“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu
Santo”. En la tarde del día de Pascua,
Jesús invita a los que le acompañaron durante su ministerio por tierras
palestinas, a ser sus testigos. Aquellos hombres, dominados por el miedo y la
angustia, que vivieron la experiencia inolvidable de hallarse cara a cara con
el que, victorioso del pecado y la muerte, había resucitado de entre los
muertos, son llamados a participar de alguna manera en la victoria de Jesús, y
para ello se les ofrece su mismo Espíritu, el Espíritu Santo..
No estará de más
preguntarse sobre el “Espíritu Santo”. Desde las primeras páginas de la Biblia se habla del
Espíritu de Dios que, como viento impetuoso e irresistible, en el momento de la
creación suscitaba la vida en el caos del universo inicial. Este mismo Espíritu
guió después a todos los justos de la historia, animó a patriarcas y profetas
y cubrió con su sombra a la Virgen María para hacer de ella la Madre de Dios.
Descendió bajo forma de paloma sobre Jesús de Nazaret en el momento de su
bautismo en el Jordán y fue la fuerza que se manifestaba en Él en la
predicación del Evangelio y la realización de los signos que la acompañaban. El
evangelista Juan describe la muerte de Jesús en la Cruz como la entrega de su
Espíritu al Padre. Y es este mismo Espíritu que hace resucitar a Jesús de
entre los muertos, y apenas resucitado, da a los suyos el mayor don que podía
darles como prueba de amor: el Espíritu Santo. Con la fuerza del Espíritu los
discípulos han continuar la obra del Resucitado y llevarla hasta los confines
de la tierra y de la historia.
Jesús relaciona el don del
Espíritu con el perdón de los pecados. No agrada al hombre moderno hablar de
pecado. Y sin embargo el pecado ocupa un lugar en la teología de la redención.
Por pecado se entiende la actitud de los humanos que, de alguna manera, rechazan
su relación de amistad con Dios. Como dice el Génesis, el hombre quiso ser como
Dios no aceptando su condición de criatura. Y fue necesario que el Hijo de Dios
se hiciera hombre y aprendiese sufriendo a ser obediente para que se renovara,
en la cruz y la resurrección, la relación de amor entre Dios y el hombre. Quien
posee el Espíritu de Dios no puede dejarse llevar por el pecado en cualquiera
de sus formas, ya sea de egoísmo, de ambición o de sensualidad. El Espíritu,
para usar otra metáfora de la Biblia, es como un fuego que quema y consuma, que
purifica, que conformar según la voluntad de Dios a aquellos que han sido
llamados a ser sus hijos y que han de vivir según el mensaje del evangelio.
En la primera lectura, san
Lucas evocaba el comienzo de la misión que Jesús confíó a los apóstoles con el
don del Espíritu. Una lluvia de fuego, el Espíritu, baja sobre los apóstoles, y
éstos empiezan a proclamar las maravillas de Dios de tal manera que todos los
pueblos, a pesar de las distintas lenguas, los entienden. El Espíritu ha
puesto fin a las barreras que separaban a las diversas naciones, para que en
la unidad de la fe en Jesús, bajo la acción del único Espíritu, se lleve a cabo
la unidad y la fraternidad de todos los hombres.
En el bautismo hemos sido
incorporados en el único cuerpo de Jesús, que es la Iglesia, en la cual, como
ha recordado san Pablo en la segunda lectura, hay diversidad de dones, de
servicios, de funciones, fruto del único Espíritu que dispone a todos y cada
uno para servir al único Dios y a su Hijo, Jesús. Por el Espíritu se nos han
perdonado los pecados, por el Espíritu somos hijos de Dios y por el Espíritu se
nos invita a crecer en el amor, que hace superar todo tipo de divisiones, para
dejar que Dios obre todo en todos nosotros. San Pablo decía también que nadie puede decir
«Jesús es el Señor» si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Es de desear
que esta celebración de Pentecostés nos ayude a ser dóciles a la acción del
Espíritu, de modo que, en nuestra vida cotidiana, nos mostremos herederos del
Espíritu al servicio del Evangelio y de todos los hombres nuestros hermanos.
J.G.
.