27 de febrero de 2016

DOMINGO III DE CUARESMA (Ciclo C)


            “Si no os convertís, todos pereceréis”. Jesús, en el evangelio, repite dos veces esta especie de estribillo, aprovechando dos hechos acaecidos por entonces y seguramente conocidos por sus oyentes, como son una matanza de galileos perpetrada por Pilato en el templo de Jerusalén y las víctimas del hundimiento de una torre de Siloe. Jesús apremia a quienes le escuchaban a convertirse y, al enjuiciar los dos ejemplos aducidos, sale al paso de una mentalidad errónea que se daba por entonces y que aún puede darse hoy, incluso entre cristianos. Jesús afirma decididamente que nadie tiene derecho a interpretar como castigo divino las desgracias que pueden acontecer, ya sean naturales, ya provocadas por los hombres. Los parámetros de la justicia y de la retribución de Dios son muy diferentes de los nuestros. Pero todos y cada uno de los acontecimientos que se suceden en la vida de cada día deberían ser interpretados como signos que muestran la benevolencia de Dios así como la necesidad de una conversión sincera.

            En esta misma linea exhorta la parábola de la higuera estéril. A pesar de haber constatado repetidas veces que todo el trabajo llevado a cabo en favor de aquel árbol era inútil, pues no producía fruto, el responsable quiere probar otra vez, quiere dar otra oportunidad. Es la pedagogía divina: esperar que pueda sobrevenir el cambio, que los hombres no queden endurecidos en sus posturas, que se abran para dar finalmente una respuesta positiva.

            El concepto de conversión reviste a menudo una tonalidad más bien sombría en cuanto que se la relaciona con el pecado. Pero reducir la conversión al rechazo del pecado, sería dejar la obra a mitad. El hecho de convertirse supone ciertamente el dejar actitudes que no se compaginan con los postulados del evangelio pero supone también un esfuerzo positivo para inspirar una nueva manera de ser y de actuar para el que acepta convertirse.

            Un ejemplo del sentido positivo de la conversión lo ofrece la primera lectura que hablaba de la vocación de Moisés, el hombre de Dios que guió a Israel desde Egipto hasta la tierra prometida. Es de sobras conocido el relato de la zarza ardiente que Moisés admiró mientras apacentaba los rebaños de su suegro. Vio un fuego y, al acercarse, se dio cuenta de que era un zarzal envuelto en llamas pero que no se consumía. La voz que oyó al acercarse le hizo saber que aquel prodigio era el modo utilizado por Dios para entrar en contacto con él. Dios había escogido a Moisés y se le revelaba: Dios había decidido hacer de aquel hombre un instrumento de liberación para los hebreos que gemían bajo la esclavitud egipcia. Moisés se había refugiado en el desierto huyendo del Faraón que quería castigarle por su gesto en favor de sus hermanos hebreos.

Ante la zarza ardiente, Moisés, movido por la cercanía de Dios, se convence de la necesidad de abandonar la seguridad que le depara el desierto para regresar a Egipto y asumir la dura y difícil responsabilidad de salvar a sus hermanos. Cuando Moisés pregunta por el nombre de quien le envía, el Señor, junto con la revelación de su nombre, le impone dedicarse a liberar a su pueblo. Dios, al aparecerse a Moisés, le ha empujado a una conversión: le hace dejar el refugio cómodo que se había buscado para ponerse en la brecha y luchar con todas sus fuerzas en guiar a un pueblo de dura cerviz, que pondrá a prueba su paciencia y tenacidad.


            San Pablo invita hoy a dar una ojeada a la historia de los hebreos, plagada de constantes muestras de afecto y cuidado que Dios dispensó a Israel a lo largo de su historia, y que contrastan con la falta de sensibilidad demostrada tan a menudo con actitudes de indiferencia cuando no de abierto rechazo. El apóstol recuerda que cuanto les sucedió era un ejemplo destinado a nosotros, que aquellos detalles fueron escritos para ayudarnos a evitar su error. Pablo terminaba diciendo: ”El que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga”. Como si dijese: Sois cristianos, habéis sido bautizados, confirmados y participáis en el banquete sacrificial de la Eucaristía. No juguéis con el don recibido de la bondad de Dios. Estemos pues atentos y preparados para ser cada vez más fieles a Jesús que nos ha llamado y que quiere introducirnos en su Reino de luz y de paz.

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