9 de julio de 2016

Domingo XV del Tiempo Ordinario -ciclo c-


        “Se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? É1 le dijo: ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella? É1 contestó: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo. E1 le dijo: Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida. Pero el letrado quiso saber el significado del término “prójimo”, y su deseo permitió a Jesús contarnos la llamada parábola del buen samaritano.

            “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándole medio muerto”. La parábola conserva toda su actualidad pues evoca realidades que son padecidas, hoy como siempre, por tantos hombres y mujeres, víctimas de la violencia de quienes los maltratan y los abandonan a su suerte. Jesús no trata simplemente de estigmatizar a los culpables de toda violencia o a reclamar medidas para atajar estos males, sino que le intersa preguntar asus oyentes cuál es su actitud de cara a estas víctimas de la maldad humana.

            Habla en primer lugar de dos miembros relacionados con el Templo de Jerusalén, un sacerdote y un levita. De los dos se dice que, dando un rodeo, pasan de largo del pobre malherido. Ven a un hombre tumbado junto al camino; y ante el espectáculo, lo natural habría sido acercarse para auxiliarle o al menos para constatar que ya no había nada que hacer. Pero no lo hicieron. Se ha querido excusarles diciendo que temían infringir las leyes de la pureza ritual, quedando de este modo incapaces para ejercer su ministerio en el templo. Pero Jesús deja entender claramente que estos dos personajes no han cumplido con su obligación como personas humanas.

            El relato presenta un tercer personaje: se trata de un samaritano, un miembro del pueblo vecino que los judíos del tiempo consideraban como herejes, condenándoles a la marginación. Este samaritano se detiene en su camino, se acerca al malherido, cura sus heridas, lo lleva a la posada, encarga que tengan cuidado de él y paga por adelantado estos servicios. El samaritano, aunque extranjero y menospreciado, hace por el herido cuanto puede y un poco más.

El relato termina con una pregunta de Jesús al maestro de la ley, que debería también cuestionar a todo lector de la parábola: “¿Quién de esos tres personajes se portó como prójimo del desventurado?”. Es decir: quien ha sido el que, sin detenerse en teorías y distinciones, puso manos a la obra para auxiliar a un desconocido que necesitaba ayuda. “El que practicó la misericordia”, responde el letrado.  Y Jesús termina tajante diciéndole: “Anda, haz tú lo mismo”.

            La parábola conserva toda su validez, pues, cada día la escena se repite con emigrantes, extranjeros, drogados, enfermos de sida y tantos otros marginados, o también con las discriminaciones que, por razón de raza, lengua, cultura o credo político o religioso, tienen lugar constantemente, sin olvidar las víctimas del terrorismo, las personas  abandonadas por sus familiares o amigos, que no encuentran a nadie capaz de darles la mano, sonreirles y decirles una palabra de consuelo. “Anda, haz tú lo mismo”, nos dice Jesús a cada uno de nosotros. No nos invita a hacer imposibles, a cambiar las estructuras del mundo y de la sociedad, sino a ser sensibles hacia las personas que tenemos cerca.  

La primera lectura recordaba un fragmento del libro del Deuteronomio, que invita a escuchar la voz de Dios, voz que se concreta ciertamente en leyes y mandamientos. Pero pone en guardia ante el peligro de reducir nuestra relación con Dios a un nivel jurídico, a un mero cumplimiento de normas y preceptos. La ley de Dios, con la que nos comunica su voluntad, lo que espera Dios de sus hijos que somos nosotros, no ha de quedar escrita en tablas o libros, sino en el corazón, ha de estar en la boca de manera que el hombre sepa dar la respuesta en cada momento, no por obligación, bajo el temor del castigo, sino por necesidad en fuerza de la convicción del amor. Se trata de vivir la realidad de la ley que se concreta en el doble precepto del amor a Dios y al prójimo.

            

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