3 de junio de 2017

Solemnidad de Pentecostés


           “Como el Padre me ha enviado, así tam­bién os envío yo. Recibid el Espíritu Santo”. En la tarde del día de Pascua,  Jesús invita a los que le acompa­ñaron durante su ministerio por tierras palestinas, a ser sus testi­gos. Aquellos hombres, dominados por el miedo y la angustia, que vivieron la experiencia inolvidable de hallarse cara a cara con el que, victorioso del pecado y la muerte, había resucitado de entre los muertos, son llamados a participar de alguna manera en la victoria de Jesús, y para ello se les ofrece su mismo Espíritu, el Espíritu Santo..
            No estará de más preguntarse sobre el “Espíritu Santo”. Desde  las primeras páginas de la Biblia se habla del Espíritu de Dios que, como viento impetuoso e irresistible, en el momento de la creación suscitaba la vida en el caos del universo inicial. Este mismo Espíritu guió después a todos los justos de la historia, animó a pa­triar­cas y profetas y cubrió con su sombra a la Virgen María para hacer de ella la Madre de Dios. Descendió bajo forma de paloma sobre Jesús de Nazaret en el momento de su bautismo en el Jordán y fue la fuerza que se manifestaba en Él en la predicación del Evangelio y la realización de los signos que la acompañaban. El evangeli­sta Juan describe la muerte de Jesús en la Cruz como la entrega de su Espíri­tu al Padre. Y es este mismo Espíritu que hace resu­citar a Jesús de entre los muertos, y apenas resucitado, da a los suyos el mayor don que podía darles como prueba de amor: el Espí­ritu Santo. Con la fuerza del Espíritu los discípulos han continuar la obra del Resucitado y llevarla hasta los confines de la tierra y de la historia.
            Jesús relaciona el don del Espíritu con el perdón de los pecados. No agrada al hombre moderno hablar de pecado. Y sin embargo el pecado ocupa un lugar en la teología de la redención. Por pecado se entiende la actitud de los humanos que, de alguna manera, rechazan su relación de amistad con Dios. Como dice el Génesis, el hombre quiso ser como Dios no aceptando su condición de criatura. Y fue necesario que el Hijo de Dios se hiciera hombre y aprendiese sufriendo a ser obediente para que se renovara, en la cruz y la resurrección, la relación de amor entre Dios y el hombre. Quien posee el Espíritu de Dios no puede dejarse llevar por el pecado en cualquiera de sus formas, ya sea de egoísmo, de ambición o de sensuali­dad. El Espíritu, para usar otra metáfora de la Biblia, es como un fuego que quema y consuma, que purifica, que con­formar según la voluntad de Dios a aquellos que han sido llamados a ser sus hijos y que han de vivir según el mensaje del evangelio.
            En la primera lectura, san Lucas evocaba el comienzo de la misión que Jesús confíó a los apóstoles con el don del Espíritu. Una lluvia de fuego, el Espíritu, baja sobre los apóstoles, y éstos empiezan a pro­clamar las maravillas de Dios de tal manera que todos los pueblos, a pesar de las distintas len­guas, los entienden. El Espíritu ha puesto fin a las barreras que separaban a las di­versas naciones, para que en la unidad de la fe en Jesús, bajo la acción del único Espíritu, se lleve a cabo la unidad y la fraternidad de todos los hombres.
            En el bautismo hemos sido incorporados en el único cuer­po de Jesús, que es la Iglesia, en la cual, como ha recordado san Pablo en la se­gunda le­ctura, hay diversi­dad de dones, de servi­cios, de funciones, fruto del único Espíri­tu que dispone a todos y cada uno para ser­vir al único Dios y a su Hijo, Jesús. Por el Espíritu se nos han perdonado los pecados, por el Espíritu somos hijos de Dios y por el Espíritu se nos invita a crecer en el amor, que hace superar todo tipo de divisiones, para dejar que Dios obre todo en todos nosotros.  San Pablo decía también que nadie puede decir «Jesús es el Señor» si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Es de desear que esta celebración de Pentecostés nos ayude a ser dóciles a la acción del Espíritu, de modo que, en nuestra vida cotidiana, nos mostremos herederos del Espíritu al servicio del Evangelio y de todos los hombres nuestros hermanos.
J.G.
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19 de mayo de 2017

PASCUA VI DOMINGO -A


El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él. Con estas afirmaciones, Jesús relaciona dos conceptos que tienen poco de común: amor y mandamientos. El amor, de por sí, tiene exigencia de libertad. Amamos a quien queremos amar y nadie puede obligarnos a amar a la fuerza a una determinada persona. Del mismo modo el amor, el amor auténtico, no puede comprarse con dinero. Pero Jesús establece una relación estrecha entre el amor, amarle a él, y la aceptación teórica y práctica de sus mandamientos. Por otra parte, la noción de mandamiento, de precepto, supone una cierta imposición desde fuera, conduce al terreno de la ley, de la norma y entraña de alguna manera una disminución de la libertad de la persona. Así, amor y mandamientos parecería que estan en contraposición.
         Pero en el fondo esta antítesis apuntada entre amor y mandatos tiene una salida correcta, que, sin forzar ninguno de los dos términos, permite ver como encajan y se complementan. El amor es de por si libre, ciertamente. Pero al mismo tiempo es cierto también que entre dos personas que se aman, si el amor es auténtico, existe una sincera voluntad de complacer al otro, de evitar cuanto pueda desagradarle, de buscar todo lo que puede satisfacerle. En este sentido, Jesús que nos ofrece su amor, que nos invita a vivir y crecer en el amor, nos indica qué hemos de hacer para permanecer en su amor y agradarle: cumplir sus mandamientos. Él mismo nos dice de que mandamientos se trata: amar a Dios con todas nuestras fuerzas, y al prójimo como a nosotros mismos, o mejor, como él nos ha amado.
         Hay que reconocer que la propuesta es árdua. Reclama un esfuerzo no fácil de parte nuestra. Pero no nos deja solos, a merced de nuestra debilidad. Viene en nuestra ayuda. Nos ofrece su Espíritu, el Espíritu del Padre, el Espíritu de la verdad, que, cual defensor y ayuda, estará junto a nosotros, vivirá con nosotros. Nosotros, los que, después de tantos siglos, hemos creído en Jesús por la palabra de los apóstoles, no estamos en condiciones de inferioridad respecto a la generación que vió y palpó al Jesús, resucitado de entre los muertos. No estamos huérfanos ni desamparados: el vacío dejado por la presencia del Jesús en carne, ha sido colmada por la presencia del Espíritu. Es el Espíritu que nos enseña que Jesús está con el Padre, nosotros con Jesús y él con nosotros.
         La primera lectura ha evocado un ejemplo de la actividad del Espíritu. El diácono Felipe, en fuerza del Espíritu, predicó el mensaje de Jesús entre los samaritanos. El Espíritu obraba signos y enfermos y poseídos eran curados. La alegría inundaba aquellas multitudes, que, bautizados en nombre de Jesús, recibieron después el Espíritu Santo, por la imposición de las manos de los apóstoles Pedro y Juan. El Espíritu continua trabajando en la Iglesia, la asamblea de los creyentes, si bien no de la misma forma externa cómo lo hacía en los primeros momentos. Es en virtud del mismo Espíritu que, en cada celebración eucarística, proclamamos el mensaje pascual, que es Jesús resucitado, entramos en comunión con él y recibimos la fuerza del mismo Espíritu, que confirma nuestra unidad eclesial y nos prepara para dar testimonio de nuestra fe en la vida de cada día.
         San Pedro, en la segunda lectura, habla hoy de esta faceta del ser cristianos, es decir de estar siempre prontos para dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pidiere. La experiencia enseña que, cuando llegan las contradicciones, cuando las pruebas nos ahogan, cuando nos damos cuenta que la realidad está lejos del proyecto que nos habíamos prefijado, la fe y la esperanza se convierten en un bagaje pesado, y nos asalta el deseo de prescindir de ellas. O también puede suceder que la confesión de nuestra fe nos haga sentir ridículos ante quienes se enfrentan con la vida al margen de toda fe o creencia. En estas circunstancias la palabra de San Pedro nos recuerda cómo Jesús asumió la muerte, compendio y terminación de todo sufrimiento. Murió en la carne, que es cómo decir aceptó el fracaso desde el punto de vista humano, pero volvió a la vida por el Espíritu. Quienes confesamos hoy a Jesús resucitado, fortalecidos por el Espíritu que nos comunica, sepamos dar razón de nuestra esperanza, de modo que los misterios que celebramos transformen nuestra vida y se manifiesten en nuestras obras.





12 de mayo de 2017

Pascua: V domingo. A)

        
 “No perdáis la calma, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias. ¿Si no fuera así, os habría dicho que me voy a prepararos sitio”. El evangelista pone en labios de Jesús el discurso que tuvo en la cena en la noche del Jueves Santo, y es un texto que respira un clima de despedida. Jesús invita, ante todo, a no perder la calma ante los acontecimientos que se avecinan, a no desmayar en la fe en Dios y en la fe en el mismo Jesús: ¡Es tan fácil hacerse atrás cuando las cosas no salen como deseamos o no responden a lo que nos habíamos figurado! Haciendo intervenir en dos ocasiones a los apóstoles, a Tomás y a Felipe concretamente, el evangelista confiere una viveza extraordinaria al discurso de Jesús, con el que se está despidiendo de los suyos. Jesús ha venido para revelar el Padre a los hombres, y ahora, una vez terminada su misión, regresa al Padre, no para olvidarse de los suyos, sino para preparar un lugar para los que han aceptado su mensaje, a fin de que estén siempre con él. Hay un camino que permite seguir a Jesús, que permite llegar al lugar preparado, un camino que lleva a la verdad y a la vida. Los apóstoles deberían conocerlo, ya que es Jesús mismo.
         Entre lineas es fácil entender que Jesús está pidiendo a los suyos su colaboración: que continuen la obra que ha él ha empezado: les dice que mantengan la fe en Dios y la fe en él, que den testimonio del Padre, que sigan el camino que es él mismo. Jesús se va, pero de alguna manera se queda y, a través de sus discípulos continuará su obra de salvación. El evangelista añade aquí algo que puede sorprender: “El que cree en mí, también él hará la obras que yo hago, y aun mayores”. Continuar la obra de Jesús en todo el mundo, hacerla llegar hasta los confines del orbe, a lo largo de la historia, sin ceder a las presiones de amigos o de enemigos, manteniendo con fidelidad el mensaje: he aqui la obra que, de alguna manera, se puede decir que es más grande que la obra llevada a cabo por Jesús en sus andanzas por tierras palestinas.
         La dimensión real de la obra que Jesús ha encomendado a sus discípulos, es decir a la Iglesia, la ha descrito de modo poético y solemne la segunda lectura. El autor de la carta recoge una serie de imágenes que en el Antiguo Testamento se predicaban del pueblo de Israel, para aplicarlas ahora a la Iglesia, a la familia de los salvados, al nuevo pueblo que los apóstoles, anunciando a Jesús, han reunido para enseñarles el camino de la salvación. El apóstol presenta a la Iglesia como una construcción, que tiene por cimiento la piedra viva que es Jesús, desechada por los hombres, pero escogida por Dios, y, edificada con todos los que hemos sido escogidos para ser también piedras vivas. Lo que se construye es un edificio sagrado, un templo del Espíritu, en el cual estamos llamados a ejercer un sacerdocio sagrado que ofrece sacrificios espirituales aceptos a Dios. Somos una raza elegida, un sacerdocio real, una nacion consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que nos ha hecho salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa.
         Estas imágenes, aptas para comprender la dignidad de nuestra condición de cristianos, no han de hacernos olvidar la realidad humana de la Iglesia. Sería un error pensar que el nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia, sea una sociedad perfecta, en la que han dejado de existir el pecado y la injusticia. La primera lectura evoca un ejemplo eloquente. En los primeros momentos despues de Pentecostés, aun fresca la unción del Espíritu, hubo quejas y protestas entre los discípulos: los de lengua griega criticaban a los de lengua hebrea, echándoles en cara parcialidades en la distribución de alimentos a los necesitados. A lo largo de la historia ha habido de todo: discusiones, cismas, herejías, persecuciones e incluso guerras de religión. Pero a pesar de todo, o mejor, precisamente por esta debilidad humana de la Iglesia, el mensaje de Jesús está ahi, invitándonos a la conversión, a decidirnos de una vez a seguirle. Los apóstoles en esta ocasión de esta controversia recuerdan los puntos básicos de lo que ha de ser la obra de la Iglesia: dedicación a la oración y a al servicio de la palabra, por una parte, y por otra el servicio en el amor de los hermanos. Cada uno en el lugar que nos corresponde por vocación, vivamos la realidad de la Iglesia, siguiendo el camino que Jesús nos ha trazado y que conduce a la verdad y a la vida.
J.G.