“A los
extranjeros que se han dado al Señor para servirlo, para amar el nombre del
Señor, los traeré a mi monte santo”. Esta advertencia del profeta iba dirigida
a Israel en el momento en que comenzaba a superar el desastre que supuso el
destierro al que le había conducido su infidelidad a Dios. Pero el resurgir
nacional iba acompañado de un rechazo de los extranjeros que permanecían
afincados en su tierra. Y Dios, por medio de su profeta, recuerda que para
participar en la salvación lo que cuenta en verdad es la observancia del
derecho y de la justicia. Encerrarse en los límites estrechos de las propias
tradiciones, por venerables que sean, es un peligro, pues conduce a olvidar que
nuestro Dios quiere salvar a todos los hombres, sin limitaciones, sin distinciones
de raza, color y lengua: todos tienen derecho a amar y servir al Señor, a ser
miembros de su pueblo, a participar en el culto y en la plegaria.
Este aviso
del profeta dirige nuestra atención hacia la realidad de nuestra historia espiritual. Somos cristianos
porque creemos en Jesús, profeta poderoso en obras y palabras, que proclamó el
amor de Dios para con los hombres, concretado en el perdón de los pecados y la
promesa de una vida más allá de la muerte. Jesús llevó a cabo su misión en
medio de su pueblo judío, atendiendo tanto a dirigentes como a pobres,
enfermos, pecadores y marginados, sin excluir a personajes no pertenecientes a
Israel, cuando se dio el caso. Pero el resultado fue que Jesús acabó
crucificado por quienes veían en él un peligro para la estructura religiosa del
judaísmo, prefiriendo su propia concepción de Dios al mensaje de salvación que
proponía Dios mismo por medio de su Hijo Jesús. Y, después de Pascua, cuando
los discípulos iniciaron la predicación del mensaje de Jesús, hubieron de
superar el dilema de quedarse dentro de los límites de Israel o abrirse al
mundo entero. La apertura al universalismo no fue fácil e hubo de superar
graves dificultades para imponerse. El mismo Pablo, en la segunda lectura,
recordaba su sufrimiento ante la contraposición existente en su tiempo entre
judíos y paganos, pero expresa su convicción de que todos, al final, rotas
todas las barreras, podrán participar en la salvación ofrecida por Jesús.
Es en esta
perspectiva del contraste entre judíos y paganos que el texto de Mateo que leemos hoy encuentra su
lugar, evocando el encuentro de Jesús con una mujer cananea. Una mujer cananea,
es decir es no judía, se acerca a Jesús y le dice: “Ten compasión de mí Señor,
Hijo de David”. Pero Jesús la ignora, no le responde. Sus discípulos
intervienen fastidiados por la insistencia de la mujer. “Sólo me han enviado a
las ovejas descarriadas de Israel”, es la respuesta que obtienen. La mujer
sigue insistiendo y entonces Jesús dice: “No está bien echar a los perros el pan
de los hijos”. Lo que podía parecer un cruel insulto, es aprovechado por la
mujer. Su sufrimiento, la necesidad de ser escuchada la empuja a agarrarse al
tímido resquicio de esperanza que las palabras de Jesús dejan entrever: “Tienes
razón, Señor, pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa
de los amos”. Jesús responde: “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que
deseas”. La fe de aquella mujer la ha equiparado al pueblo escogido y le
permite tener parte en la salvación de Jesús.
Ciertamente
la rivalidad entre judíos y gentiles ya no existe, pero continúan existiendo en
el espíritu humano aquellas tendencias que la originaron y la mantuvieron. La
Iglesia, fundada por Jesús, no deja de ser una institución formada por hombres,
que, a menudo, prefiere la seguridad y teme el riesgo de cambios, que se
encierra en estructuras jurídicas que, a veces, impiden dejarse llevar por la
fuerza del Espíritu, para buscar fórmulas nuevas que permitan vivir el mensaje
de Jesús y hacerlo llegar a todos los hombres. El episodio de la cananea ha de
ponernos en guardia contra cualquier tipo de exclusivismo, de particularismo,
que conducen a sectarismos que pueden poner en peligro la saslvación universal
que Jesús ha proclamado con su vida y su muerte.
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