son, evidentemente,
personales, pero en modo alguno pueden tacharse de puro subjetivismo y piedad
individualista. Ricas en doctrina y espíritu litúrgico, en íntima relación con
el opus Dei y la lectio divina, poseen
un carácter eclesial y católico.
Toda la oración de Anselmo gira alrededor de dos polos:
uno, el sentido profundo, vivísimo de la propia miseria, y el otro, una
confianza sin límites en la misericordia divina, sobre todo, pero también en el
poder de intercesión de quienes velan por él en el cielo: la Virgen María y los santos más
destacados en la liturgia de la
Iglesia o de su particular devoción.
Las tres oraciones marianas merecen especial atención.
En ellas confluyen la doctrina y la piedad, la solidez de la mariología más
genuina con la ternura filial. Anselmo alaba a María, proclama a voz en grito
sus incalculables merecimientos y sus excelsas virtudes, venera su dignidad
única de Madre de Dios y de los hombres. Como verdadero enamorado de María, la
cubre de flores teológicas y de piropos poéticos: “reina de los cielos”,
“señora del mundo”, “madre del que ilumina mi corazón”, etc.
Con la marca de su genio, Anselmo, en esta como en otras
materias, es una cumbre y un guía que señala nuevos derroteros a la teología y
a la devoción. Hoy como ayer, y seguramente en el futuro, seguirá ayudando a quienes
descubran el magisterio del gran benedictino del siglo XI.
5
Conclusión
Podría concluir este pequeño esbozo
de la egregia figura de San Anselmo, diciendo, que él es una de las mayores
personalidades de la Edad Media:
gran maestro de escuela, monje profundamente unido al valor de la oración y de
la contemplación, sabio hombre de gobierno e incansable defensor de la libertas ecclesiae de inspiración
gregoriana, extraordinario en su capacidad especulativa que lo convierte en uno
de los mayores teólogos cristianos. Él es todo esto, pero lo que da unidad y
dinamismo a su personalidad es la mística, como ha escrito A. Stolz (y con él
R. Roques).
Este “Padre de la Escolástica”, como se
le ha llamado, está animado de “la fe que busca a la inteligencia” que caracteriza
a la auténtica teología. Partiendo del “dato revelado”, base inquebrantable de
certeza, razona, argumenta y demuestra a fin de probar lo bien fundado de las
verdades enunciadas, y en lugar de dejar a los espíritus en la creencia ciega,
los conduce al descanso en la luz.
Cronológicamente, San Anselmo
aparece entre San Agustín y Santo Tomás, intermediario -lógicamente- entre
estos dos grandes genios y apenas inferior a ellos. Teólogo-filósofo por su
estudio racional del dogma, prosiguió lo que el primero había preparado, y así,
abrió el camino a todo lo ancho para el segundo.
Menos brillante que esos dos astros
del firmamento de la Iglesia,
sin embargo, como declaró San Pío X, fue “poderoso en obras y en palabras, y
sobre el océano de las almas brilla como un faro de doctrina y de santidad”.
Sin duda, Anselmo es el mejor
exponente del monacato del s. XI, pero también es, sobre todo, el mejor
resultado de la reforma de la
Iglesia que se inspira en el papa Gregorio VII.
Mientras que la tradición monástica
que lo precede desarrolla una teología que es fundamentalmente una exégesis de la Biblia, él quiere construir
una teología que sea también una racional argumentación sobre las verdades
bíblicas, o incluso prescindiendo de ellas.
Sobre la tradición benedictina ejerció
un fruto logrado, espléndido. Él es una cumbre, la más bella figura benedictina
de su tiempo y una de las más bellas de todos los tiempos, que ha merecido la
pena -dentro de la brevedad exigida- estudiar. No fue en vano un hombre para
los demás. Pasó a la historia como el representante de la tradición benedictina
“en lo que ésta tiene de más simple y de más clásica, y, por lo mismo, de más
duradera”
Que el Señor, nos conceda -como se
lo concedió a este gran santo- investigar y enseñar las profundidades de su
sabiduría, y haga que nuestra fe, ayudada por el entendimiento, haga que le
lleguen a ser dulces a nuestro corazón las cosas que nos manda creer. Y que también,
como él, seamos siempre valientes, luchando por la libertad de la Iglesia.
Y quiero terminar con esta preciosa oración
de éste gran santo: “Te ruego, Señor, que te conozca y te ame para que
encuentre en Ti mi alegría”.
Hna. Florinda Panizo