“Yo mismo abriré
vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os
traeré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestros sepulcros y os saque de
vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor”. El profeta Ezequiel,
con la imagen de la resurrección de los muertos, se dirigía a Israel recordando
que, en su amor, no abandonaba a su pueblo a pesar de sus pecados y que el
momento justo le devolvería su favor. Esta página puede ayudar a entender el
mensaje de Jesús cuando proclama con énfasis: “Yo soy la resurrección y la vida”,
palabras que quedan confirmadas con el gesto de devolver a la vida a su amigo
Lázaro.
La larga
página del evangelio de San Juan que se proclama en este domingo tiene como
protagonista no el difunto Lázaro, devuelto a la vida después de estar cuatro
días en el sepulcro, sino Jesús mismo, aquel en quién hemos de creer si
queremos poseer la vida. De hecho, la amistad de Jesús hacia los tres hermanos,
Marta, María y Lázaro, la enfermedad y de la muerte de éste último, la angustia
y el dolor de sus hermanas, la misma emoción y llanto de Jesús ante la realidad
de la muerte, tienen una importancia relativa en la mente del evangelista,
preocupado sobre todo en mostrar la glorificación que Dios está a punto de
llevar a cabo en su Hijo predilecto, en la Pascua. En efecto, San Juan presenta
el regreso de Lázaro a la vida como una preparación a la próxima celebración del misterio de la muerte
y de la resurreción de Jesús. Es precisamente este signo que lleva a sus
enemigos a decidir su condena a muerte.
En efecto, una lectura atenta de los
diálogos de Jesús con sus apóstoles y con las hermanas del difunto, muestran
que la muerte de Lázaro es simplemente la ocasión destinada a manifiestar la
potencia de Dios, que actúa en Jesús, a fin de fortalecer su fe para cuando
llegue la hora decisiva, la hora de la muerte y de la resurrección de Jesús.
Con los discípulos habla de la enfermedad y muerte de Lázaro desde la
perspectiva de la manifestación de la gloria de Dios y de su Hijo. La
conversación con Marta insiste en el progreso de la fe de la mujer, que inicia
con el reconocimiento genérico del poder de Jesús, sigue con la confesión de la
resurrección final que se espera, para terminar con la solemne proclamación: “Tú
el Mesías, el Hijo de Dios”.
Estos
diálogos encuadran la enseñanza que Jesús propone y que nos asegura que Él es
la resurrección y la vida; el que cree en Él, ya desde ahora posee la vida, no
puede morir, y si muere, - como en el caso de Lázaro -, permanece viva la
promesa de la victoria sobre la muerte. Y para confirmar sus palabras, tiene
lugar el signo: Lázaro es despertado del sueño, vuelve a la vida. Si bien
habitualmente se habla de la resurrección de Lázaro, no se trata de una verdadera
resurrección, ya que Lázaro tendrá que morir otra vez. Es simplemente un signo
que quiere dejar claro que si Jesús puede devolver a la existencia mortal a uno
que estuvo cuatro días en su sepulcro, podrá él mismo, cuando llegue su hora,
vencer definitivamente a la muerte e iniciar una nueva vida, que no tendrá fin,
que es definitiva.
San
Pablo, en la segunda lectura, ofrece un complemento al mensaje del Evangelio:
Dios, que, por el Espíritu, resucitó a Jesús de entre los muertos, por medio de
los sacramentos del bautismo y de la confirmación nos ha dado a nosotros este
mismo Espíritu, el cual está ya operando: nos libra del pecado, nos hace hijos
de Dios y nos asegura la vida verdadera. El cristiano, en la medida en que cree
ha recibido el Espíritu, no teme a la muerte, sino que espera poder participar
con Jesús en la victoria que El ha obtenido.
Vale la
pena reflexionar en las palabras que el evangelista añade como colofón al signo
que acaba de realizarse:: “Y muchos, al ver lo que había hecho Jesús creyeron
en él”. No es sólo una constatación de lo que acababan de presenciar en aquel
momento, sino una invitación que hace también
a cada uno de nosotros para que sepamos abrirnos a la acción del Espíritu, de
manera que podamos celebrar la resurrección de Jesús no con palabras vacías,
sino con una profunda y sincera renovación de nuestra vida cristiana.
J.G.
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