“Si no os convertís, todos
pereceréis”. Jesús, en el evangelio, repite dos veces esta especie de
estribillo, aprovechando dos hechos acaecidos por entonces y seguramente
conocidos por sus oyentes, como son una matanza de galileos perpetrada por
Pilato en el templo de Jerusalén y las víctimas del hundimiento de una torre de
Siloe. Jesús apremia a quienes le escuchaban a convertirse y, al enjuiciar los
dos ejemplos aducidos, sale al paso de una mentalidad errónea que se daba por
entonces y que aún puede darse hoy, incluso entre cristianos. Jesús afirma
decididamente que nadie tiene derecho a interpretar como castigo divino las
desgracias que pueden acontecer, ya sean naturales, ya provocadas por los
hombres. Los parámetros de la justicia y de la retribución de Dios son muy
diferentes de los nuestros. Pero todos y cada uno de los acontecimientos que se
suceden en la vida de cada día deberían ser interpretados como signos que
muestran la benevolencia de Dios así como la necesidad de una conversión
sincera.
En esta misma linea
exhorta la parábola de la higuera estéril. A pesar de haber constatado repetidas
veces que todo el trabajo llevado a cabo en favor de aquel árbol era inútil,
pues no producía fruto, el responsable quiere probar otra vez, quiere dar otra
oportunidad. Es la pedagogía divina: esperar que pueda sobrevenir el cambio,
que los hombres no queden endurecidos en sus posturas, que se abran para dar
finalmente una respuesta positiva.
El concepto de conversión
reviste a menudo una tonalidad más bien sombría en cuanto que se la relaciona
con el pecado. Pero reducir la conversión al rechazo del pecado, sería dejar la
obra a mitad. El hecho de convertirse supone ciertamente el dejar actitudes que
no se compaginan con los postulados del evangelio pero supone también un
esfuerzo positivo para inspirar una nueva manera de ser y de actuar para el que
acepta convertirse.
Un ejemplo del sentido
positivo de la conversión lo ofrece la primera lectura que hablaba de la
vocación de Moisés, el hombre de Dios que guió a Israel desde Egipto hasta la
tierra prometida. Es de sobras conocido el relato de la zarza ardiente que
Moisés admiró mientras apacentaba los rebaños de su suegro. Vio un fuego y, al
acercarse, se dio cuenta de que era un zarzal envuelto en llamas pero que no se
consumía. La voz que oyó al acercarse le hizo saber que aquel prodigio era el modo
utilizado por Dios para entrar en contacto con él. Dios había escogido a Moisés
y se le revelaba: Dios había decidido hacer de aquel hombre un instrumento de
liberación para los hebreos que gemían bajo la esclavitud egipcia. Moisés se
había refugiado en el desierto huyendo del Faraón que quería castigarle por su
gesto en favor de sus hermanos hebreos.
Ante la zarza ardiente, Moisés, movido por la cercanía de
Dios, se convence de la necesidad de abandonar la seguridad que le depara el
desierto para regresar a Egipto y asumir la dura y difícil responsabilidad de
salvar a sus hermanos. Cuando Moisés pregunta por el nombre de quien le envía,
el Señor, junto con la revelación de su nombre, le impone dedicarse a liberar a
su pueblo. Dios, al aparecerse a Moisés, le ha empujado a una conversión: le
hace dejar el refugio cómodo que se había buscado para ponerse en la brecha y
luchar con todas sus fuerzas en guiar a un pueblo de dura cerviz, que pondrá a
prueba su paciencia y tenacidad.
San Pablo invita hoy a dar
una ojeada a la historia de los hebreos, plagada de constantes muestras de
afecto y cuidado que Dios dispensó a Israel a lo largo de su historia, y que
contrastan con la falta de sensibilidad demostrada tan a menudo con actitudes
de indiferencia cuando no de abierto rechazo. El apóstol recuerda que cuanto
les sucedió era un ejemplo destinado a nosotros, que aquellos detalles fueron
escritos para ayudarnos a evitar su error. Pablo terminaba diciendo: ”El que se
cree seguro, ¡cuidado!, no caiga”. Como si dijese: Sois cristianos, habéis sido
bautizados, confirmados y participáis en el banquete sacrificial de la Eucaristía. No
juguéis con el don recibido de la bondad de Dios. Estemos pues atentos y
preparados para ser cada vez más fieles a Jesús que nos ha llamado y que quiere
introducirnos en su Reino de luz y de paz.
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