25 de diciembre de 2016

FELIZ NAVIDAD

     
          “En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre”. San Juan, en el prólogo de su evangelio, lleva a su lector al principio, antes del comienzo de los tiempos, para decir que la Palabra ha existido siempre, que Palabra está junto a Dios, porqué es Dios. Desde estas alturas inalcanzables, Juan baja a un nivel más asequible, cuando afirma que aquella Palabra se ha abajado, se hizo carne, o mejor se hizo hombre como nosotros. Y utilizando una imagen muy gráfica para gente que vivía en el desierto o en la estepa, que acompañaba a sus ganados en la búsqueda de pastos, pero que dice bien poco a los hombres de la era espacial: acampó entre nosotros, plantó su tienda entre nosotros.
            Indudablemente estamos en el ámbito de la fe. Creer es fiarse de quien nos habla, es asumir lo que se nos propone aunque no se acabe de ver claro. Si se viese claro ya no sería fe. Hemos de creer pues lo que nos dice Juan y entender que sus palabras no intentan trasladarnos a un mundo ajeno a la realidad en la que vivimos. Juan intenta explicarnos la aventura de esa Palabra que estaba junto a Dios, porque era Dios, y que por medio de ella se hizo todo lo que existe, porque en ella había vida y la vida era luz para los hombres. Con otras palabras, la realidad que llamamos universo depende de esa Palabra, pues ella fue que la creó, la iluminó, le dio vida.

            A continuación recalca la relación que existe entre esta Palabra y los hombres a los cuales iba dirigida: “Al mundo vino y en el mundo estaba y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron”. Juan quiere decir que Israel, aunque esperaba al Mesías, cuando llegó no lo recibió. Y no lo recibió porque le faltaba una actitud de humilde apertura. El Mesías que se les presentó no encajaba en el proyecto que se habían hecho, no respondía a lo que ellos querían. Y vino el rechazo. Lo que se dio en Israel entonces, ha continuado dándose en los siglos siguientes. Aún hoy, son legión en el mundo los que o no han oído hablar de la Palabra, o no han querido acogerla, o la han combatido, o, simplemente, quieren ignorarla, porque sus exigencias son incómodas. Estamos ante el problema siempre actual de la fe y de la incredulidad, de la aceptación y del rechazo.

            Pero Juan deja abierta la posibilidad de que algunos, que de hecho han sido muchos a lo largo de los siglos, hayan recibido esta Palabra, se hayan abierto a ella, y así hayan recibido el poder de ser hijos de Dios, en la medida en que creen en su nombre. Estas reflexiones del evangelista invitan a plantearnos la realidad de nuestra fe cristiana. Creer en Jesús no quiere decir simplemente repetir con los labios el símbolo de la fe. Creer en la Palabra significa abrir nuestro corazón al mensaje que ofrece, dejar nuestros planteamientos egoístas y ambiciosos para acoger la ley del amor que es, en resumen, el contenido fundamental del evangelio de Jesús.


            Si la Palabra ha acampado entre nosotros, si Dios ha querido hacerse hombre es para enseñarnos a valorar lo que significa ser hombre, lo que representa cada hombre y cada mujer de cualquier raza, lengua, pueblo, cultura o mentalidad. La Navidad que celebramos nos haga más sensibles a los hermanos que tenemos al lado. Es con nuestro amor, con nuestra dedicación al prójimo que llevaremos a cabo la labor evangelizadora que Jesús ha venido a iniciar en este mundo. Queda mucho por hacer, pero si todos nos apuntamos con decisión y entusiasmo, Jesús continuará haciendo maravillas.

24 de diciembre de 2016

NOCHE SANTA -Ciclo A-


             “No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”. Estas palabras que el evangelista san Lucas pone en boca del ángel que se dirige a los pastores recuerdan los antiguos y solemnes oráculos que aparecen en la Biblia, sobre todo en el Antiguo Testamento. Ante todo la invitación a no temer. Entre los antiguos, la presencia, la cercanía de la divinidad suscitaba temor. Nuestro Dios no es así. Cuando Dios se acerca a los hombres no es para su mal, sino para su bien. Dios viene para salvar y no queda lugar para el temor, la duda o la zozobra.

          El objeto del mensaje es la noticia de que ha nacido un niño. En efecto cada nacimiento de un niño es una noticia buena porque supone que inicia una nueva vida. Pero el pueblo escogido se esperaba un nacimiento que sería el nacimiento por excelencia. Isaías lo ha dicho en la primera lectura. El profeta habla del nacimiento de un niño, llamado a sentarse en el trono de David, para ser principe de paz, para consolidar la justicia y el derecho. Este nacimiento es comparado a una luz que disipa las tinieblas, que abre horizontes, que causa alegría. Las palabras del ángel están en perfecta consonancia con la antigua promesa de Isaías.

       Pero el ángel precisa: “Ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor”. Seguramente aquellos pobres pastores oyeron el mensaje, comprendieron que se les invitaba a la alegría, pero sin llegar a profundizar el sentido de lo que se les anunciaba. A lo largo de la Escritura aparecen a menudo los términos: Salvador, Mesías y Señor. Pero su auténtico sentido, su dimensión teológica propia la adquirirán únicamente después de otra noche, la noche en que este niño que ahora nace, romperá las tinieblas de la muerte e inaugurará una nueva vida con su resurrección. Lucas pone en boca del ángel en la noche de navidad lo que será el credo de la Iglesia desde sus primeros momentos: Creemos que Jesús ha venido al mundo para ser Salvador, para llevar a término todo cuanto la Escritura prometía para el Ungido, el Mesías, para ser el Señor vencedor de la muerte y del pecado.

         Aunque los pastores no pudieron entender en todo su sentido esta lección de teología, algo muy concreto asumieron y aceptaron el signo pobre y humilde que les da el ángel, que es ver en un recién nacido, envuelto en pañales la prueba de que Dios se había acordado de ellos. Un signo pobre y humilde cierto, pero que les lleva a una fe inicial, que no les deja quietos sino que les impulsa a moverse, a acercarse a Belén para terminar dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían visto y oído.

       También para nosotros en esta noche brilla una luz: como ha dicho san Pablo en la segunda lectura, ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres. Recordemos su navidad en la humildad y pobreza, de modo que nos permita esperar su aparición gloriosa al final de nuestra existencia, para entrar con él en su reino de luz y de paz. Como a los pastores, no basta escuchar el mensaje, la buena noticia: hemos de ponernos en movimiento como ellos, empezando un nuevo modo de vivir. Como nos decía san Pablo, conviene renunciar a una vida sin amor, gastada en deseos mundanos, para empezar a llevar una vida sobria, honrada y religiosa, para ser el pueblo dedicado a las buenas obras, que Jesús ha obtenido con su entrega total a la voluntad del Padre.


16 de diciembre de 2016

IV DOMINGO DE ADVIENTO - Ciclo A


              “Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para anunciar el evangelio de Dios”. Con estos términos el apóstol san Pablo escribió a los cristianos de Roma, preparando su visita a aquella ciudad. Fariseo, hijo de fariseos, es decir, perteneciente al grupo más observante de la religión judía, se opuso enérgicamente a la primera predicación de los seguidores de Jesús y al mensaje que proponían. Pero, como él mismo recuerda, Dios le salió al encuentro y de perseguidor de Jesús se convirtió en su apóstol decidido, hasta llegar a entregar incluso su propia vida. Desde aquel momento, para Pablo lo único importante es la figura de Jesús, nacido, según la carne, de la estirpe de David, y constituído, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, por su resurrección de la muerte. Y esta es la buena nueva, el evangelio que predicó infatigablemente y que llega aún hoy a todos los hombres de todos los tiempos, de todos los países.

            Este mensaje de Pablo abre la liturgia de este cuarto domingo de adviento, como preparación inmediata a la solemnidad de la Navidad del Señor. La celebración de Navidad fue instituída para que los cristianos tuviésemos siempre presente lo que significa que Dios se haya hecho hombre y haya asumido la realidad de nuestra carne,  excepto en el pecado. Pero cuando se entiende esta realidad hasta el fondo, no puede aceptarse sin producir un cambio en nuestra propia existencia. En efecto, aterra pensar que este Dios quiso nacer como nosotros hemos nacido, porque, se quiera o no, todo nacimiento supone muerte. Asusta admitir que Dios nazca y muera, como nosotros nacemos y morimos. Quien acepta que Dios ha nacido y ha muerto, y que lo ha hecho para salvarnos, no puede seguir viviendo guiándose sólo por su egoísmo, por su ambición, por su sensualidad. Quien acepta la Navidad en su sentido profundo debe iniciar una vida nueva, con todas las consecuencias que esto entraña.

            Esto explica que, sin darnos cuenta o queriéndolo a sabiendas, hemos ido transformando el contenido fundamental de la Navidad cristiana, convirtiéndola en una fiesta pagana de luces de vivos colores, olvidando a los que viven en tinieblas de muerte; de regalos y dones para los que ya tienen de todo, sin pensar en aquellos a los que les falta lo más esencial para la vida; disfrutando en banquetes y comilonas, sin acordarse de los que cada día mueren de hambre en algún rincón del planeta; gozando con familiares y amigos, ignorando a los millones de emigrantes, prófugos y refugiados, que malviven sin esperanza, por culpa de los que se consideran garantes del orden y de la justicia del mundo en que vivimos. Por esto, si queremos celebrar la Navidad como cristianos, hemos de abrir el corazón para entender el mensaje del apóstol y tomarnos en serio a Jesús, Salvador del mundo, y asumir en plenitud el don y la misión de vivir la realidad de la fe, no reduciéndola a palabras vacías, a gestos de pura fórmula, sino siguiendo la pauta que Jesús nos enseñó con sus palabras, y sobre todo con su vida, fiel a Dios hasta la muerte de cruz.

            Pero el Apóstol recalca también cómo Jesús no llega de modo inesperado sino que es el término de una historia de salvación hecha de sufrimiento, caídas y levantamientos, que trataba de hacer comprender con insistencia el amor que Dios tiene hacia los hombres, hasta llegar al gesto de la aparición de su Hijo, nacido, según la carne, de la estirpe de David. La primera lectura de hoy recordaba una antigua profecía en la que estaban en juego un niño prometido y esperado, junto a la doncella que fue su madre. Este texto de Isaías sirve a Mateo en el evangelio para recordar detalles del nacimiento de Jesús, el que salvará a su pueblo de sus pecados, el Hijo de María, la virgen de Nazaret.


            Pero las intervenciones de Dios en la historia de los hombres no son fáciles de entender y de asumir. Mateo propone el ejemplo de José, el prometido esposo de María, -hombre justo, lo llama-, y las dudas y zozobras que experimentó ante el embarazo de María. Como José, dejando de lado nuestros criterios, aceptemos el plan de Dios, disponiéndonos a colaborar generosamente con Jesús, para la salvación del mundo.