“Se presentó un
maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: Maestro, ¿qué
tengo que hacer para heredar la vida eterna? É1 le dijo: ¿Qué está escrito en
la Ley? ¿Qué lees en ella? É1 contestó: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al
prójimo como a ti mismo. E1 le dijo: Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida. Pero el letrado
quiso saber el significado del término “prójimo”, y su deseo permitió a Jesús
contarnos la llamada parábola del buen samaritano.
“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos,
que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándole medio muerto”.
La parábola conserva toda su actualidad pues evoca realidades que son
padecidas, hoy como siempre, por tantos hombres y mujeres, víctimas de la
violencia de quienes los maltratan y los abandonan a su suerte. Jesús no trata
simplemente de estigmatizar a los culpables de toda violencia o a reclamar
medidas para atajar estos males, sino que le intersa preguntar asus oyentes
cuál es su actitud de cara a estas víctimas de la maldad humana.
Habla en primer lugar de dos
miembros relacionados con el Templo de Jerusalén, un sacerdote y un levita. De
los dos se dice que, dando un rodeo, pasan de largo del pobre malherido. Ven a
un hombre tumbado junto al camino; y ante el espectáculo, lo natural habría
sido acercarse para auxiliarle o al menos para constatar que ya no había nada
que hacer. Pero no lo hicieron. Se ha querido excusarles diciendo que temían
infringir las leyes de la pureza ritual, quedando de este modo incapaces para
ejercer su ministerio en el templo. Pero Jesús deja entender claramente que
estos dos personajes no han cumplido con su obligación como personas humanas.
El relato presenta un tercer
personaje: se trata de un samaritano, un miembro del pueblo vecino que los
judíos del tiempo consideraban como herejes, condenándoles a la marginación. Este
samaritano se detiene en su camino, se acerca al malherido, cura sus heridas,
lo lleva a la posada, encarga que tengan cuidado de él y paga por adelantado
estos servicios. El samaritano, aunque extranjero y menospreciado, hace por el
herido cuanto puede y un poco más.
El relato termina con una pregunta de Jesús al maestro de la ley, que
debería también cuestionar a todo lector de la parábola: “¿Quién de esos tres
personajes se portó como prójimo del desventurado?”. Es decir: quien ha sido el
que, sin detenerse en teorías y distinciones, puso manos a la obra para
auxiliar a un desconocido que necesitaba ayuda. “El que practicó la
misericordia”, responde el letrado. Y
Jesús termina tajante diciéndole: “Anda, haz tú lo mismo”.
La parábola conserva toda su validez,
pues, cada día la escena se repite con emigrantes, extranjeros, drogados,
enfermos de sida y tantos otros marginados, o también con las discriminaciones
que, por razón de raza, lengua, cultura o credo político o religioso, tienen
lugar constantemente, sin olvidar las víctimas del terrorismo, las
personas abandonadas por sus familiares
o amigos, que no encuentran a nadie capaz de darles la mano, sonreirles y
decirles una palabra de consuelo. “Anda, haz tú lo mismo”, nos dice Jesús a
cada uno de nosotros. No nos invita a hacer imposibles, a cambiar las
estructuras del mundo y de la sociedad, sino a ser sensibles hacia las personas
que tenemos cerca.
La primera lectura recordaba un fragmento del libro del Deuteronomio, que
invita a escuchar la voz de Dios, voz que se concreta ciertamente en leyes y
mandamientos. Pero pone en guardia ante el peligro de reducir nuestra relación
con Dios a un nivel jurídico, a un mero cumplimiento de normas y preceptos. La
ley de Dios, con la que nos comunica su voluntad, lo que espera Dios de sus
hijos que somos nosotros, no ha de quedar escrita en tablas o libros, sino en
el corazón, ha de estar en la boca de manera que el hombre sepa dar la
respuesta en cada momento, no por obligación, bajo el temor del castigo, sino
por necesidad en fuerza de la convicción del amor. Se trata de vivir la
realidad de la ley que se concreta en el doble precepto del amor a Dios y al
prójimo.
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