“Estad en vela, porque no sabéis qué
día vendrá vuestro Señor”. Hoy Jesús invita a velar, a esperar su última
venida, porque esta espera forma parte de la fe que profesamos como cristianos.
En efecto, nosotros creemos que Jesús, el Hijo de Dios se hizo hombre, habitó
entre nosotros, y para la salvación de todos, aceptó morir en la cruz, ser
sepultado y resucitar de entre los muertos, y, al final de los tiempos, volverá
para llevar a su plenitud el universo entero.
Este
encuentro final con Jesús al final de los tiempos para muchos aparece hoy como
un mito rayano a la leyenda. Pero, en los primeros tiempos del
cristianismo, la espera de este retorno de Jesús era una fuerza que hacía vivir
en tensión vibrante, como deja entrever San Pablo en la segunda lectura. Después
de recordar que nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer, el
apóstol urge a dejar las obras de las tinieblas y pertrecharse con las armas de
la luz, a comportarse con dignidad, como quien vive el día del Señor y no la
tinieblas del error. Es precisamente esta esperanza viva que, actuando como
acicate, explica el rápido crecimiento de la fe cristiana en el mundo pagano de
entonces.
Un cristiano
no puede vivir mirando únicamente hacia atrás, lleno de nostalgia por tiempos
pasados, que de hecho no fueron mejores que los actuales; tampoco puede vivir
preocupado únicamente por los problemas
del momento, pues no sería un auténtico discípulo de Jesús. Hay que saber vivir
a la vez el pasado y el presente pero con una proyección hacia el futuro. Por
esta razón, la Iglesia ofrece cada año, como preparación a la Navidad del
Señor, el llamado tiempo de Adviento, con el que nos invita a reavivar nuestra
esperanza, a dirigir nuestra mirada hacia el Señor que es el principio y el fin
de toda la historia.
Pero
cabe preguntarse: ¿Qué interés concreto puede tener esperar la venida del
Señor, un acontecimiento que sin duda queda fuera de nuestra experiencia
personal? ¿En que puede transformar nuestra vida cotidiana la espera del Señor?
Precisamente porque un día el Señor se manifestará para transformar este mundo
caduco, hemos de vivir los días grises de nuestra existencia con la conciencia
de que nada deja de tener valor para el Señor. Si esperamos la venida del Señor
no olvidaremos que con nuestros acciones u omisiones podemos hacernos cómplices
de las injusticias, de las violencias, de las arbitrariedades, de la falta de
amor que oprime al mundo. Estar en vela quiere decir mantenerse en contacto con
la realidad en la que vivimos, tratando de dar testimonio de la fe en Jesús que
hemos recibido y profesamos. Velar quiere decir alimentarnos de la Palabra de
Dios para rechazar cualquier forma de engaño o de injusticia que trate de
asomarse en nosotros.
Jesús,
en el evangelio de hoy, nos explica como ha de ser esta esperanza. En primer
lugar recordaba lo que sucedió en tiempos del diluvio: la vida de los hombres
se desarrollaba normalmente, pero cuando menos se esperaba sucedió la
catástrofe. Los que se habían preparado, Noé y los suyos, se salvaron. Los
demás perecieron. A este recuerdo sacado de la Biblia, Jesús añade la parábola
del dueño de la casa que si supiera a qué hora de la noche había de venir el
ladrón, podría impedir que le desvalijaran la casa. De ahí saca Jesús la conclusión
de que conviene estar en vela y estar alerta, para no ser sorprendidos. No
importa saber cuando ocurrirá esta manifestación; basta saber que tendrá lugar
y que lo importante es prepararse y esperar contra toda esperanza.
Estas
invitaciones no son una llamada a la evasión de la realidad de cada día, sino
todo lo contrario. Se trata de darnos de lleno a nuestra actividad específica
pero con el espíritu lleno de esperanza. Vivimos en un momento de la historia
en que los problemas planteados, tanto a nivel personal como social, a menudo
oprimen el espíritu y angustian. El tiempo de Adviento invita a despertar la
esperanza, para iluminar nuestro peregrinar por la vida, de modo que nuestro
quehacer diarioa muestre que creemos en el Señor viene.