“Oh
Dios, que has hecho resplandecer esta noche santísima con el resplandor de la
luz verdadera, concédenos gozar también en el cielo a quienes hemos
experimentado este misterio de luz en la tierra”. La liturgia romana, desde
hace siglos, recuerda en esta noche el nacimiento del Hijo de Dios hecho
hombre. Aquel nacimiento fue un acontecimiento único e irrepetible. En efecto,
para nosotros, cristianos, el tiempo es una realidad lineal que comenzó con la
creación del universo y terminará con la segunda vuelta de Jesús, y en esta
línea, que es la Historia de nuestra salvación, muestra en su punto central el
hecho de un Dios que se hizo hombre para salvar a toda la humanidad.
San
Lucas ha recordado a unos pastores que, mientras guardaban sus rebaños, vieron
como la oscuridad de la noche se rasgaba para dar paso a una inusitada
claridad, con un ángel que anunciaba el nacimiento del Salvador del mundo. A
estos pastores se les anuncia que ha nacido el Salvador del mundo, su Salvador,
pero al mismo tiempo se les indica que sólo hallarán un niño envuelto en
pañales y acostado en el pesebre. A menudo, las promesas que Dios hace, en un
primer momento causan desilusión, porque solamente vemos unos signos, unas
señales que, en su pequeñez, simplemente preludian la gozosa realidad que en su
momento nos será concedida.
Dios,
fiel a su palabra, ofrece este nacimiento como el comienzo de una nueva etapa
de la historia de la humanidad. Pero este don reclama la fe, para evitar el
escándalo de ver únicamente los comienzos humildes de la gran obra de Dios. En
brazos de María los pastores vieron sólo un recién nacido. Pero aceptan el
signo, creen que él será realmente el Salvador de los hombres, y dan gloria a
Dios por lo que habían visto y oído. Así iniciaba con gran sencillez la
realidad de la Iglesia, toda ella hecha de signos y señales, que constantemente
reclaman la fe, una fe que no quedará confundida y que alcanzará su pleno
cumplimiento.
Como
aquellos pastores también nosotros recibimos el mensaje del ángel; como ellos, aún
sólo vemos signos: los dones del pan y del vino que están sobre el altar y que
para nosotros son el cuerpo y la sangre de Aquél cuyo nacimiento como hombre
saludamos. Y de este modo sencillo nos unimos a la fe de los pastores y damos
gloria a Dios por todo lo que ha prometido, ha realizado y realizará aún hasta
llegar a su cumplimiento definitivo.
San
Pablo decía en la segunda lectura que esta gracia de Dios que saludamos con el
corazón henchido por la alegría de la fiesta de Navidad, está destinada a
nuestra salvación y la de todos los hombres. Este don que Dios nos hace en su
Hijo hecho hombre nos pide renunciar a una vida que deje de lado a Dios y a su
voluntad y nos sumerja en los deseos y exigencias de un mundo configurado de
espaldas a Dios. Y el apóstol nos apremia para que comprendamos, dado que urge,
que Dios lo espera, que nuestra fe, si es auténtica lo exige: de ahora en
adelante conviene que nuestra vida sobria, en relación con nosotros mismos, sin
dejarnos llevar por el mal que anida en nuestro interior; una vida justa y
honrada, con respecto a todos nuestros hermanos los hombres, buscando lo que es
bueno, justo y noble; finalmente una vida piadosa con respecto a Dios, dándole
el espacio, el lugar que le corresponde, presidiendo nuestro ser y nuestro
hacer. Es así como podremos esperar con confianza y con alegría el cumplimiento
de lo que significa realmente el nacimiento de Jesús, es decir la manifestación
gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo, que vendrá un día para
hacernos participar de su vida, de su luz, de su gloria.
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