9 de abril de 2016

DOMINGO III DE PASCUA (Ciclo C)


“Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos”. En una lectura rápida, esta página del evangelio de san Juan puede entenderse  como un sencillo encuentro familiar del Resucitado con un grupo de sus discípulos, con los que comparte una comida junto al lago de Galilea, y en el que Jesús, al final, aprovecha para hacer algunas recomendaciones a Pedro. Pero una lectura más atenta del texto hace descubrir que el relato contiene una serie de interesantes indicaciones que se refieren a la vida de la Iglesia y que son mensajes de perenne validez.

Pedro decide ir a pescar: algunos de los discípulos le siguen en su iniciativa. La Iglesia es cuerpo de Cristo y hay que actuar no individualmente, sino manteniendo la comunión en la fe y el amor. La decisión indivudual de ir a pescar sólo cosecha fracaso en tanto que no se siguen las indicaciones de Jesús. La Iglesia ha de contemplarse en su Salvador constantemente si quiere ser fiel a la misión recibida. Jesús se presenta discretamente, de tal modo que los discípulos no lo reconocen en un primer momento. En la descripción del juicio final según san Mateo, algunos que no supieron descubrir a Jesús de alguna manera presente en sus hermanos, dirán al juez, llenos de extrañeza: “¿Cuando te vimos hambriento, sediento, desnudo, enfermo o abandonado?”. Jesús es identificado sólo por el discípulo amado, cuando llega a entender el signo de la pesca abundante obtenida siguiendo las indicaciones del Resucitado. Por esto puede decir a los demás: “Es el Señor”. Hemos de aprender a leer los signos para poder vivir nuestra fe de modo auténtico.

Los apóstoles se hallan en el mar, Jesús en la orilla, en la tierra firme. Nosotros continuamos viviendo en este mundo que pasa, en el que nada es estable. Por esto conviene dejarnos dirigir por Aquél que está ya en la casa del Padre, donde ha ido a prepararnos la morada. Cuando los apóstoles desembarcan, son recibidos Jesús e invitados a un banquete en el que se distribuye pan y pescado asado, signos que aluden al sacrificio de la cruz y a su celebración ritual en la eucaristía, sacramentos que hacen la Iglesia.
Terminado el ágape, Jesús interroga a Simón Pedro por tres veces: “Pedro, ¿me amas?”. Sin lugar a dudas, se trata de una llamada al episodio de las negaciones que tuvieron lugar en la noche de la pasión. No se trata de reprochar, sino de confortar al interesado, para prepararlo para nuevos combates, que convendrá afrontar no contando solamente con las propias fuerzas, sino en la gracia del Espíritu.

Sigue la investidura de Pedro como guía y responsable de los hermanos. La misión que Jesús ha recibido del Padre y que ahora confía a sus apóstoles, no se entiende desde una perspectiva de dominio y de poder, sino desde una actitud hecha de amor y de servicio, del mismo modo que Jesús, el pastor del rebaño, no ha dudado en entregar su vida por su grey. El ejemplo del Maestro ha de ser seguido por sus discípulos, y con veladas palabras, Jesús hace comprender a Pedro que la misión que recibe y el testimonio que deberá dar no excluyen la prueba de las persecuciones ni el martirio cruento.


El fragmento del evangelio termina con un imperativo dirigido a Pedro: “Sígueme”. Este imperativo no es una cuestión meramente personal, sino que se refiere a toda la Iglesia, a cada uno de nosotros. Jesús nos invita a seguirle, a dar testimonio de su resurrección, para demostrar nuestro amor hacia aquel que por nosotros se ha hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz. Los apóstoles entendieron este mensaje, como recuerda hoy la primera lectura, y confesaron con libertad y valentía a Jesús siempre que fueron convocados ante las autoridades que les pedían razón de su predicación: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Los que hemos aceptado su mensaje, que tratamos de mantener su fe, conviene que vivamos como ellos vivieron, fieles a Jesús y al evangelio que nos ha dejado.

2 de abril de 2016

II DIMINGO DE PASCUA (Ciclo c)


        “¡Paz a vosotros! Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo”. Todas las liturgias cristianas de Oriente y Occidente en el día de la octava de Pascua proclaman esta página del evangelio de san Juan, que describe dos apariciones de Jesús, una al aatardecer del mismo día de la resurrección y otra ocho días después. En esta página, el evangelista conduce al lector desde la actitud de desánimo y miedo que muestran los discípulos encerrados en el cenáculo por miedo a los judíos, hasta la proclamación de la fe en el Resucitado, que hace de aquellos hombres débiles y apocados, decididos testigos de la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte, como expresa en nombre de todos el apóstol Tomás al saludarle como: “Señor mío y Dios mío”.

La situación espiritual de los discípulos en aquel día queda expresada al decir que las puertas del cenáculo estaban cerradas y los dicípulos llenos de miedo. Pero el Resucitado llama a la puerta de sus corazones para que respondan creyendo. Se deja ver de aquellos hombres, que reciben la paz pascual y el don del Espíritu Santo, don típico y característico de la Pascua. A los apóstoles se les abrieron los ojos y vieron y experimentaron el hecho de estar con el Resucitado. Las dudas expresadas por Tomás han servido para inculcar de manera convincente que la misma realidad la poseeran también los que crean sin haber visto, sin haber palpado. La generación de los discípulos que vieron se esfumó en pocos años; las generaciones de los que creemos sin haber visto llenan siglos de la historia de los hombres.

La fe no es algo irracional, que se impone a la fuerza, sino una propuesta que se dirige a la mente y al corazón. La fe no pertenece al orden de las humanas «comprobaciones», sino que nace en el corazón iluminado por la gracia de Dios. La palabra de Dios llama a ir más allá de las realidades palpables para entrar de lleno en el misterio y creer firmemente en su Palabra. Pero conviene recordar también que la fe no es una forma de propiedad adquirida una vez por todas, que no se puede perder. La fe cristiana es un esfuerzo que ha de durar toda la vida, un superar obstáculos, un abrir puertas y horizontes, porque creer es dejarse llevar por el Espíritu de Dios, es mantener un diálogo contínuo con el Señor. Sólo quien se abre al Espírítu y cree es dichoso de verdad. Cuando la fe alcanza el corazón, los ojos ven lo que otros no llegan a ver.

            La fe pascual creó solidaridad y alegría en la primera comunidad cristiana. El Señor resucitado fue reconocido por los primeros discípulos con gozo y alegría, y esta experiencia les lleva a  comunicarla a los demás hombres para que puedan beneficiarse de su realidad. Del mismo modo que el Padre ha enviado a su Hijo, éste comunica el Espíritu a sus discípulos y los envía a proclamar la gracia y la salvación ofrecidas a todos. Esta será la misión que la Iglesia deberá realizar hasta el final de los tiempos. Nuestra fe en Jesús debe manifestarse no solamente con palabras sino mediante la vida de cada día de quienes formamos la comunidad de los creyentes. La primera lectura de hoy recuerda a los apóstoles anunciando a Jesús y la fuerza de su resurrección con signos y prodigios. El ejemplo de los creyentes suscitaba admiración: la gente que los observaba se hacía lenguas de ellos y sentían temor a juntárseles. Se daban cuenta de la exigencia que suponía aceptar aquella fe que transformaba a los individuos.


            Somos la Iglesia de Jesús en la medida en que creemos en el Señor resucitado, pero podemos preguntarnos si nuestra vida responde de verdad a la fe de los apóstoles, si nos esforzamos en vivir en comunión unos con otros. La fe, cuando es verdadera, sin apariencias ni engaños, exige también esforzarse leal y seriamente para hacer del precepro del amor, tal como nos lo propone Jesús, la norma de nuestra vida. Sólo así podremos estar seguros de seguir al Señor resucitado. Hemos de salir sin miedo del cómodo nido de nuestro egoísmo y convertirnos en testigos convencidos del Resucitado, del que es el primero y el último, del que estaba muerto pero que ahora vive, anunciándolo con nuestra vida entre los hombres para que todos puedan participar de su victoria.

26 de marzo de 2016

PASCUA DE RESURRECCIÓN - Ciclo C

          
             “Cuando Juan predicaba el bautismo, Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver. El apóstol san Pedro resume el contenido de la fe cristiana, afirmando que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, murió por nosotros, y que fue constituído Señor y Mesías en virtud de su resurrección de entre los muertos. Jesús pasó haciendo el bien, fue  como el peregrino que pasa por este mundo, visitando a la humanidad en nombre de Dios, para traer la salvación. Pasaba haciendo el bien, y todo esto porque Dios estaba con él. Jesús es realmente el Emmanuel, el Dios con nosotros que se nos prometió en la Navidad.

            Los discípulos, al igual que fueron testigos de su actividad, de su doctrina, de sus milagros, fueron testigos también de su aparente fracaso, de su muerte en el patíbulo. Pero son también testigos de otra realidad que necesitan gritar a todo el que quiera escucharles: ¡Dios lo resucitó! No tiene miedo Pedro que le digan que está ebrio, que no sabe lo que dice, pero él y los demás discípulos, que han sido testigos de toda la vida del Maestro hasta su muerte infamante, ahora son llamados a ser testigos de su nueva vida, de su resurrección: “Dios nos lo hizo ver, hemos comido y bebido con él después de la resurrección”. La iluminación que Jesús resucitado otorga a sus discípulos está destinada a todos los que creerán por medio de la palabra de los apóstoles.

            En la noche del jueves santo, en un arranque emotivo pudo decir a Jesús: “Yo estoy dispuesto a dar la vida por ti”, pero las tres negaciones le hicieron medir su limitación, le enseñaron a ser más prudente. Por esto, al ver la tumba vacia, las bendas y el sudario, no se deja llevar por una reacción rápida, que corre el riesgo de ser precipitada, y por esto el evangelista afirma que empieza a entender las Escrituras: que Jesús había de resucitar de entre los muertos. Es el primer paso para la fe auténtica. La tumba vacía de por sí es un argumento ambivalente, no basta para explicar la resurrección. Sólo aceptando la Escrituras, es decir aceptando la historia de las intervenciones de Dios en bien de la humanidad, se puede cree y confesar que ha resucitado de entre los muertos. Después Pedro y los demás apóstoles, recibieron una confirma-ción de su fe, al comer y beber con él. Con todo no podemos olvidar lo que Jesús dirá a Tomás: “Dichos los que crean sin haber visto”.

            En la noche del Jueves Santo, el evangelista Juan pone en labios de Jesús esta plegaria: Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese. La resurrección com-porta para Jesús una vida nueva junto al Padre, que el pobre lenguaje humano expresa diciendo que está en lo alto, allá arriba, si más no, más allá de la muerte, de las deficiencias de nuestra naturaleza limitada. Jesús quiere que todos los que creemos en él, estemos con él, allá arriba, junto al Padre, compartiendo su trono. Y eso no sólo después que hayamos pa-sado como él por la muerte. San Pablo nos dice que, por la fe, hemos muerto con él, hemos resucitado con él, que nuestra vida está escondida con Cristo en Dios y en consecuencia hemos de buscar los bienes de allá arriba. Celebremos pues la Pascua, no con levadura vieja sino con panes ázimos la sinceridad, la verdad, de justicia y de amor, y así trabajar para que el mundo sea una masa nueva en Cristo Jesús. 


"RESUCITÓ DE VERAS MI AMOR Y MI ESPERANZA" ¡ALELUYA!