Pero
la Palabra de Dios para hacerse hombre tomó carne en el seno de María, una
virgen de Nazaret. Pero esta mujer no fue forzada para ser madre, sino que fue
interpelada, se le propuso colaborar libremente con Dios, para bien del pueblo.
Y Lucas, en su evangelio, afirma que aquella doncella consintió a la misión que
se le proponía, diciendo: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según
tu palabra”. María creyó a la promesa de Dios, se fió de él, aunque no pudiese
entender en aquel primer momento en toda su realidad, en todos sus detalles, lo
que Dios pretendía de ella. Y por esto se dice: “María conservaba todas estas
cosas, meditándolas en su corazón”. María vivió en plenitud el misterio de la
fe en Dios. Es en virtud de esta fe vivida y asumida con amor, que María
acompaña a su Hijo en la obra de la Redención. Es en virtud de esta fe renovada
y actualizada, incluso en la oscuridad y en la incertidumbre, que María pudo
participar desde el momento mismo en que terminaba su existencia mortal de la
victoria de su Hijo sobre la muerte, siendo, después de Jesús, la primicia de
la resurrección, prometida generosamente a todos los que son de Cristo, como enseña
san Pablo en la segunda lectura.
En
efecto, todos los que hemos sido bautizados en la muerte y la resurrección de
Jesús, estamos llamados a compartir con él la gloria de la resurrección y
entrar en una vida nueva, superior a la existencia que trabajosamente vamos
recorriendo día a día. Esta es la fe de la Iglesia, y san Pablo llega a afirmar
que si no creemos en Cristo resucitado, que nos promete resucitar con él,
nuestra fe es vana y no sólo no tiene sentido llamarnos cristianos, sino que
somos los más desgraciados de los hombres. Y para confirmar nuestra en el
misterio de la resurrección Dios nos ha dado un signo. Lo que se nos promete en
Jesús para el final de los tiempos ha empezado a ser realidad en María, la
primera de la Iglesia de los creyentes, la primera en creer en la Palabra de
Dios hasta hacerla vida en si misma. Hoy, al proclamar la asunción de María, la
Madre de Jesús, en cuerpo y al-ma al cielo, confesamos nuestra convicción de
que un día participaremos también con Jesús, con María, con todos los santos,
con todos los que duermen ya el sueño de la paz, de la gloria de la vida nueva,
obtenida por Jesús, con su muerte y su resurrección.
J.G.