“El hijo menor dijo a su padre: Padre,
dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes”. Así
inicia la llamada “Parábola del hijo pródigo”, pero que sería mejor llamar
“Parábola del padre misericordioso”. Como otros tantos pasajes del evangelio,
la lectura de esta parábola puede suscitar el deseo de saber en cual de los tres
personajes puede cada uno verse retratado. La pregunta no es ociosa, porque,
como enseña san Pablo, todo el contenido de la Escritura ha sido escrito para
nuestro consuelo y salvación. Urge pues colocarnos ante esta parábola para
conocerla mejor, y en consecuencia, conocernos mejor a nosotros mismos. Además,
en los relatos evangélicos, no siempre se da lisa y llanamente la conclusión de
modo definitivo, sino que, a menudo, dejan abierta la posibilidad de que las
cosas pudieran terminar de manera muy distinta de como podría parecer al
principio.
La descripción del hijo más joven
podría parecer satisfactoria: el
muchacho, llevado por el deseo de experiencias nuevas, reclama la herencia
paterna y, habiéndola obtenido, marcha lejos de lo habitual y conocido,
malgasta sus bienes viviendo sin freno, y cuando el hambre atenaza, recapacita
recordando la situación de los jornaleros de su padre. En consecuencia decide
volver al padre planeando la confesión de su modo de proceder. La conclusión la
conocemos generoso recibimiento y recuperación de sus derechos en la casa del
padre.
Pero queda en el aire una pregunta: ¿Hasta qué punto es sincera su conversión,
su vuelta al padre? ¿Reconoce que se ha equivocado de verdad, o su actitud es
simplemente una muestra de pragmatismo? ¿Cuales debían ser los sentimientos de
aquel joven ante la actitud espléndida del padre que abre sin reticencias las
puertas tanto de la casa como del corazón? En el caso de una conversión más o
menos de circunstancia, esta generosidad paterna ¿logra abrir brecha en su
corazón y dar un vuelco auténtico en su actitud de modo de iniciar una real
conversión? Los interrogantes quedan abiertos para que cada uno de nosotros
trate de aplicarlos a nuestras continuas habituales y repetidas conversiones.
La descripción del hijo mayor quizá es
menos explícita en detalles, pero es convincente. El que se ha mantenido fiel,
el que no ha desertado de la casa del padre, demuestra que de hecho está muy
lejos del amor del padre. Envidia secreta del hermano menor que ha sabido
cortar amarras y arriesgarse en aventuras alocadas. Envidia por el recibimiento
paterno, expresado en imágenes muy materiales, pero sumamente expresivas: “Para
él has matado el becerro cebado, a mi no me has dado nunca un cabrito”. Por si
no bastase, muestra su profundo desprecio hacia su hermano, al que se refiere diciendo
«ese hijo tuyo», no en cambio «ese hermano mío». Y sobre todo, ceguera total
respecto al padre, del que no sabe apreciar la grandeza de alma. Y la pregunta
importante: al final ¿se dejó convencer por el padre, depuso su actitud y
aceptó juntarse a la fiesta, alegrarse del regreso del hermano?
La intención de Jesús en esta parábola
es mostrarnos la realidad de Dios, la inmensidad de su amor, de su perdón
constante, total y definitivo. A veces se ha ha dibujado la imagen de Dios como
la de un policía o de un juez, que espera nuestros fallos para descargar su mano.
Naturalmente un Dios concebido en estos términos lo único que provoca es el
rechazo puro y simple. ¿Somos conscientes del daño que hemos podido causar al
ofrecer tal semblanza de Dios, en las antípodas del mensaje evangélico, en el
que el acento está sobre el amor sin límites?
Hoy, san Pablo, en la segunda lectura
nos decía: “En nombre de Cristo os pedimos que os reconcilieis con Dios”.
Sabemos fuera de toda duda que Dios nos espera con los brazos abiertos. ¿Cual
es de hecho nuestra propia actitud? A cada uno toca dar la respuesta.