“El Señor te bendiga y te proteja,
ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor el Señor se fije en ti y te
conceda la paz”. La costumbre quiere que, al inicio del nuevo año nos felicitemos
mútuamente, deseándonos que nos sea propicio el año que empieza. También la
liturgia quiere de alguna manera seguir esta costumbre y por esta razón se lle
hoy un fragmento del libro de los Números que recuerda la solemne bendición que
los sacerdotes de Israel, por encargo de Dios, pronunciaban sobre el pueblo.
Bendecir significa invocar el nombre de Dios sobre el pueblo para su bien. La
bendición del Señor nos recuerda cual ha sido, es y será la actitud de Dios
para con nosotros: El Señor fija su mirada sobre nosotros, nos mira complacido,
nos promete su protección, su favor, su paz. Dios quiera que podamos vivir este
año que empieza con el convencimiento que Él nos ama y que quiere acompañarnos
con su favor para colaborar en la edificación de un mundo en el que triunfen la
justicia, el derecho, la libertad y la paz.
Dios
ha bendecido al hombre desde la creación y esta bendición constante ha
encontrado su plenitud en la gran manifestación de amor y paz que ha sido la
encarnación del Hijo de Dios. En la segunda lectura el Apóstol Pablo ha insistido
en que Jesús, la Palabra hecha carne, ha asumido toda la realidad de la
naturaleza humana precisamente para traer a los hombres la liberación de la ley
del pecado y de la muerte, y, comunicándonos su Espíritu, dándonos la
posibilidad de llamarnos y ser verdaderamente hijos de Dios y herederos de la
vida eterna. Por esto podemos dirigirnos a Dios, sin temor, invocándole como
Padre.
San
Pablo, al evocar el nacimiento de Jesús, ha recordado discretamente a la mujer
de la que quiso nacer el Hijo de Dios, a la que con pleno derecho llamamos la
Madre de Dios, Santa María Virgen. Es precisamente junto a María que los
pastores de los que habla el Evangelio han encontrado al recién nacido del que
les había hablado el ángel en la noche de Navidad. María, que al anuncio del
ángel, abriéndose completamente a la acción del Espíritu concibió al Verbo, que
en su día fue llamada por su prima santa Isabel "dichosa, porque había
creído en la Palabra del Señor", la vemos hoy en actitud contemplativa,
meditando en su corazón el misterio que estaba viviendo.
La maternidad de María, como enseña la
tradición de la Iglesia, es ciertamente
un don divino, pero al mismo tiempo es una aventura hecha de fe y de amor, una
aventura que ha conocido momentos de gran alegría, pero que no ha evitado la
turbación, la dificultad, el no entender siempre las palabras o las acciones de
su Hijo, el dolor finalmente que supuso estar al pie de la Cruz en el momento
de la oblación suprema de Jesús. Pero en toda esta aventura resuena siempre el
"fiat", el "hágase en mi" del momento de la anunciación.
María nos invita a ser como ella fieles a la Palabra recibida y a no hacernos
atrás en los momentos de dificultad, de obscuridad, de cruz.
Los
pastores que, después de haber recibido el anuncio del ángel, se apresuraron a
constatar personalmente lo que se les había dicho acerca del Salvador, del
Mesías, que viene a traer la paz a los hombres que ama el Señor, pero hallaron
únicamente un signo, pobre, humilde, un niño envuelto en pañales. No obstante,
aceptan el signo en la fe, y cuentan lo que se les había dicho de aquel niño,
dando gloria y alabanza por todo lo que habían visto y oído.
También
nosotros, cristianos del siglo XXI, hemos visto el signo de nuestra
celebración, hemos oído la Palabra de Dios. Indudablemente este signo es poca
cosa si lo comparamos con todos los deseos y aspiraciones que alberga nuestro
corazón. Imitemos a María, meditando en nuestro corazón las obras de Dios,
imitemos a los pastores, volviendo a nuestras casas, aceptando en la fe cuanto
se nos ha dicho, alabando y dando gracias a Dios, convencidos que, con su
bendición, nos acompañará durante este año que hoy empieza.