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Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor (Lc 2,1-14) |
Os traigo una buena noticia, la
gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David os ha nacido un
Salvador, el Mesías, el Señor. Es Navidad, y la Iglesia desde hace siglos ha
instituido la costumbre de la celebración nocturna, la llamada “Misa del Gallo”
para recordar con agradecimiento el nacimiento según la carne del Hijo de Dios,
que señala el comienzo de la salvación de toda la humanidad. Hoy recordamos
cómo el Hijo de María salió de la oscuridad de seno materno para entrar en el
mundo, para ser como nosotros y participar en todo lo que supone la existencia
humana.
El relato que el evangelista Lucas hace de lo
sucedido en aquella noche, permite seguir paso a paso las secuencias de este
nacimiento. La Virgen Madre envuelve a su hijo en pañales y lo acuesta en un
pesebre. Los ángeles dan a conocer el acontecimiento y los pastores se dirigen
hasta encontrar la madre con el hijo. La liturgia de esta noche santa, al
hablar del protagonista, del recién nacido, lo compara al esposo que sale de su
alcoba, contento como un héroe, a recorrer su camino, el camino que conduce,
después de pasar por la cruz y la tumba, a la gloria y el esplendor de la
Pascua. Por esta razón, alguien ha podido decir paradojicamente que el Niño
Jesús hoy es algo que no existe. Existió en aquel momento de su vida, pero
ahora existe sólo Jesús el Cristo, Salvador y Mesías, que reina gloriosa
sentado a la derecha del Padre, siempre dispuesto a interceder por nosotros los
hombres.
“Gloria
a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres que ama el Señor”. Estas
palabras que Lucas pone en labios de los coros angélicos sirven de broche final
al relato del nacimiento del hijo de María, el Hijo de Dios hecho hombre, el
Salvador, el Mesías, el Señor. A Dios corresponde la gloria porque Dios, al
entregar a su mismo Hijo, ha llevado a término el gesto que asegura a toda la
humanidad la reconciliación, la reanudación de la amistad rota por el pecado de
los primeros padres, según el relato del libro del Génesis. Pero, como afirma
san Ireneo, la gloria de Dios es el hombre viviente, y por esto, a continuación
los ángeles añaden: “En la tierra paz a los hombres que ama el Señor”. La obra
de salvación querida por Dios comporta para los hombres el don de la paz.
Pero conviene entender correctamente el
sentido de esta afirmación. El nacimiento de Jesús da pie a augurar la paz para
los hombres: pero el mundo está agobiado por luchas constantes, envidias,
ambiciones, muertes, violencias, lejos de la paz deseada por Dios. Hay quien se
lamenta de que, dos mil años después del nacimiento de Jesús, la paz está lejos
de ser la característica de la vida humana sobre la tierra. ¿Es que ha sido
inútil la Navidad de Jesús? ¿Es que Dios se ha equivocado prometiendo algo que
no ha sido posible alcanzar? “Paz a los hombres que ama el Señor”: este promesa
de paz es un programa, un deseo, no una realidad definitiva, concedida, o
mejor, impuesta a la fuerza por parte de Dios. La razón redica precisamente en
el amor y el respeto que Dios tiene hacia sus criaturas: las invita, las avisa,
las exhorta e incluso a veces las amenaza, pero siempre respeta la libertad.
Cada Navidad es un momento propicio para constatar nuestra poca colaboración
para que la paz de Dios se convierta en una realidad para los hombres. En
Navidad Dios nos dice a cada uno de nosotros: ¿Qué haces tú para que mi paz, la
que anunciaron los ángeles, que sólo puede construirse sobre el fundamento de
la justicia y de la libertad, pueda ser una realidad? Reflexionemos y tratemos
de dar una respuesta al Dios que ha entregado a su Hijo para que sea Príncipe
de paz para todos los hombres.
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