“Los
discípulos viendo a Jesús andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de
miedo, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo: Animo, soy yo, no tengáis
miedo”. La página del evangelio de san Mateo que acabamos de escuchar ha evocado
un episodio de la vida de Jesús que sorprende por el hecho de afirmar que
caminaba sobre las aguas del lago. Más
que interrogarnos acerca de la historicidad del hecho, conviene preguntar sobre
el sentido que tiene este relato y sobre el mensaje que el evangelista quiere transmitirnos.
Una atenta
lectura del texto muestra el deseo de ayudar a los apóstoles a comprender quién
era en realidad el Maestro a quien seguían, en el que habían puesto su
esperanza. Mientras los apóstoles estaban solos en la barca, zarandeados por
las olas del lago, Jesús se hizo presente caminando sobre las aguas. La
sorpresa y el espanto hacen presa de los discípulos, pero Jesús se da a conocer
con sus palabras e invita a desechar cualquier temor. La escena concluye con el
reconocimiento pleno de Jesús, expresado por una confesión de fe: “Realmente
eres el Hijo de Dios”. En la vida, experimentamos a menudo momentos de zozobra
e incluso de miedo ante situaciones defíciles, que se nos escapan, sintiéndonos
pobres y abandonados. En estas circunstancia conviene tener presente que Jesús
permanece cerca de nosotros, que a veces puede hacerse presente de forma
insolita, suscitando temor y desasosiego. Pero su palabra no da siempre
confianza: “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!”.
Pero el
apóstol Pedro pide a Jesús poder andar sobre el agua: “Si eres tú, mándame ir
hacia ti sobre el agua”. Antes de la pasión, este mis moPedro manifestará su
voluntad de acompañar a Jesús hasta la muerte, pero, a la primera dificultad,
no dudará en negarle. Ahora, invitado por Jesús a caminar sobre el agua, en el momento crucial
le falta fe, y empieza a hundirse. “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?” le echa
en cara Jesús. La lección es muy clara: Hay que aferrarse a la Palabra de Dios
hecha hombre en Jesús, con una fe total y decidida, si queremos dar sentido a
nuestra vida y, después, tener parte en la salvación que Jesús ha venido a
anunciar. En el compromiso con Jesús no caben dudas o vacilaciones.
Quizá es
fácil criticar a Pedro por su atrevimiento. Pero el gesto de Pedro, por su osadía, que tiene
como fundamento su fe en Jesús: “Si eres tú, mándame venir hacia ti andando
sobre el agua”, merece más admiración que la actitud de los demás apóstoles,
que permanecen cómodamente instalados en la precaria seguridad de las maderas
que forman la barca. A esos les falta la fe en Jesús, para lanzarse con
atrevimiento e iniciativa a emprender nuevas esperiencias.
Esta
escena del lago ha de entenderse como una manifestación más de Dios de las
muchas que recuerda la Biblia. La primera lectura ha recordado la manifestación
de Dios al profeta Elías en la montaña del Horeb. Elías, perseguido a muerte
por su fidelidad a Dios, superando el desánimo que lo atenazaba, peregrina
hasta la montaña santa. Y allí Elías puede gozar de la intimidad de Dios, no en
el estruendo de huracanes, terremotos o incendios, sino en el susurro ligero de
la brisa. Dios se insinúa en el espíritu de Elías con la suavidad enérgica del
Espíritu, para hacer de él el testigo ardiente e invencible de los derechos del
Señor entre su pueblo.
En la
segunda lectura, san Pablo ha recordado el drama del pueblo de Israel, adoptado por Dios como
hijo, pero que cuando vino Jesús los suyos no le recibieron. Esta realidad es
una advertencia a cuantos hemos aceptado creer en Jesús, los cristianos, para
apreciar el don recibido de la fe y conservarlo, no sea que nos pase lo que a
Pedro, que, a pesar de caminar sobre el agua, por haber dudado se hundió en el
mar. La fe en Jesús es la única seguridad que los hombres podemos tener si
queremos atravesar la vida tratando de dar un sentido a la misma. Pero si en
algún momento nuestra fe decae, si sentimos que nos hundimos, no olvidemos de
gritar al Señor, que nos ayudará, que extenderá su mano y nos dará la
posibilidad de llegar a puerto.
J.G.
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