4 de octubre de 2015

DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)



       “¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?”. El tema que unos fariseos plantearon a Jesús es una cuestión que matiene toda su actualidad e importancia en ocasión de la próxima celebración del Sínodo ordinario sobre la familia. La pregunta que plantearon a Jesús aquellos fariseos no era expresión de una inquietud espiritual, de un deseo de mayor fidelidad o perfección, sino más bien un tentativo para ponerle en dificultad ante los ojos del pueblo. Si se declaraba contra el divorcio, de alguna manera ponía en entredicho la Ley de Moisés, el gran don recibido de Dios. Si en cambio se manifestaba partidario del mismo, en parte quedaba debilitada su actitud en favor de una mayor fidelidad y pureza en las relaciones de los hombres entre sí y con Dios.

La respuesta de Jesús se articula en dos momentos. En primer lugar reconoce que Moisés permitió el divorcio, pero puntualiza que tal permisión venía dictada por la dureza de corazón del pueblo de Israel. Era un mal menor para quienes les costaba entender la voluntad de Dios. Y para explicársela mejor recuerda el hecho de la creación de la humanidad. Dios ha creado al hombre y a la mujer no como realidades distintas y contrapuestas, sino como dos aspectos de la única realidad del ser humano, creado a imagen de Dios. Porque el ser humano es imagen de Dios precisamente por su dualidad de hombre y mujer. Dios es amor y no puede ser imagen de Dios un ser solitario, encerrado en sí mismo. El ser humano, hombre y mujer, es imagen de Dios en cuanto son dos que quieren vivir juntos, que quieren hacer posible el amor. Es desde esta perspectiva que se entiende el concepto bàsico del matrimonio: un hombre y una mujer se ponen de acuerdo para vivir juntos y quieren anunciarlo públicamente, de modo que se reconozca y acepte su decisión. Y como broche final a sus palabras, Jesús afirma: “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”.

Para muchos esta doctrina es dura e inaceptable. Ya sea abiertamente ya a media voz, la indisolubilidad del matrimonio es objeto de crítica e incluso de condena. En efecto, hay quien en nombre de la libertad y de la dignidad del hombre y de la mujer piensa que no se debe imponer un compromiso de por vida. Pero habrá otros que en nombre de la misma libertad hablará de la necesidad de una fidelidad precisamente para salvaguardar la dignidad humana. Alguien y con razón puede argumentar que la voluntad inicial de los esposos puede flaquear, el amor desvanecerse y la convivencia hacerse insostenible. ¿Qué hacer entonces? Es una pregunta sensata y no puede eludirse con ligereza la respuesta. Pero no es éste ni el momento ni el lugar para tratar a fondo esta delicada cuestión que la vida propone. Aquí se trata  sólo de reflexionar sobre lo que Jesús propone en el evangelio de este domingo.

        La delicada temática del matrimonio y del divorcio hace sentir con una especial agudeza la tensión que existe entre el ideal deseado y la realidad concreta. El ser humano experimenta sin cesar la frustación de no poder ver siempre cumplidas sus expectativas. En la segunda lectura de hoy, el autor de la carta a los Hebreos ofrece un punto de referencia para ayudarnos a entender este misterio de vida y muerte, de satisfacción y vacío que llevamos todos en el fondo de nuestro corazón.Dios, por quien y para quien todo existe, para llevar a una multitud de hijos a la gloria, juzgó conveniente perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación. No somos sólo los mortales que hemos de aguantar, padecer, sufrir y esperar. También a Jesús le tocó su experiencia de dolor y sufrimiento, pero, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia y ahora, después de su muerte y de su cruz, brilla coronado de gloria y honor. 

No olvidemos las últimas palabras de Jesús, que concluyen el texto evangélico de hoy: “Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Sólo si somos abiertos y sencillos como niños seremos capaces de aceptar esta invitación dura y difícil que Dios nos hace y que reclama la atención de quienes hemos apostado por Jesús y por su evangelio.

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